La vida me sonríe (III)

Buenos Aires, octubre de 2011.

Regresé a la oficina llena de dudas. ¿Martín me había dicho la verdad? Y si lo había hecho, ¿cuánto arrastraba de malo?. Porque no podía dejar de pensar en que él había tenido relaciones con su novia en Mar del Plata. Y tampoco podía olvidarme del incidente con Verónica, aunque habían pasado dos años del hecho. Martín me había negado una relación entre ellos, pero me costaba creerle.

Trate de concentrarme en el trabajo y el esfuerzo fue en vano. Me rendí rápido y por eso adelanté mi hora de almuerzo. Salí de la empresa, me compré medias nuevas y recorrí varias calles buscando un vestido para las dos fiestas que tenía por delante. Uno de raso con tejido de hilo encima me gustó. La vendedora me lo dio y me encerré en el probador. <<¡Ay, Dios! ¡Tengo mucha celulitis!>>, dije cuando me miré al espejo en ropa interior. <<Y se me está haciendo el pantalón de montar en las caderas. ¿¡Pero por qué?! ¡Si no estoy gorda! Voy a tener que hacer gimnasia. Y mucha>>, concluí y me puse el vestido. Me quedó bien y lo compré sin dar más vueltas.

<<Es la luz, es la luz de los probadores. Ya lo dijo Susana Giménez y tiene razón. Con esas luces se resaltan todos los defectos>>, pensé cuando me senté a mi escritorio de nuevo. <<¿Y si a Martín no le gusta lo que hice hoy? ¿Si se arrepiente? ¿Si le parece que no tengo suficiente interés en él?>>, me pregunté. <<No, no, yo le dejé en claro mi posición: si me quiere realmente, va a actuar en consecuencia. Y si no lo hace, es porque no me siente nada por mí, no por mi actitud.  Tengo que mantenerme firme. Ya sé cómo son estas cosas. La celulitis no se me ve con ropa encima>>, concluí.

Más tarde, cuando buscaba en internet información sobre tratamientos para eliminar el flagelo, mi celular sonó:

―Hola.

―¡Hola! ―me dijo Martín―. ¿Cómo estás?

―Bi… bien ―le respondí con cierta sorpresa y di media vuelta sentada en la silla giratoria, para quedar de espaldas a Bety.

―¿Mucho trabajo?

―Sí, sí… ―le dije. <<Pero no estoy haciendo nada y los papeles me tapan>>, pensé.

Martín suspiró.

―Yo también acá tengo varias cosas…

―Ah, sí, me imagino…

―Todavía no salí a almorzar. ¿Vos?

―No, yo ya salí. Hace rato.

―Ah… ―me dijo y se produjo un silencio―. ¿Te duele la rodilla?―me preguntó luego.

―¿Eh? ¿La rodilla? No, no, no me duele, es un raspón. No es nada.

―No, pero las rodillas son complicadas. Hay que cuidarlas. Mirá que una infección en esa zona es jodida. Yo tengo muchos compañeros del gimnasio que tuvieron problemas…

―Bueno, pero deben ser lesiones que se hacen los hombres por levantar peso. No por una caída.

―Sí, puede ser, no sé. Pero las infecciones en las rodillas son complicadas.

―Pero no creo que se me infecte. No pa…

―Hoy estabas muy linda ―me interrumpió.

―Ah, bueno, gra… ¡gracias!

―Siempre estás linda, no es que sea hoy nada más, eh.

―Buenono, ¡gra…gra…gracias!

―Te quiero ver. ¿Nos encontramos en el pasillo de tu piso en cinco?

―¿Eh?… no, no…

―Bueno, más tarde.

―No, no, más tarde tampoco.

―¿Qué? ¿Tenés miedo de que nos vean? Vamos al piso de abajo.

―No, pero no, no.

―¿No tenés ganas? ―me preguntó.

―No, no es que no tenga ganas. Es que ya te dije… mientras estés con otra yo no quiero nada.

―Bueno, pero es vernos un ratito en el pasillo. No es nada eso.

―No, sí, pero no, no. No corresponde.

―Pero no es nada, Ana.

―Bueno, para mí sí es. Ya te expliqué.

―Pero entonces… ―dijo y se frenó―. ¿Y cómo te volvés a tu casa hoy?

―¿Cómo cómo me vuelvo a mi casa? En tren…

―Pero no te podés volver en tren con la rodilla como la tenés. Yo te llevo. Estoy con el auto. Me lo entregaron ayer. ¿Te acordás que te dije que me compré un auto nuevo?

―Sí, sí, me acuerdo.

―Me lo entregaron ayer, hoy lo dejé en el estacionamiento de la otra cuadra. ¿A qué hora te vas?

―No, pero no, Martín, no. No tengo nada en la rodilla. Me puedo volver en tren. No es para tanto.

―Pero yo te quiero llevar. ¿Qué tiene de malo eso?

―Lo que ya te dije: mientras tengas novia no quiero tener contacto.

―¿Pero nada de contacto? ¿Ni siquiera hablar? ¿Hoy no te voy a ver de nuevo entonces?

―Y no, no―dije con timidez.

―Pero ya te expliqué cómo son las cosas. Ya te di mi palabra. El viernes termino con Carolina.

―Bueno, terminá el viernes y después nos vemos todo lo que quieras. Pero antes no.

―Es un poco exagerado lo que hacés. No es que no te entienda, pero…

―No voy a variar mi postura. Es así.

―Pero mañana tengo que ir a la inauguración de la sucursal de Lanús. Voy a estar todo el día allá. ¿No te voy a ver hasta el viernes entonces?

―Y no, no… ―le dije.

―¿No?

―No.

―Porque me dijiste que sentías muchas cosas por mí, pero a mí ahora no me alcanza eso. Si aunque sea me dijeras qué cosas sentís…

―Ay, bueno… estoy en la oficina… ya sabés…no pue… pue… puedo hablar mu…mucho.

―Porque yo estoy enamorado y me gusta verte, ¿sabés? Además, quiero verte. Necesito verte. Y me parece que vos no.

―No, no es así. A mí tam… tam… también me gusta verte. Pe… pe…pero sé que estás con otra y eso…

― ¿Y eso qué? ¿Te tira abajo?

―Y sí, sí, obvio que me tira abajo,  porqueque no sé si sos sinceceroro ―me animé a decirle―. Disculpame, pero es así.

―No, no, está bien, eso te lo entiendo, te lo entiendo. Ni yo me siento bien con esta situación. Me sentí muy mal muchas ves. No te creas que no. Y hace mucho ya. Pero yo soy sincero y lo vas a ver.

―Bueno, no sé todavía… ―le dije, con voz aniñada (no lo hice a propósito).

―Lo vas a ver, lo vas ver. Dejame que te lleve a tu casa, ¡dale!

―No, no, me vuelvo sola.

―Dejame, por favor, no te voy a pedir nada –me dijo y oí:

―¡Anita! ¡Anita!

―No, no, es mi última palabra y te tengo que dejar. Me están llamando.

―Pero mañana voy a estar en Lanús todo el día… ―me dijo Martín

―¡Anita! ¡Anita!―gritó Gustavo al mismo tiempo.

―Me están llamando. No puedo seguir hablando. Chau―le dije a Martín y corté. <<Y si te vas a Lanús mañana y no me podés ver, problema tuyo, nene. Resolvé tus cosas>>, pensé y dije:

―Sí, Gustavo ―cuando estuve en la puerta de su despacho.

―Anita ―pronunció con alivio―. Pasá, Anita, siempre pasá, no te quedés en la puerta.

―Bueno… ―le dije y di un paso hacia el interior de su despacho.

―Sentate, Anita, sentate, por favor ―me indicó y lo hice.

―Anita, mirá ―me dijo y giró hacia mí el monitor de su computadora, para que pudiera ver la pantalla en donde aparecían varios modelos de BlackBerry―. Elegí, Anita.

―¿Eh? 

―Sí, Anita, ¿cuál te gusta?

―Pero no sé, ni idea de cuál me puede servir para la empresa ―dije. <<¡La puta madre! ¡Me había olvidado de que hoy tenía que ir a comprar el BlackBerry con Gustavo! ¡Y no se lo dije a Martín!>>, pensé.

―Anita, cualquiera te sirve para la empresa, ¿cuál te gusta?

―Y… no sé… ―dije, después de explorar por unos segundos, con mi vista, los modelos que se me exhibían en la pantalla. <<Hoy no voy con este tipo a comprar el BlackBerry. Ni loca voy. ¡A ver si Martín me ve subiéndome a la camioneta a la salida! ¡Y no me quise ir con él! ¡No!¡Y encima Martín me dijo que dejó el auto en el estacionamiento de la otra cuadra! ¡El mismo en el que Gustavo tiene la camioneta!>>,pensé.

―Pero, Anita, ¿no te gusta ninguno? ¿Querés un Iphone en vez de un BlackBerry?

―¿Eh? No, no…

―Bueno, Anita, elegí el que más te guste entonces.

―Y no sé, Gustavo, cualquiera. Uno que me deje leer los mails de la empresa. Eso es lo único que quiero.

―Pero, Anita, todos te dejan hacer eso. Elegí uno que te guste.

―Bueno, pero si todos me dejan leer los mails, entonces es lo mismo, todos me vienen bien.

―¿Todos, Anita? ―dijo y movió la cabeza hacia los dos lados.

―No sé nada de celulares, Gustavo ―le dije. <<De hombres tampoco sé, pero todos no me dan lo mismo, aunque parezca lo contrario a veces>>, pensé.

―Ok, Anita, ok ―dijo, rendido―. Más tarde, cuando vayamos al shopping, los ves, los tocás, y ahí vas a poder elegir mejor.

―¿Eh? ¿Al shopping?

―Sí, Anita, ¿no habíamos quedado en ir hoy al shopping que está cerca de tu casa?

―Sí, sí, pero bue… bueno…, no sé si hoy…

―¿Por qué no hoy, Anita?

―Eh… por…porque me duele la rodilla ―mentí con descaro―. Por la caída que tuve… ¿no?

―Sí, Anita, ya sé.

―Y por eso, no sé, me gustaría irme a mi casa directamente. No puedo caminar por un shopping así como estoy…

―Pero no vamos a caminar mucho, Anita.

―Y… pero me duele, estoy molesta… ―insistí en la mentira mientras me preguntaba cómo estaría tomando Gustavo Almazán las noticias sobre Martín y yo que con seguridad le había dado Bety ese día.

―Pero hoy saliste a almorzar, Anita, te vi volver con bolsas. Compraste cosas y caminaste para eso, ¿no?

―Sí, sí, caminé, pero no es que caminé mucho que digamos tampoco. Lo que… que …que pa…pasa, es que…que me volvió el dolor hace un rato. Se me agra…agravó ―le dije, con vergüenza. Era la primera vez que estaba mintiéndole a alguien que sabía que yo le mentía y no lo disimulaba.

―Ok, Anita, está bien. Como quieras.

―Otro día vamos, si querés.

―Otro día, Anita, sí, otro día ―me dijo y regresó el monitor de su computadora a la posición inicial.

Me puse de pie.

―Hasta luego ―le dije y salí de su oficina.

―Hasta luego, Anita ―oí.

Me senté en mi silla y traté de concentrarme en un contrato que me había enviado el gerente de legales. Para mí sorpresa, lo hice con éxito. Durante tres cuartos de hora puede analizar cada cláusula del documento sin colocar mis pensamientos en otras personas, cosas o situaciones.

Pero cuando volví a mí me di cuenta de algo grande que me había sucedido momentos antes: las palabras amorosas de Martín no me habían provocado emoción alguna. Porque tal vez no las creía. Porque tal vez no esperaba nada de él. Porque tal vez tanto discurso romántico que me había hecho Ferni una vez había actuado en mí como el dardo cargado de anestesia y tranquilizantes que se le dispara a un animal salvaje para dormirlo. Las palabras ya no me hacían efecto, no me despertaban sentimientos, ni anhelos ni esperanzas. Además, si ni siquiera un tipo tan poco agraciado como Ferni me había querido, ¿por qué podía esperar que ahora me quisiera otro?

Junté mis cosas cuando ya habían pasado las siete de la tarde. No había vuelto a tener novedades de Martín. Los escritorios de Bety y de Ernestina T.  estaban vacíos. Ellas se habían retirado de la oficina hacía rato. Me acerqué a la puerta del despacho de Gustavo Almazán:

―Chau. Hasta mañana ―le dije.

―¿Te vas, Anita?

―Sí, sí, me voy.

―¿Vas para tu casa, no? ―me preguntó y guardó su notebook en un bolso.

―Sí, voy para mi casa ―le dije y se levantó de su silla.

―Bueno, Anita, te llevo, vamos ―me dijo y descolgó una campera de un perchero que tenía en su oficina.

―¿Me…me llevás? ―pregunté.

―Sí, Anita, te llevo, estás con la rodilla mal, ¿no?

―¿Eh? Sí, pero…

―Pero nada, Anita, vamos ―me dijo y me condujo hacia la salida de la oficina. <<¡Ay, Dios! ¡No! ¡No! ¿Cómo zafo de esto? ¿Y si me ve Martín?>>, pensé con miedo.

―Pero mi casa queda un poco lejos, no es necesario que me lleves, no te molestes ―le dije en el pasillo, cuando esperábamos el ascensor.

―No es molestia, Anita, no me cuesta nada. Quedate tranquila ―me dijo y las puertas del ascensor se abrieron.

―Pero no…no me lleves, dejá ―le dije cuando entramos al elevador. <<¿Por qué me quiere llevar justo hoy este tipo? ¡Si nunca me llevó!>>, me pregunté con bronca.

―Te duele la rodilla, Anita, no te voy a dejar irte así, no da que viajes parada en el tren… ―me dijo y se puso la campera mirándose al espejo.

―No, pero a esta hora consigo asiento siempre―dije―. Y no… ―me frené. <<Si le digo que no me duele la rodilla, va a insistir con lo del BlackBerry y estoy en la misma. ¡No puedo tener tanta mala suerte!>>, pensé.

―No me cuesta nada llevarte, Anita.

―No, pero… ―dije y me frené―. Es lejos ―insistí.

―No importa, Anita, no te hagas problema por mí ―me dijo y salimos del ascensor.

Caminamos hasta la puerta de  la empresa.

―Tengo la camioneta en la otra cuadra.

<<Sí, ya sé, en el mismo estacionamiento en donde Martín tiene a su auto nuevo>>,pensé y dije:

―Ah…

―¿Podés caminar hasta ahí o te duele mucho la rodilla, Anita? ―me preguntó cuando ya estábamos en la vereda.

―No… qué sé yo…

―Bueno, mejor busco la camioneta y la traigo hasta acá, ¿no? Quedate, Anita, quedate. Mejor no camines.

―Pero…

―Esperame acá,  ya vengo ―aclaró y se alejó.

Empecé a mirar para todos lados, pero no vi a nadie conocido. <<¿Y si me ve Martín acá qué mierda hago? ¿Y si justo me ve cuando estoy subiendo a la camioneta de Gustavo? ¡Ay, no, no, no! Yo me voy, ¡me voy!, me escapo y listo>>, se me ocurrió. <<Pero no, no puedo hacer eso. ¡No puedo!>>,protesté en mi mente y me escondí detrás de un puesto de diarios que estaba en la vereda de al lado de la empresa. <<Desde aquí no se me ve tanto>>, observé.

A los pocos minutos, Gustavo Almazán estacionó su camioneta en el costado de la calle, a la altura de la entrada de la empresa, pero yo permanecí escondida. Estaba paralizada y no me le acerqué, hasta que comenzó a tocar bocina. Entonces caminé rápido hacia el vehículo, para que no llamara más la atención.

Cuando abrí la puerta, Samuel puso un pie en la vereda. Lo saludé de lejos y me metí adentro de la camioneta.

―¡Anita! ¡Anita! ―me dijo Gustavo y movió la cabeza hacia los dos lados―. No aprendés, eh, no aprendés.

―Bueno… perdón… ―dije con timidez.

―¿Dónde te habías metido, Anita?

―¿Eh?… Estaba en el puesto de diarios, viendo las cosas.

―Ah, ¿y viste algo interesante, Anita?

―No, no, nada…

― ¿Qué camino tomo?

―El que tomás para ir al shopping que está cerca de mi casa. Yo después te digo.

―Bueno ―me dijo y respiró hondo. Bostezó luego. <<Ay; ¡qué cochino! ¡No lo soporto!>>, pensé―. Mañana inauguramos la sucursal Lanús, Anita.

―Sí, sí, yo ya hice todo con eso.

―Sí, Anita, ya sé, ya sé que hiciste todo. No te lo decía por eso. Te lo decía porque voy a estar todo el día allá y voy a quedar cansado para la fiesta.

<<Y hoy Bety me vio con Ezequiel Z.. Seguro que lo reconoció, que supo que era uno de los que hizo el video. ¿Y Gustavo por qué no me pregunta nada de eso? Si ella le debe haber contado. ¿Para qué mierda me está llevando a mi casa ahora?>>, me preocupé.

―Y sí, vas a estar cansado ―dije por decir.

―Pero yo creo que a la vida hay que disfrutarla, Anita. Hoy estoy muerto, por ejemplo, pero igual tengo ganas de hacer cosas.

―Ah…

―¿Vos, Anita?

―¿Eh? ¿Yo? No…

―Hacer algo tranquilo te digo, para irnos a dormir temprano, tipo ir a comer, ¿te parece?

―Pero son la siete y media recién. No es la hora de comer todavía ―le dije con miedo.

―Anita, ¿vos hacés las cosas cuando tenés ganas o cuando las costumbres te lo imponen?

―Y… ―le dije y me encogí de hombros.

―¿Tenés hambre ahora?

―No, no, no tengo hambre.

―Ah, porque yo tengo un poco de hambre. No quedé satisfecho con el almuerzo.

―Ah… habrás almorzado poco ―le dije. <<Yo no almorcé y no me quejo>>, pensé.

―No sé si poco, es que comí en la oficina, en el medio del quilombo, y se ve que no me alcanzó. No le presté atención a la comida.

―Ah, sí, sí, eso no es bueno…― dije por decir, otra vez.

―No, no es bueno, Anita, no es bueno. Hay que tomarse la vida de otra forma. Corté con Sabri el domingo ―dijo y me miró.

―Ah…

―Definitivamente.

―Ah…

―Sí, Anita, sí, volví de jugar al futbol, ella me llamó para salir… y la corté, la corté ahí, en ese momento.

―¿Por teléfono?

―Sí, sí, por teléfono.

―Ah… mirá…―le dije. <<¡Por teléfono! ¡Por teléfono! ¡Sos un hijo de puta!>>, pensé.

―Y ella lo entendió, eh, por suerte lo entendió bien. Así que estoy libre, Anita.

―Ah… mirá vos…―le dije y se produjo un silencio.

―¿Entonces no querés ir a comer, Anita? ―me sorprendió, después de un rato largo.

―¿Eh? ¿A comer hoy?…  Y no, no… me duele la rodilla… quisiera llegar a mi casa ―le dije. <<Está bien, nos gusta más Martín, pero no dejó a la novia todavía y no sabemos si lo va a hacer. Entonces, ¿por qué no aprovechamos y vamos a comer con Gustavo ahora, que ya no tiene novia? Es lindo>>, me dijo una voz interior desconocida. <<¡Porque no! ¡No! ¡Ni loca voy a comer con él! Si a mí este tipo no me gusta. Será lindo, pero con eso solo no hacemos nada. Es un guarango. ¡Que se meta en el culo la puerta de la camioneta!>>, exclamó otra voz interior, la que conocía.

― Ok, Anita, como quieras ―me dijo Gustavo Almazán, con cierto fastidio en su expresión y en su voz, y mi celular emitió un sonido. Había recibido un mensaje. Encontré el aparato en el desorden de mi cartera y leí:

“Nena!!!! Te hacía revolcándote con Martín a esta hora y te fuiste con Almazán??? Contame!!! Seguís enojada conmigo???”

“Sí!”, le respondí a Samuel y anulé el volumen del teléfono, antes de guardarlo de nuevo en mi cartera.

Gustavo condujo en silencio, hasta que tuvimos a la vista al shopping cercano a mi casa.

―Ya estamos, Anita, el shopping ―me dijo.

―Sí, sí, ahora doblá a la derecha ―le indiqué y recordé que hacía un tiempo, Bety me había dicho que yo no podía tener un novio en la empresa, por la información confidencial que manejaba en mi puesto.

―Debe estar nuestra lista de casamiento en “The Biggest”, ¿no?

―Y sí, sí, debe estar ―le dije―. En la próxima, doblá a la izquierda y después seguí derecho una cuadra.

―No me acuerdo la fecha de casamiento. A lo mejor para esta fecha ya nos casamos, ¿no? ―me preguntó y me miró sonriendo.

―Ay, no sé, no me acuerdo tampoco. A la derecha, acá.

―Ok, Anita ―me dijo y dobló.

―Seguí derecho. Son diez cuadras más o menos.

―Muy cerca del shopping vivís, eh.

―Y sí…

―Yo pensé el otro día: nadie nos debe haber hecho regalo por el casamiento.

―Y no, no, obvio que no.

―Porque no leí el contrato completo de la lista de casamiento, Anita. A ver si todavía hay reclamos.

―No, no creo ―le dije y me reí.

―No, no te rías, ¿qué sabés? A veces hay cada cláusula… Lo voy a consultar con mis abogados. ¿Vos tenés la copia de la solicitud?

―¿Eh? No, no… o no sé, estará en la oficina, no me acuerdo.

―Bueno, hay que verla, Anita, hay que verla ―me dijo cuando ya estábamos muy cerca de mi casa.

―¿Pero no te la quedaste vos?

―Si me la quedé yo, Anita, fuimos, eh. Pierdo todo yo, si no fuera por Bety…

―Sí, ya sé…

―Pero si los de “The Biggest” piden indemnización por falta de regalos o porque el casamiento no se hizo, ¿qué hacemos, Anita? ¿Qué hacemos, eh?

―No, no creo que pidan eso ―le dije y vi un auto conocido estacionado a la altura de mi casa. ―. Es en la otra cuadra, a la mitad, del lado derecho―agregué. <<Mi tía. Está mi tía>>, me di cuenta.

―Y no sé, Anita, pero si la piden, ¿qué?, ¿qué hacemos? ―me preguntó subiendo las cejas.

―Y no sé…

―Nos vamos a tener que casar, Anita, eh ―me dijo riéndose.

―Bueno, no creo que sea para tanto. Es acá ―le dije riéndome también y le señalé el frente de mi casa. Me desabroché le cinturón de seguridad.

―¿Acá es?

―Sí, acá ―afirmé y Gustavo frenó la camioneta. La ubicó detrás del auto de Tía Linda.

―No te rías, mirá que yo no les largo un mango a los de “The Biggest”, eh. Nos vamos a tener que casar, Anita, no queda otra, ¿qué decís si nos tenemos que casar? ―me preguntó y me miró fijo. Se acercó un poco a mí.

<<¡Ayyyyyyy!!!! ¿Qué quiere este pelotudo hoy?>>, pensé con desesperación.

―Bueno, no… no… creo que pidan nada… ―le dije riéndome y abrí la puerta de la camioneta―. ¡Gracias por traerme! Chau ―agregué y le di un beso en la mejilla. Salí de la camioneta lo más rápido que pude.

―No cierres, Anita, dejá ―me gritó desde adentro cuando estuve afuera―. Yo cierro desde acá ―agregó y tomó la manija. Cerró la puerta.

―Bueno, chau ―le dije y caminé hasta la puerta de mi casa. Revolví la cartera, encontré las llaves, toqué el timbre, porque mis padres siempre me pedían que lo hiciera, y abrí la puerta. La camioneta de Gustavo comenzó a alejarse.

La vida me sonríe (II)

Ezequiel Z. salió de la oficina y Bety cortó la comunicación.

―Ya llegó el de los televisores. Está subiendo ―gritó.

Me puse de pie y me acerqué a la puerta del despacho de Gustavo. Seguía hablando por teléfono. Le hice una seña para que cortara la comunicación.

―Ya llegó ―le dije.

Gustavo se despidió de su interlocutor y los dos fuimos a esperar  al invitado a la sala de reuniones contigua a la oficina.

La reunión transcurría. Gustavo pedía información sobre modelos de televisores y de monitores, el invitado se la daba, y yo solo podía preguntarme si debía o no agradecerle el gesto a Martín.

Una vez que el encuentro finalizó, regresé a mi escritorio y escribí en mi celular:

“Gracias por lo que me mandaste”, y se lo envié a Martín. <<Está bien así. Del almuerzo no le digo nada. Que insista él>>, pensé. Bety se metió en el despacho de Gustavo Almazán y cerró la puerta.

Martín me respondió al rato: “De nada. Fue un placer”

<<¿Eso nada más?>>, me quejé y me insulté a mí misma por haber variado mi actitud y salir del enojo.

Media hora después, Bety salió del despacho de Gustavo. Se sentó en su silla y retomó su trabajo. Mi celular emitió un sonido. ¡Otro mensaje!

“Cómo está tu rodilla ahora? Podés salir a almorzar conmigo?”, me preguntó Martín.

<<¡Uy! ¡Mi rodilla! ¡Me olvidé de ponerme alcohol! ¡Y las medias, las medias! ¡Me tengo que comprar otras! No puedo andar así todo el día. ¿Y qué carajo hago con Martín? Porque si le digo que sí quedo como que se me fue el enojo muy rápido>>, pensé y escribí:

“Mi rodilla está bien. Y el agradecimiento no implica que me haya olvidado de lo de ayer”, y se lo envié.

“Yo tampoco me olvidé. Traje un monitor de mi casa”, me respondió enseguida. <<Ay, qué forro!>>, observé.

“Bueno, yo lo pago”, le envié.

“Fue un chiste. Un monitor por vos no es nada. No sé qué más hacer para que me perdones por lo de ayer”, me envió enseguida. <<Ay, qué lindo>>, observé esta vez. <<¿Pero qué contesto? ¿Contesto?>>, me pregunté. <<Y sí, contesto>>, me respondí y escribí:

“Pero al monitor hay que reponerlo. Yo lo quiero pagar”, insistí.

“No es necesario. Traje uno de mi casa. Almorzamos hoy? Podés? O cenamos? Lo que prefieras”, me respondió Martín. <<Cenar, prefiero cenar, obvio. ¿Pero se lo digo?>>, me pregunté y Gustavo Almazán se asomó por la puerta de su despacho:

―Bety ―le dijo en voz alta―, acordate de sacar de la lista a la gente que ya avisó que no va a la fiesta de mañana.

―Sí, sí, me acuerdo ―le dijo ella.

―Tincho se bajó también, tachalo ―dijo Gustavo y me miró.

―Ah, ¿Martín se bajó? ―preguntó Bety.

―Sí, se bajó, se bajó. Mañana le entregan un título a la novia y ya sabés, tiene que cumplir, ir a la ceremonia, después cenar con la familia…  Esas cosas que cuando estás comprometido las tenés que hacer―le dijo a Bety―. ¿Está justificado para faltar a la fiesta, no? ―me preguntó sonriendo.

<<¡Por qué no te vas a la puta madre que te parió, pelotudo! Bety te contó lo que dijo Ezequiel y me lo están haciendo a propósito. Pero seguro es verdad lo que decís de Martín>>, pensé y respondí:

―Sí, sí, está justificado ―y Gustavo Almazán regresó a su escritorio.

Un calor me invadió desde los pies hasta la cabeza. ¡Martín me había invitado a cenar hoy pero tenía planeado cenar con su novia y la familia mañana! No lo podía soportar ni justificar. De ninguna manera. Ya tenía experiencia en esas situaciones. Por eso no respondí a su último mensaje. <<¡Son todos iguales!>>, concluí y mi teléfono interno sonó.

―Hola ―dije al atenderlo.

―Hola, nena ―me dijo Samuel―, ¿qué pasó? Se cortó la llamada hoy y después me daba apagado tu celular.

―Sí, sí, porque me caí.

―¿Te caíste?

―Sí, sí, me caí en la calle, ¿qué tiene? ―le dije, de mala manera.

―¡Pero, che! ¿Qué te pasa? ¿Estás enojada?

―Y sí, sí, estoy enojada ―le dije, porque estaba muy fastidiada por lo que estaba pasando con Martín.

―¿Por qué? ¿Ya te enteraste? Mirá que fue Ezequiel el que habló primero, eh.

―¿Eh?  ¿Qué? No, no sé, Ezequiel estuvo acá…

―Ay, bueno, si me mandás a averiguar lo de Rubén G., yo tengo que hablar con la gente, ¿no?

―No, no te entiendo. Ezequiel vino acá pero no me dijo nada de vos. ¿Y por qué te atajas? Algo le dijiste vos. Sos un boludo. ¿Qué carajo dijiste, Samuel?

―No dije nada. Ezequiel me preguntó si salías con Almazán, eso.

―¿Y qué dijiste?

―Y bueno, dudé, tenía ganas de decir que sí, así se mueren de la envidia en riesgo crediticio. Pero en dos segundos razoné y me frené.

―¿Y qué dijiste?

―La verdad, que no salís con Almazán, porque supuse que Ezequiel Z. me estaba sacando información para dársela a Martín N.

―Mmm…

―Es verdad, nena.

―Ay, ay, Samuel, ya te conozco. Seguro dijiste algo más. No me podés hacer una cosa así…

―No te hice nada. Le dije que a vos te gusta Martín. Nada más. Te quise ayudar.

―¡Ay, no, no, pelotudo! ¡No! ¡¿Para qué dijiste eso?!

―Bueno,  lo dije, lo dije.

―¡¿Pero por qué?! ¿Quién te mando? Y seguro no lo dijiste así. Seguro lo dijiste con otras palabras, ya te conozco. Le debés haber dicho que yo estoy muerta por Martín. Seguro.

―Bueno… Ezequiel me dijo también algo, me dijo que Martín está atrás tuyo.

―¿Y quién lo dijo primero de quién?

―Ay, no me acuerdo… ―mintió.

―¡Sos un pelotudo! ―exclamé y corté.

<<Ahora veo por qué tanta atención de parte de Martín. Sabe que me tiene fácil>>, pensé. <<Y Samuel ya me cagó una vez y ahora se cree que me ayuda con lo que hizo. Es un boludo>>, concluí y traté de concentrarme en el trabajo.

“No me contestaste. Estás ocupada?”, me escribió Martín al rato.

Para qué querés almorzar o cenar conmigo?”, le pregunté directamente. Dudé antes de enviar el mensaje, pero al final lo hice.

“Para hablar”, me respondió a los pocos minutos.

“De qué?”, le envié.

“No te voy a tratar mal. Al contrario”, me contestó enseguida.

“Pero de qué querés hablar conmigo?”, insistí. Bety me observaba desde su escritorio.

“Ya sabés…”, me respondió y me adjuntó un corazón rojo. <<¡Ay, qué grasa!>>, pensé y escribí:

“Pero tenés novia”, y se lo envié. <<Tomá, ¡forro!, a ver qué me decís ahora. ¡Metete el corazón en el ano!>>, dije en mi mente.

“Sí, ya sé, pero lo estoy solucionando”, me contestó enseguida.

Bueno, solucionalo y después hablamos”, le mandé. El gerente de recursos humanos entró a la oficina y se metió en el despacho de Gustavo Almazán. Cerró la puerta. <<¿Habrá despidos?>>, me pregunté.

“Lo voy a solucionar porque estoy enamorado de vos y tengo fines serios”, me envió Martín a los pocos minutos. <<¡Uh! ¡Qué lindo si pudiera creerlo! Pero a mí ya me dijeron lo del «momento cúlmine», así que ya sé cómo son estas cosas. Todas mentiras. Difícil va a ser ganarle a Ferni en creatividad>>, pensé. << ¿Y  “fines serios”?, ¡qué antiguo!>>, observé y crucé una mirada con Bety.

“Fines serios para vivir en Arabia, adonde los hombres tienen muchas mujeres a la vez”, le envié.

“Estás muy equivocada. Yo no quiero salir con varias mujeres. Yo solamente quiero a una. Estoy en el pasillo de tu piso. Salí y hablamos”, me respondió y no supe qué hacer.

Mañana no vas a la fiesta de la empresa. Vas a cenar con tu novia. No voy a salir”, me animé a enviarle.

“Dejame que te explique eso. Salí! Te estoy esperando”, leí enseguida.

“No hay nada que explicar”, le envié.

“No es tan sencillo dejar a alguien. Salí!”, me escribió.

“No voy a salir”, le mandé.

“Bueno, entonces decime qué sentís por mí, porque hasta ahora no me dijiste nada”, leí a los pocos segundos.

<<Ay, ¿qué contesto? ¿La verdad? Pero si el tipo tiene novia… ¿para qué incinerarme así?>>, me pregunté y escribí:

“Siento muchas cosas por vos, pero mientras estés con otra no voy a acceder a nada”, y se lo envié.

“Salí entonces. Te quiero ver!!!! Por favor!! Lo de Carolina lo soluciono. Ya te dije”, leí.

“No voy a salir”, me mantuve firme.

“Si no salís en cinco, entro a tu oficina y te saco. En serio”, me escribió.

“No te creo”, le envié.

―Hola ―dijo Martín al entrar a la oficina, a los pocos minutos. Saludó a Ernestina y a Bety con un beso.

―Gustavo está ocupado ―le dijo Bety.

―Sí, sí, ya veo. Igual tengo que hablar con Ana ―aclaró Martín y se acercó a mi escritorio. No me atreví a mirarlo a la cara y mantuve mi vista en el teclado de la computadora.

―¿Cómo estás? ―me preguntó con voz de seductor y se sentó en una silla que estaba pegada a mi escritorio, en frente de mí y de espaldas a Bety.

―Bien, bien, ¿venís para ver el proceso de riego crediticio? ―le pregunté en voz alta, para disimular, con la vista fija en la pantalla de la computadora. Las manos me temblaban.

―Sí, sí, vengo por eso ―me respondió en voz alta―. ¿Leíste bien el contrato con la empresa de informes comerciales? ―agregó y el interno de Bety comenzó a sonar.

―Sí, lo leí, lo leí ―le dije, sin todavía poder mirarlo. Bety atendió. ¡Qué alivio!

―¿Por qué no me mirás? ―me preguntó en voz baja.

―¿Y vos por por qué qué no te vas, eh? ¿No ves que la gente se da cuenta? ―le dije también en voz baja y me animé a mirarlo. Noté que tenía los pómulos colorados.

―¿Y qué te importa que la gente se dé cuenta? ―me preguntó en el mismo tono de voz―. ¿Es por Gustavo?

―Ay, no, no. No di… di…digas más pavadas. Andate, ¡dale! Ya vi… vi… vino Ezequiel hoy, habló de vos, de mí…

―¿Y qué dijo?

―Y… ¿qué va a decir? Dio a entender…

―¿Qué? ―me preguntó Martín. “El potus” nos miraba.

―Ya sa…sa…sabés… andate, ¡dale!

―Bueno, me voy, pero salí, te espero en el pasillo.

―No, no voy a salir.

―Si no salís, entro de nuevo.

―Bueno, pero… pero esperá un rato. Si no va a quedar muy obvio.

―Ok ―dijo y se levantó de la silla―. Chau―agregó al salir de la oficina.

Esperé unos minutos y me puse de pie. Me sentía mal por no poder contener mis ganas de salir al pasillo a encontrarme con Martín.

Y estaba por cruzar la puerta de la oficina, cuando escuché:

―¡Anita! ¡Anita!

<<¡La puta madre! ¿Qué quiere este tipo justo ahora?>>, protesté en mi mente.

―¿Qué, Gustavo? ―le grité.

―Vení, Anita, vení.

―Bueno ―dije y caminé hacia él. Entré a su despacho.

―Cerrá la puerta, Anita ―me pidió y lo hice.

―Sentate ―me dijo y me senté,  al lado del gerente de recursos humanos que todavía estaba en el despacho.

―Anita, ¿te acordás de la encuesta que hicimos para que los empleados propusieran actividades y cosas para pasarla mejor en el trabajo?

―Sí, me acuerdo.

―Nos equivocamos, Anita, nos equivocamos.

―¿Por qué?

―Porque la hicimos anónima. ¿Te acordás que te pregunté y vos me dijiste que era mejor anónima?

―Sí… ―le dije. <<Pero si salió mal no tengo la culpa, che>>, pensé.

―Bueno, Anita, mirá esto―me dijo y desplegó un montón de papelitos sobre el escritorio―: “Paseos en la camioneta del dueño” ―leyó uno―¿Te parece, Anita, esta falta de respeto?

―No, no…

― “A mí que me den la plata que yo con eso veo qué hago para pasarla mejor en el trabajo” ―leyó otro―. Esto mismo lo dicen un montón más, Anita―agregó

―Y bueno…

―Evidentemente la gente está loca o está muy disconforme con su trabajo ―dijo y tomó otro papel―. No, no, esto no lo puedo leer en voz alta ―agregó al ver lo que estaba escrito y lo descartó.

―Si la encuesta era anónima, se podían esperar estas cosas ―observó el gerente de recursos humanos.

―Y sí… no sé…

―Escuchá esto, Anita―dijo Gustavo y tomó otro papel―: “La empresa debería contar con un equipo de terapia intensiva móvil con desfibrilador. También se debería capacitar a los empleados en maniobras de resucitación cardiopulmonar”.

<<Ah, sí, sí, esa fui yo, fui yo, ¿me habrá reconocido la letra? No creo, si ve mi firma nada más. Le doy todo escrito en Word>>, pensé.

―Y bueno…

―Hay cada loco acá adentro, Anita. Mirá que terapia intensiva móvil, ni que esto fuera un geriátrico.

―Bueno… igual a un joven le puede pasar algo, ¿no?

―Hay empresas que cuentan con esas cosas ―dijo el gerente de recursos humanos.

-¿Ah? ¿Sí? ¿Hay? -pregunté sorprendida.

―¿Y qué hacemos, Anita? –me interrumpió Gustavo.

―No, no sé, ¿qué hacemos con qué?

―Con los empleados, Anita.

―Y no sé yo… ―dije y miré al gerente de recursos humanos.

―¿Empezamos con despidos o hacemos otra cosa? ¿Qué te parece, Anita?

―¿Pero cómo despedir gente? Si fue anónima la encuesta, no sabemos quiénes escribieron esas cosas…

―No, Anita, no te digo despedir a los que escribieron estas cosas porque no vamos a poder saber quiénes fueron. Te digo despedir al voleo, al azar.

―¿Y para qué?

―Y para que se asusten y trabajen mejor los que quedan.

―Pero no sé si con esa presión de que en cualquier momento los van a despedir, van a trabajar mejor, Gustavo. Yo no trabajaría mejor si a mi alrededor veo que despiden gente al azar, eh.

―Sí, Anita, trabajarías mejor porque tendrías miedo de que te echen.

―No, no necesariamente. A lo mejor uno se propone trabajar más en esa situación, pero se siente tan presionado, tan preocupado, que rinde menos. No sé. Hay que tener en cuenta la cuestión psicológica, ¿no?  ―dije y miré al gerente de recursos humanos.

―Sí, Gustavo, hay que tener en cuenta eso ―dijo.

<<¿Y a este tipo para qué le pagan?>>, me pregunté.

―Bueno, Anita, entonces hay que pensar en algo. Yo ya apelé a los beneficios…

―Pero por ahí son beneficios que la gente no aprecia. Porque más allá de que fue desubicado que te pidieran plata en la encuesta, hay algo de verdad en eso. A lo mejor dar bonos por productividad, cosas así es lo que quieren. Que el que trabaje bien gane un poco más al final del mes y no actividades o recreación. No sé…

―¿Y cómo sería eso, Anita?

―Ay, no sé, no sé…―le dije. <<Y Martín me está esperando afuera. ¿A ver si entra de nuevo?>>, me asusté.

―Hay que pensar entonces ―dijo Gustavo.

―Sí, sí, hay que pensar ―le dije―. Recursos humanos tiene que pensar ―me animé a agregar.

―Sí, sí, nosotros estamos trabajando siempre, pensando, viendo la evolución de las variables ―dijo el gerente de recursos humanos.

―Armá un plan de premios por productividad. Que no suba mucho los costos ―le dijo Gustavo ―.¿En una semana lo podés tener?

―Sí, sí, o bueno, diez días, ¿puede ser?

―Sí, está bien, diez días están bien. Lo espero ―dijo Gustavo y apoyó sus manos sobre el borde del escritorio ―. Tengo que hacer unas llamadas ahora―agregó, invitándonos a salir de su despacho.

Volví a mi escritorio para hacer tiempo y dejar que el gerente de recursos humanos saliera de la oficina y entrara al ascensor. Miré el celular: había recibido tres mensajes de Martín.

“Y? ”, Me vas a dejar acá?”, “Decí algo!!!”

<<Está bien, salgo, pero no me voy a dejar tocar ni a darle un beso. Nada de nada, ni siquiera compartir un café mientras tenga novia. Y todavía tengo la media rota, ¡qué feo!>>, pensé cuando crucé la puerta de la oficina. Martín estaba en el pasillo. Cuando me vio aparecer, caminó hacia mí con una gran sonrisa en su rostro.

―¡Al fin saliste! ¡Tardaste mucho!―me dijo y me apoyó las manos en la cintura. Intentó darme un beso.

―¡No! ¡No! ―le dije y le saqué las manos.

―¿Por qué?

―Porque no, además hay cámaras acá.

Bueno, vamos a la escalera ―dijo y me tomó de un brazo―, que ahí no hay cámaras ―agregó e intento llevarme.

―¡No, no, no! ―exclamé y traje el brazo hacia mí, soltándome.

―Bueno, no te enojes.

―No… no… no… meme enojo. Pe…pero voy a hacer nada, no voy a hacer nada. Eso quiero decir, de nada. Vos tenés novia y yo…

―Ya te dije que eso lo estoy solucionando ―me interrumpió y apoyó sus manos en mi  cintura de nuevo. Mi espalda quedó pegada a la pared del pasillo.

―Bueno, solucionalo primero ―le dije. Su boca estaba muy cerca de la mía―. Porque…porque… mañana vas a estar con ella, ¿no?

―¿Y cómo te enteraste de eso?

―No… no… no importa cómo me enteré. Me enteré, me enteré y eso es lo que importa. No te justifica cómo me enteré.

―No, ya sé. Pero mirá: mi novia, bah, no, Carolina, sabe que yo no la quiero. Lo sabe. Yo se lo dije. Es más, yo te llevé a tu casa el otro día y te pedí que habláramos el lunes, ¿te acordás?

―Sí, pero no me llamaste.

―Bueno, pero vos te fuiste con Gustavo en Mar del Plata.

―¿Y eso qué tiene que ver?

―Que yo no sé si tenés algo con él.

―No lo tengo. Ya te lo dije. ¿Qué voy a tener yo con Gustavo? También te lo debe haber dicho Ezequiel hoy, ¿no?

―Sí.

―Bueno.

―Ana, yo te quiero desde que estábamos en riesgo crediticio ―me dijo y me acarició la cara.

―Ay, no sé… ―balbuceé  y se me vino Verónica a la mente.

―Sí sabés ―dijo y me quiso dar un beso.

―¡No! ―exclamé y le corrí la boca y le saqué las manos de mi cintura.

―Bueno, perdoname. Te quiero dar un beso. No es para tanto,¿no?

-Pero tenés novia.

-Pero escuchame, ¿sí? , escuchame. Yo pensaba hablar el fin de semana con ella. No quería que viniera a Mar del Plata conmigo tampoco, pero el viernes fue el aniversario de mis viejos. Lo festejaron acá. Te lo conté también cuando te llevé a tu casa.

―Sí, me contaste lo del aniversario ―dije y él volvió a poner las manos en mi cintura y acercar su boca a la mía.

―Bueno, el viernes Carolina cayó en mi casa, en el departamento, con dos anillos de oro, carísimos, de regalo para mis viejos.

―Ah…

―Y bueno, ¿qué querías que hiciera? ¿Qué la dejara esa misma noche después de ese regalo?

―Bueno, no sé…

―También le dije veinte veces que en Mar del Plata se iba a aburrir, que yo iba a estar trabajando todo el día, que no le iba a dar bola y ella quiso venir igual.

―Bueno, pero después… ¿porque viste? Estaba yo en la habitación de al lado… ―le dije y le saqué las manos de mi cintura de nuevo.

―Es que yo no sabía que vos ibas a ir a Mar del Plata. No sabía, si vos me habías dicho que no el jueves.

―¿Y qué tiene que ver eso?

―Tiene que ver, porque yo en Mar del Plata me zarpé con vos, me zarpé y ella se dio cuenta, ¿entendés?

―Ah, claro, entonces…

―Entonces nada, porque… ―dijo y respiró hondo―. Bueno, hay cosas íntimas que me da vergüenza contarte ahora. Pero no fue lo que vos pensás. Me fui del hotel cuando amaneció, nos fuimos, porque ella te vio en el balcón. Y ahí ya no se lo negué, por eso no nos volvimos con ustedes. No quise que se cruzaran de nuevo.

―¿Qué no le negaste?

―Que me pasa algo con vos.

―Ah…

―Así que lo sabe, se lo dije. ¿Pero qué querés que haga? La mina, ahora, en vez de mandarme a la mierda, me dice que va a luchar por mí. No sé qué carajo hacer. Me desconcierta..

―¿Y por eso mañana vas a cenar con ella y la familia?

―Es que no la puedo dejar ahora. Mañana le entregan el título de la facultad. Se recibió el año pasado.Y si la dejo hoy o mañana, le cago el día, ¿entendés?

Sí... ―dije―. Eh… no, no, no entiendo ―reaccioné.

―Ana, mañana es jueves. La acompaño a la ceremonia de entrega de títulos, voy a la cena con la familia, todo eso. Y el viernes hablo con ella y le digo que no quiero saber más nada. Pienso hacer eso. Aguantame hasta el viernes, ¡dale! ―me dijo y me puso las manos en la cintura de nuevo.

―¿Hasta el viernes? ―le pregunté.

―Sí, son dos días, bah, ni dos enteros ―me dijo e intentó darme un beso de nuevo. Le corrí la cara y le saqué las manos de mi cintura.

―Bueno, después del viernes nos vemos entonces.

Martín suspiró y miró hacia abajo.

―Te estoy diciendo la verdad, Ana.

―Es que… que… va más allá de la verdad. Yo entiendo que le cagas el día de la entrega del título si la dejas, pero tampoco me cae muy bien que vayas a la ceremonia, que después vayas a cenar con la familia como si nada y que sepas que al otro día la vas a dejar, ¿no te sentís un falso por hacer eso?

―Sí, sí, ya lo pensé a eso, ya lo pensé ―me dijo nervioso y se revolvió con la mano el pelo de la nuca―. Pero no sé qué mejor salida hay. No sé. Es un quilombo dejar a alguien. Me da mucha culpa. No sé cómo proceder bien ―agregó y Bety apareció en el pasillo.

La miramos y nos quedamos en silencio. Ella nos pasó por al lado y se metió en el baño.

―Bueno, me voy―le dije y di un paso hacia la oficina.

―No, no ―me dijo Martín y me detuvo, tomándome de un brazo―. Esperá.

―Tengo que volver. Ya me vieron boludeando todo el día.

―Bueno, ¿vamos a almorzar, no?

―No, no, no vamos a almorzar, no. Ya te dije. Mientras tengas otra novia, conmigo no…

―¡Pero es almorzar juntos nada más! ―me interrumpió.

―Sí, sí, pero no, no.

―Ya te dije que el viernes voy a hablar con ella, Ana. Mañana la voy a ver, nada más.. Vamos a estar con la familia. No la voy a tocar. No va pasar nada más con ella.

―Bueno, sí, pero no, no voy a ir a almorzar.

―No, pero al final a Rubén G. le diste todo y a mí me negás hasta lo mínimo.

―¡No le di todo a Rubén G.! ¿Qué decís, nene?

―No digo nada, pero él tenía novia, ¿no?

―Sí, sí, pero no le di todo, eh, no digas boludeces.

―Bueno, perdoname. Estoy muy nervioso.

―Está bien, me tengo que ir. Chau ―le dije y di un paso hacia la oficina.

―No, esperá ―me dijo, me tomó de la cara desde atrás y me dio un gran beso de costado, en la mejilla ―.Chau ―agregó luego y se alejó.

La vida me sonríe (I)

Buenos Aires, octubre de 2011.

A la media hora de haberme enviado el mensaje, Martín llamó, pero dejé sonar el teléfono y no lo atendí. No sé bien por qué, si por el enojo o por el miedo de enfrentarlo. Volvió a llamar a los pocos minutos y no varié mi actitud. <<Que se joda>>, pensé con gusto.

Llegué a mi casa sin haber tenido más novedades de él. Me senté a la mesa, a cenar con mis padres, y dejé el celular al lado del plato.

― ¿Para qué ponés el celular ahí? ¿Te tiene que llamar Almazán? ―me preguntó mi padre.

―No, no ―le respondí.

― ¿Y para qué comés con el celular a mano? ―se metió mi madre―.Nunca lo ponés en la mesa. Sabés que me revienta la gente que está tiki tiki con el telefonito todo el día, como taraditos.

―Bueno, pero yo no estoy así, mamá. Nada más lo tengo acá, a la vista, ¿tanto lío por eso?

―Pero si no te tiene que llamar Almazán no sé para qué lo tenés al lado ―dijo mi padre y se metió un bocado de puré de zapallo en la boca.

― ¡Ay, bueno, no me jodan más, che! ¡Qué pesados! Si me siguen rompiendo agarro el plato y me voy a comer a mi habitación, eh.

―Si hacés eso acordate de que tus padres algún día se van a morir y no los vas a tener con vos ―dijo mi padre―. A comer al cementerio con ellos no vas a poder ir y ahí no te va a servir de nada arrepentirte, eh, va a ser muy tarde.

―Y además ensucias tu habitación y después la que limpia soy yo ―agregó mi madre.

 << ¡Ay, Dios, que alguien me rescate de esta vida!>>, rogué en mi mente y dije:

― Bueno, no sean exagerados, no es para tanto, ya está, quiero comer tranquila. Estoy cansada

―Si le hubieras hecho caída de ojos a Almazán en Mar del Plata no estarías tan cansada, no te haría trabajar tanto ―dijo mi padre.

―Ay, ¡pero qué decís! ¿Seguís con ese tipo? ―se quejó mi madre―. Si ni la acompañó hasta acá a la vuelta del viaje a Mar del Plata. Si no la íbamos a buscar nosotros, la nena se hubiera tenido que volver en colectivo con el bolso cargado. Un mal educado es ese Lamazán e insistís con él, ¿qué te pasa?

―Me pasa que yo la conozco a mi hija y antes de que se enganche con el atorrante ese de la gorrita y de la sandalias. ¡Por favor! Con bermuditas… ―dijo mi padre.

La referencia era clara: hablaba de Martín. ¿Pero por qué? Si no sabía nada de lo que me estaba sucediendo con él. Solo lo había visto una vez,  pocos días antes, en la puerta del edificio de Gustavo Almazán, cuando nos encontramos para viajar a Mar del Plata.

 ― ¿Eh?? ¿De quién hablás? ―pregunté, fingiendo no saber. No podía creer que mi padre hubiera adivinado mis sentimientos.

―Ay, no le des bola, dice pavadas ―acotó mi madre.

―No, no digo pavadas. Si vos me dijiste que el atorrante ese era el que la había llamado una vez y le pasó una canción ―le dijo mi padre a mi madre―. A mi casa ese delincuente no entra. Que se vaya a otro lado ese tipo con los dedos al aire y la gorrita. Primero, que aprenda a vestirse.

―Pero… ―dije y mi celular emitió un sonido―. ¿Qué le dijiste, mamá? ―pregunté y miré el teléfono.

―Nada, nada, le hice acordar que el chicho ese te había llamado una vez. Nada más.

― ¡Pero fue hace como dos años, mamá! ―exclamé y tomé el celular. Había recibido un nuevo mensaje. Era de Martín.

―Sí, ya sé que fue hace mucho. Y además el chico tiene novia ahora…dijo mi madre―. Todos tienen novia… ―agregó, resignada. “Perdoname”, leí en el teléfono. << ¡Morite, pelotudo, con eso no me vas a arreglar! ¡Necesito más! ¡Mucho más!>>, pensé y me serví un poco de vino en el vaso.

―No importa cuándo fue, lo que importa es que a vos te gusta el atorrante ese. Ya me di cuenta ―me acusó mi padre.

―Ay, no, no, papá, ¿a mí? ―exclamé―.No. Además, otro con novia no, ya sabés lo que me pasó con Ferni, eh, que ni siquiera me gustaba, pero bueno… tanto insististe…

― ¿Pero si este la deja? ―preguntó mi madre―.No seas boluda como fuiste con Ferni, pero demostrale interés.

―Aunque deje a la novia, acá no entra el tipo ese, eh, no entra ―advirtió mi padre.

― ¡Pero, papá! ¿Qué decís? ¿Qué tiene? Además, ni que quisiera entrar….

―Ah, no sé, no sé, yo intuyo algo. Y a mí no me gusta, no me gusta ese tipo. Te aviso para que lo sepas. ¿Quién te escribió ahora? ―me preguntó mi padre y mi madre me miró expectante.

―No, nadie, nadie, Carla era ―dije y me preocupé, pues parecía que mi padres habían adivinado lo que me pasaba sin yo haberles pronunciado palabra al respecto. << ¿Me leerán los pensamientos?>>, me pregunté.

― ¿Y te pasó algo más? Porque estás con algo raro hoy. Algo te pasó. Yo te conozco ―dijo mi madre―.Estás rara.

―Ay, no, no, no digas pavadas, no estoy rara, mamá,  no me pasó nada. ¡Y por qué no la terminan! ¡Quiero comer tranquila! ―dije y mi celular emitió de nuevo el mismo sonido. Otro mensaje.

―Hoy fue a ver a la chanta esa de la psiquiatra. Andá a saber las boludeces que le mete en la cabeza― le dijo mi padre a mi madre―. Por eso está rara. Y ahora me quedo más preocupado, porque es mejor Almazán. Por lo menos, se sabe vestir, no como ese atorrante que anda con gorrita y  sandalias de pordiosero.

―Eran de Huss Puppies las sandalias, papá, no era de pordiosero justamente, eh ―le dije riéndome.

―De Chuku Papi o lo que sea, no me gusta ese tipo. Y cuando tu padre te dice algo sabés que no se equivoca ―me advirtió. <<Sí, papá, no te equivocas, claro. Acordate de Ferni>>, pensé y agarré el celular con disimulo.

―Mejor las sandalias que esas zapatillas que dan lástima que usas vos ― le dijo mi madre. “No te quise ofender. Solamente quiero saber cómo estás y  después no te molesto más. Contestame, por favor”, leí.

―Dale, dale, incentiva a tu hija para que termine con un atorrante. A vos te gustan los atorrantes. No sé para qué te casaste conmigo, porque yo, atorrante no soy ni nunca fui ―siguió mi padre.

―Ay, no es atorrante, che, ¿qué sabés cómo es? Además, es lindo chico ―dijo mi madre.

―Pero tiene novia, mamá ―dije y dejé el celular sobre la mesa de nuevo. <<Que se muera esperando respuesta. ¡Qué lindo poder hacer estas cosas!>>, pensé y me puse contenta. <<Al final, cuando una más loca parece, mejor le va>>, concluí.

―De lindo no tiene nada, no sé qué le ven al tipo ese. Es más buen mozo Almazán.

―Sí, Lamazán es lindo también…

―Almazán, mamá ―la interrumpí.

―Bueno, es lo mismo, che ―dijo mi madre y mi celular emitió de nuevo el sonido de notificación de mensaje.

― ¿Pero qué le pasa a Carla? ¿Por qué no le decís que estás comiendo y que se deje de hinchar las pelotas a esta hora?

―Bueno, papá, no es nada ―le respondí y agarré el teléfono. “La estoy pasando muy mal desde que volví a la empresa y ahora no sé si no me contestás por el enojo o porque estás con alguien y no podés hacerlo.  La voy a pasar peor!”, leí. <<Ay, ¿qué dice?, ¿estará en pedo este pibe? ¿Qué hago? ¿Sigo sin contestarle?>>, me pregunté. <<Y sí, sigo así. Parece que funciona la estrategia>>, me respondí. <<¡Y que la siga pasando mal mientras coge con la novia, pelotudo! Porque al final, todo el mundo coge y coge. Y yo cogí una vez sola, hace como dos años ya, y ni completa, ¡y con Ferni, encima!>>, pensé.

Terminé de comer esperando que los mensajes continuaran, pero no lo hicieron. Me fui a dormir a las dos de la mañana, resignada a que la pequeña alegría que había tenido ya se había acabado. <<Pero algo es algo, porque, después de todo, un poco me rogó. Tengo que estar contenta. Y a lo mejor mañana sigue>>, pensé y cerré los ojos. Por suerte Martín todavía no me quitaba el sueño.

Al otro día, me desperté sintiendo una pequeña molestia en el oído derecho. Cuando abrí la boca para pasarme el cepillo de dientes, me di cuenta de que no podía hacerlo bien. Conforme separaba más lo labios, me invadía un dolor en la zona de la articulación derecha de la mandíbula. Los nervios que había pasado por la situación que había vivido con Martín el día anterior me habían hecho apretar mucho los dientes, provocándome algún tipo de lesión que se estaba haciendo sentir. Pero podía vivir con ella si no abría demasiado la boca.

Por eso no me desanimé y me dispuse a vestirme con lo mejor que tenía: una pollera y medias negras, zapatos con plataformas, un cinturón ancho y una camisa blanca.

Solo me abrigué con un fino saco negro y me morí de frío hasta que subí al tren. No me importó, porque me sentía sexy con mi vestimenta y eso me daba calor interior.

Todavía estaba en viaje cuando mi celular sonó. Ilusionada, busqué el aparato en la cartera. Miré el número en el display y atendí, ya desilusionada.

―Anita, a las diez tenés que estar en la empresa. No llegues tarde hoy, por favor ―me dijo Gustavo Almazán.

―No, no, hoy no voy a llegar tarde. Ya estoy en el tren. En veinte minutos llego a la empresa. Y son las nueve y media recién…

―Bueno, Anita, mejor, mejor, mirá que arreglé una reunión con un tipo que va a empezar a fabricar televisores y podemos tener la distribución exclusiva. Va a venir a las diez. Tenés que estar. ¿Te había comentado ya algo de esto, no?

―No, no me habías dicho nada.

― ¿No te había dicho nada, Anita?

―No, no me habías dicho nada.

―Ok, no importa, Anita. Apurate ―me dijo Gustavo Almazán y cortó.

Bajé del tren y caminé en dirección a la empresa. Cuando estaba a dos cuadras, mi celular comenzó a sonar. Abrí la cartera y lo encontré:

―Hola ―dije al atender y seguí caminando por la vereda.

―Hola, nena, ¿cómo andás? Ayer no pude… ―me dijo Samuel.

―Ah, sí, cierto, me tenías que averiguar lo de Rubén G. …―lo interrumpí.

―Bueno, sí, pero eso…, ¿por dónde andás? ¿Ya estás en la empresa?

―No, no llegué todavía. Estoy a una cuadra y media. Ya llego. ¿Entonces no me averiguaste nada?

―No, sí, sí, te averigüé.

―Y bueno, ¡decime!

―Mirá, recién recién me lo encontré a Ezequiel Z. en la entrada.

―Pero, ¡dale! ¡Sé directo! No me interesa ni cuándo ni dónde te lo encontraste. ¡Contame qué te dijo! ―exclamé y miré el reloj. Apuré mi paso, porque ya eran las diez menos cinco― ¡Porque ya llego a la empresa y tengo una reunión y no me voy a bancar la intriga tanto tiempo!

―Bueno, te digo: el enano maldito contó que vos le dijiste que eras virgen, la verdad, ¿no? Porque vos se lo dijiste…

―Sí, sí, ya sé que yo se lo dije. Ya lo sé. No me tenés que hacer acordar, eh. Seguí, ¡dale!

―Bueno, dijo que le pediste que te cogiera.

―Ay, ¡qué hijo de puta ese enano de mierda mal nacido!

―Y que él estaba dispuesto, pero que se arrepintió a último momento, por la novia…

― ¿Eso dijo?

―Sí, eso.

―¿Eso solo?

―Sí, eso solo.

―No te creo. Contame todo ―dije. Estaba a muy pocos metros de dar vuelta una esquina, luego de la cual estaba la puerta de la empresa ―Dale, que ya estoy llegando―agregué y la plataforma de uno de mis zapatos chocó contra una baldosa que estaba sobresalida. Vi al celular y al bolso con la computadora volar delante de mí mientras mis manos detenían el piso que iba directo a estrellarse contra mi cara―. ¡Ay, la puta madre! ―exclamé cuando ya estaba acostada boca abajo en las baldosas.

―¿Estás bien? ¿Te ayudamos? ―me dijeron dos hombres y me tomaron de los brazos para levantarme.

―Sí, sí, estoy bien, estoy bien. Gracias ―les dije y sacudí mi rodilla izquierda. La media se había roto y dejaba ver un gran raspón. Me salía un poco de sangre.

―Pero te lastimaste. ¿Te duele? ―me dijo uno de los hombres. Había recogido los pedazos de mi celular y me los dio. El otro me alcanzó el bolso con la computadora.

―No, no, no me duele mucho. Estoy bien. Gracias. Trabajo acá a la vuelta. Ahora me veo la herida ―les dije.

―Bueno,  bueno, ponete alcohol ―me dijeron y se alejaron―. Chau, linda ―agregó uno.

―Chau, chau, ¡gracias! ―le dije― Por lo de linda, sobre todo―agregué en voz baja, cuando sabía que no podía oírme.  <<¡Pero la puta madre que los re mil parió! ¡Y ya son las diez! Acá no hay nada cerca para comprarme otras medias. Y esto sangra>>, exclamé en mi mente mientras caminaba casi agachada, dando vuelta la esquina, con la mano cerca de la herida en la rodilla. <<Ay, no, no, ¡qué papelón estar con la media así rota!>>, me dije y miré hacia adelante.

Martín estaba en la vereda de la empresa, con la espalda apoyada contra una ventana de vidrio, justo al lado de la entrada. Lo vi y frené mi marcha. Él me vio y separó su espalda del vidrio. Junté coraje y retomé mi paso. Pensaba pasarle por al lado y entrar a la empresa sin siquiera mirarlo, pero él se adelantó y comenzó a caminar hacia mí. Cuando estuvo cerca, exclamó:

―¡Eh! ¿Qué te pasó? ―y fijo su vista sobre mi rodilla lastimada.

―Nada, nada ―le dije y lo esquivé, dejándolo atrás.

―Ana, Ana ―me siguió―, te estaba esperando. No me contestaste los mensajes. Yo sé que estuve mal. Perdoname ―dijo y puso una mano sobre mi brazo izquierdo.

―Sí, estuviste re mal, nene ―le dije y alcancé la entrada de la empresa.

―¡Uh, cómo tenés eso! ―dijo mirando mi rodilla lastimada de nuevo.

―Sí, sí, ya sé, ya sé ―le dije y él me la tomó por la parte de atrás y la elevó un poco. Tuve que apoyar una mano en la pared para mantener el equilibrio, parada sobre un solo pie.

―Te tenés que poner alcohol y vendártela. ¿Tenés? Me preguntó.

― ¿Qué pasó, Anita? ―dijo Gustavo Almazán, asomándose por detrás de  mí, en la vereda.

―Me caí ―le dije y Martín soltó mi rodilla.

― Bueno, no es nada, Anita ―observó.

―No, no…

―¿Qué tal, Tincho? ―le dijo Gustavo y lo saludó dándole la mano.

―Bien, bien ―le dijo él.

―Bueno, Anita, vamos que ya está por llegar el de los televisores ―me dijo Gustavo Almazán y cruzamos la puerta de entrada.

Los tres nos quedamos parados en la puerta del ascensor, esperándolo.

―No digas nada en la reunión, Anita. Dejemos que el tipo hable y veamos qué propone. Tomá nota de la información que da. Nada más. Estate atenta a eso porque hablando la gente se pisa.

―Sí, sí –le dije y el ascensor abrió sus puertas delante de nosotros―. Aunque con la media así rota… me tendría que ir a comprar otra…

―No hay tiempo, Anita. Ahora te sentás en la mesa de la sala de reuniones y listo ―me dijo Gustavo Almazán mientras entrábamos al ascensor ―.Sentada no te va a ver la media rota.

―Bueno, pero aunque sea dejala que se pase alcohol y se ponga una venda antes ―le dijo Martín, que había subido al ascensor con nosotros―. Se puede infectar…

―Sí, sí, ¿tenés esas cosas, Anita?

―No, me tengo que ir a comprar…

―Pero no hay tiempo, Anita. Bety tiene un botiquín me parece ―especuló Gustavo y el ascensor abrió sus puertas en el segundo piso.

―Chau, hasta luego ―dijo Martín y salió.

―Ay, Anita, Anita ―dijo Gustavo, subió las cejas y fijó sus ojos en los míos. Me encogí de hombros y le mantuve la mirada ―. Hoy vamos a comprar tu Blackberry, eh.

―Ah, sí, sí.

―Nos vamos temprano, a las siete más o menos, ¿está bien?

―Sí, está bien.

― ¿Vamos al shopping ese que está cerca de tu casa?

― Sí, sí….

―Así de paso vemos cómo andan los de “The Biggest”, Anita. ―me dijo y yo recordé que me tenía que comprar un vestido, para la fiesta del día siguiente y para el casamiento de mi amiga “Hiperactiva”. <<Me lo compro en la hora del almuerzo, porque con este pelotudo al lado no me voy a comprar un vestido en el shopping. Y el otro pelotudo de Martín me estaba esperando en la puerta. Eso me dijo. ¡Me estaba esperando!>>, pensé y el ascensor se detuvo en el último piso. Salimos.

―Ay, Ana, ¿qué te pasó en la rodilla? ―exclamó Bety cuando la saludé, al entrar a la oficina.

―Me caí acá a la vuelta. Me raspé.

―Mucho te raspaste ―afirmó.

― ¿Tenés alochol y esas cosas? ―le pregunté.

―No, no, bah, no sé, no me acuerdo…

― ¿No llegó el de los televisores, no? ―le preguntó Gustavo Almazán.

―No, no llegó ―le dijo Bety y él se metió en su despacho.

―Bueno, entonces aprovecho y voy al baño ―le dije y fui, con la cartera en la mano.

Me limpié la herida con agua y jabón y luego junté las partes de mi celular y lo armé. Lo prendí y funcionaba. Tenía dos mensajes que daban cuenta de dos llamadas perdidas de Samuel. Puse el aparato en mi cartera y salí del baño.

Cuando caminaba por el pasillo, el teléfono emitió un ruido. ¡Mensaje nuevo! Lo saqué de la cartera, vi que era de Martín y leí:

“Vamos a almorzar? Necesito que hablemos”

Sin responder, entré a la oficina. Me senté en mi escritorio. Prendí la computadora, leí algunos correos y escuché la voz de Ezequiel Z.:

―Hola, permiso, ¿qué tal, Ernestina? ―le dijo y le dio un beso ―. Mucho gusto, ¿qué tal?, permiso ―agregó y saludó a Bety.

―Qué tal, qué tal ―le dijo Bety, con antipatía. Observé que Ezequiel cargaba una bolsa con el logo de una farmacia.

―Hola, Ana, ¿cómo andás? ―me preguntó y me dio un beso. <<¡Pero qué hace este pibe acá! ¡Por Dios! Menos mal que Gustavo está hablando por teléfono. Si no sale y lo mata acá por lo del video! Y yo no puedo hablar>>, pensé y Ezequiel dejó la bolsa sobre mi escritorio― Tomá, esto es para vos ―me dijo ―. Te lo manda Martín ―agregó y sonrió.

―Ah… ―dije y vi que adentro de la bolsa había alcohol y una vendas.

―Te lo fue a comprar a la farmacia de acá a la vuelta.

―Ah, ah, gracias, gra… gracias ―le dije y observé que Bety me miraba. Ezequiel estaba de espaldas a ella.

―Te lo traje yo porque él no se anima ―dijo Ezequiel―.Es tímido Martín―agregó y me guiñó un ojo ―. ¿Cómo son estas cosas, no? ―siguió y se dio vuelta―. No se anima―insistió mirando a Bety―. Le tuve que traer yo las cosas para la herida, porque él no se anima ―le dijo―. Tiene que hacer algo esta chica, ¿no?

―No, no sé de qué hablás. ¿Quién no se anima? ―le preguntó Bety.

―Martín no se anima ―afirmó Ezequiel y se produjo un cruce de miradas  a doscientos veinte volteos entre “el potus” y yo.

― ¿Qué Martín? ¿Martín N.? ¿El de sistemas?―inquirió Bety.

―Sí, sí, el de sistemas. Hace un montón que está atrás de ella y ella nada, nada ―siguió Ezequiel y me di cuenta de que debía frenarlo. Me puse de pie.

― Pero tiene novia ―dijo Bety y su teléfono interno comenzó a sonar.

―Sí, pero ya fue la novia. Si Ana le dice que sí, ya está eso ―dijo Ezequiel y Bety atendió la llamada―. ¿A vos te gusta Martín, no? Me lo dijo Samuel…―me preguntó.

―Ay, andate, Ezequiel, andate, no es para decir estas cosas acá ―le dije y me senté de nuevo.

―Bueno, está bien, no te enojes.

―No, pero andate, andate, dale―le dije con fastidio, pero feliz por lo que había oído acerca de Martín.

La loca del matafuego (II)

Caminé por el pasillo y me metí en el primer baño que encontré. Cerré la puerta y comencé a sentir una molestia en la última muela de mi boca, que me llegaba al oído. Había apretado los dientes superiores contra los inferiores con mucha fuerza, demasiada para que no me cobraran una multa.

Lloré durante un rato largo. No sabía si lo hacía por la desilusión con Martín o por la vergüenza que me daba el haber reaccionado como lo había hecho recién. Me sentía un loca de atar, merecedora de un chaleco de fuerza. << ¡Ridícula, boba, estúpida!>>, me dije varias veces.

Cuando pude recuperarme un poco, me enjuagué los ojos con agua, salí del baño y emprendí el camino de regreso a mi oficina:

― ¡Ay, nena!! ¡¿Cómo estás?! ¡¿Qué te pasó?! ―me preguntó Samuel, a quien me encontré de casualidad en el ascensor.

― ¿Por qué?, ¿se me nota?

―Sí, nena, ¿estuviste llorando, no? ¿De dónde venís? ¿Qué te pasó?

― ¿Se me nota que estuve llorando?

―Sí, sí, se te nota, boluda, se te nota, ¿qué carajo pasó?

―Nada, nada ―le dije y llegamos al último piso, el mío―. Volvé, volvé a tu oficina, Samuel ―agregué y salí del ascensor.

― ¿Pero qué pasó? ¡Decime! ―me gritó desde adentro.

―Nada, nada, pero averiguá, averiguame qué dijo el enano maldito de mí. Averiguame eso.

― ¿Qué??

―¡Preguntá en riesgo crediticio, Samuel!  El enano maldito abrió la boca. Averiguá, boludo, ya sabés de qué―le dije y la puerta del ascensor se cerró ―Chau ―pronuncié cuando ya no pudo oírme.

Pasé por el baño del último piso y me enjuagué la cara de nuevo. Tenía los ojos rojos, pero debía volver a la oficina.

― ¡Anita, Anita! ―exclamó Gustavo Almazán cuando me vio entrar. Estaba parado junto al escritorio de Bety―. ¿Adónde te habías metido? ―me preguntó―. ¿Qué te pasó? ―inquirió, cuando me tuvo cerca.

―Nada, nada.

―Pero sí, Anita, algo te pasó. ¿Qué tenés?

―Tenés los ojos muy rojos ―observó Bety.

―No, no sé, no me pasó nada ―aseguré.

―Vení, Anita, vení ―me dijo Gustavo Almazán y me condujo al interior de su despacho.

Cerró la puerta.

―No me pasó nada, eh ―le dije.

―Anita, sentate, por favor ―me indicó y lo hice―. ¿A dónde estabas? ―me preguntó y se sentó también, en frente de mí.

―Estaba firmando el contrato de los informes comerciales.

―Ah, ¿y con quién?

―Con Martín.

―¿Con Tincho?

―Sí.

― Pero tardaste mucho, Anita, estuviste una hora afuera de la oficina.

―Es que eran muchas hojas ―le dije. <<¿Este sabrá algo de lo que pasó? ¿Martín le habrá dicho que le rompí el monitor en el tiempo que pasé en el baño?>>, me pregunté.

―Sí, ¿pero una hora, Anita? ¿Y ahora venís así? ¿Una hora con Tincho estuviste?

―Y sí… ―le dije.

― ¿Pasó algo con Tincho, Anita?

―No, no, no pasó nada.

― ¿Seguro, Anita?

―Sí, seguro ―dije. <<Ay, ay, este sabe, este sabe. El forro de Martín me debe haber mandado al frente>>, pensé.

―Bueno, Anita, ¿pero por qué estás así?

― ¿A…así cómo?

―Y así, Anita, así, tenés los ojos rojos, estás colorada, parece que vinieras de correr una maratón.

―No… no… pero … ―dije ―, me… me sentí mal, me bajó la presión.

― ¿Te bajó la presión? Pero me hubieras dicho…

―No, bueno, es que ya estoy mejor. Tardé porque me quedé en el baño un rato. Hasta recuperarme.

― ¿Y Tincho te auxilió?

― ¿Eh? …no, no.

― ¿Y por qué? ¿No se dio cuenta? ¿Estabas sola con Tincho, Anita?

―No, no se dio cuenta. Me sentí mal cuando salí de su despacho y me metí en el baño, ¿qué tiene? ―me animé a decirle, no de muy buena manera.

―No, no tiene nada, Anita, nada.

―Bueno, ya estoy mejor ahora.

― ¿Segura?

―Sí, sí, segura ―dije y atiné a ponerme de pie.

―No, no, Anita, no te vayas, esperá ―me dijo y me quedé―. ¿Ya sabés qué modelo de BlackBerry querés?

― ¿Eh? ¿De BlackBerry? … no, no…

―Bueno, Anita, entonces hoy a la salida vamos y elegís el que te guste. Te acompaño y lo compras conmigo.

― ¿Eh? ¿Hoy?… pero no, no, hoy a la salida no puedo.

― ¿Por qué, Anita? ¿Qué tenés que hacer?

―Tengo terapia a las siete.

― ¿Terapia, Anita?

―Sí ―dije y Gustavo Almazán me miró con seriedad. Me encogí de hombros.

― ¿Y para qué vas a terapia, Anita? ¿Qué problema te aqueja?

―No, qué sé yo, no sé… nada en especial, pero… bueno, mucha gente va a terapia, ¿no?

―Sí, Anita, ya sé que mucha gente va. Yo fui una vez.

―Ah…

―Pero poco tiempo. Tres meses. No son para mí esas cosas. ¿Hace mucho que vas vos?

―Y sí… hace unos años que voy.

― ¿Años, Anita?

―Y sí, sí, años… ―dije y miré el reloj―. Tengo que hacer un par de llamadas, Gustavo. Ya son las cinco y más tarde no encuentro a nadie.

―Bueno, Anita, andá, andá ―me dijo y me puse de pie―. Y si te sentís mal de nuevo, avísame, eh. Mañana vamos a comprar el BlackBerry, acordate.

―Sí, sí, gracias ―le dije y salí del despacho.

<<A lo mejor tantos años de psiquiatra no sirven de nada. Voy a  terminar con un chaleco de fuerza>>, pensé y me senté en mi silla. <<¡Ay, pero qué hice! ¡¿¿Qué hice??!!!>>, me reproché. <<Si Martín me acusa o me acusó, voy a salir de acá en una ambulancia del Borda>>, me asusté.

―¿Y por qué pensás que fue una acto de locura? ―me preguntó más tarde mi psiquiatra, la Doctora Delia Rincón, en su consultorio, luego de saber del incidente con Martín y el monitor de su computadora.

<<No me vengas con boludeces, Delia, ¡cada vez estoy peor!>>, pensé, pero dije.

― ¡Y porque sí! ¡Porque sí! Fue una conducta rara, no sé, algo fuera… ―me trabé.

―Fuera de vos, extraño a vos ―me completó.

―Sí, eso, eso, no fue una conducta mía o propia de mí, digamos, porque fue violenta. Fue un ataque muy violento el que tuve. Algo desmedido. Perdí el control de mí misma ―afirmé―. A lo mejor tuve un brote psicótico. No sé… estoy preocupada.

―No, no tuviste un brote psicótico  y lo sabés, eh.

―No, no lo sé…

―Sí lo sabés, porque no podrías describir la escena como la estás describiendo si lo hubieras tenido, ni podrías hacer un juicio sobre lo que tuviste ―me dijo Delia Rincón y me tranquilizó.

―Pero yo antes nunca había tenido una reacción tan violenta…

―No sé, no sé… ―me dijo Delia Rincón y sonrió―. Yo recuerdo un matafuego, una vez…

―Bueno, pero eso…

Pasé diez días sin recibir novedades de Ferni, luego de la última conversación que habíamos tenido, en la que yo, exasperada por la situación (había tenido mi primera relación sexual con él), lo agredí y le exigí que cortara la relación con su novia.

Cuando pensaba que él no iba a volver a aparecer, llamó a Carla. Le preguntó cómo estaba yo, le dijo que no se había olvidado de mí (en diez días era difícil que lo lograra) y que estaba pensando qué hacer con su novia, aunque no sabía cuánto tiempo le llevaría tomar una decisión al respecto. Carla se convenció y me convenció de los buenos sentimientos de Ferni hacia mí, y por eso lo seguí esperando.

Veinte días esperé, hasta que llegó uno muy especial, el de su cumpleaños número treinta. No pensaba llamarlo ni enviarle mensaje para saludarlo, pero salí de la empresa esa tarde de noviembre de 2009 y vi a la abuela de Ferni, que sostenida por un bastón, me estaba esperando en la vereda.

La mujer me convenció con mucha rapidez de que aceptara tomar un café con ella y luego de un hora de charla también me convenció de que le enviara un mensaje de feliz cumpleaños a Ferni ese día y de que lo llamara al otro, de que lo esperara, de que insistiera, de que le demostrara mi amor de todas las formas posibles, porque, según ella, los hombres necesitan sentirse seguros y hay que darles eso: seguridad. Su nieto precisaba estar seguro  de mis sentimientos hacia él, para poder dejar a su novia e iniciar un noviazgo serio conmigo.

 “Feliz cumpleaños” le escribí a Ferni apenas me despedí de su abuela. Recibí su respuesta enseguida: “Gracias!!!! De verdad!!! Todo el día estuve esperando tener noticias tuyas. Me muero por verte”. <<Sí, te morís por verme pero hace un mes que no movés un dedo por hacerlo>>, pensé, pero me quedé tranquila.

“Contestación cariñosa de Ferni + visita de su abuelita con bastón y expresión bondadosa= Ferni está enamorado de mí”, fue la ecuación que mi mente armó enseguida, para construir una realidad paralela que me hizo proceder en consecuencia Al otro día le envié un mail a Ferni en el que le dije que lo amaba. No era cierto. Yo no amaba ni estaba cerca de amarlo. Lo sabía, pero no sentía culpa por mentir, pues estaba desesperada. No podía sucederme algo así a mí. Tanto tiempo había esperado, tantas veces había dicho que no a una relación sexual cuando el hombre no me aseguraba que me llamaría al otro día, y ahora se estaba cumpliendo mi colmo.  Tal vez no volvería a tener nada que ver con el hombre con el que había tenido mi primera y única relación sexual. No encontraba forma de resignarme a ese destino.

Ferni me respondió el mail dos días después:

Ana,

         Me siento mal del estómago desde el día de mi cumpleaños. En cuanto me recupere te contesto mejor.

Un beso.

Te amo.

Y pasé cuatro días esperando su “mejor contestación”.  “A lo mejor está enfermo enserio”, me dijo Carla y por eso lo llamé. Ferni me habló con naturalidad, me dijo que ya se había solucionado su problema estomacal, y no se refirió al tema de su novia ni me ni me pidió que nos viéramos.

Cualquier persona en su sano juicio se hubiera dado por vencida luego de esa conversación, pero yo no lo hice. Por esos días la situación con él había logrado reducir considerablemente mi apetito. Comer había dejado de ser algo placentero para mí y tenía que esforzarme para hacerlo. Tampoco podía dormir. Me despertaba a la noche y me quedaba muchas horas acostada, mirando al techo, en el medio de la oscuridad de mi habitación, preguntándome qué me había pasado con Ferni, por qué había vivido una experiencia tan fea como esa.

Trabajar en el archivo de la empresa durante esos momentos fue algo que empecé a valorar como bueno, porque las tareas que hacía, copiar datos en una planilla de Excel, no me exigían un nivel elevado de concentración que de ninguna manera hubiera podido alcanzar. También podía ir al baño, a llorar varias veces por día.

Y fue después de una noche que pasé entera entre lágrimas, con Carla conteniéndome, cuando llamé otra vez a Ferni. Le dije que lo extrañaba mucho, le pregunté si había tomado alguna decisión respecto a nosotros, y hasta le pedí que siguiéramos con la relación clandestina, si él no podía todavía finalizar la relación con su novia. Ferni me respondió: “A fin de año la dejo, no va más la relación con ella” , y, aunque no faltaba tanto tiempo para eso, no me pusieron contenta sus palabras, pues no las creí. Pero igual mantuve la ilusión, porque Ferni me había invitado a salir. Quería verme y eso era un buen síntoma. Quedamos en encontrarnos el sábado siguiente a las cinco de la tarde. Él me llamaría un rato antes para confirmar el lugar.

Como nunca lo hizo, a las cinco de la tarde de ese sábado, preocupada, lo llamé a su celular. Me atendió el contestador automático. Había apagado el aparato. Insistí varias veces, con el mismo resultado. No podía creer que Ferni me hiciera algo así. Carla tampoco lo creyó. “No, a este pibe algo le pasó”, me dijo.

Pensamos en llamar a su casa pero nos pareció que íbamos a quedar muy expuestas y por eso preferimos subirnos a mi auto. Fuimos hasta la casa de Ferni. Estacioné el coche a media cuadra, en un lugar con buena vista a la puerta de entrada, y comenzó la guardia. Una guardia que no duró mucho tiempo. No fue necesario esperar tanto tiempo para saber qué le había sucedido, pues a la media hora de estar ahí, Ferni salió por la puerta y se quedó parado en la vereda. <<¿Qué está haciendo?>>,me pregunté. “No le pasó nada, está lo más bien el hijo de puta, ¿viste, boluda?”, le dije a Carla y  vi venir caminando por la vereda a una chica. Era morocha y de mi misma altura. De lejos, no había mucha diferencia entre ella y yo.

Ferni abrió sus brazos y ella caminó hacia él. Cuando estuvo cerca, lo abrazó. Ferni la tomó de la cintura, la elevó y la hizo girar en el aire sosteniéndola. Lo mismo había hecho conmigo un rato antes de ir al hotel, el día de mi primera relación sexual. “… gesto que me sube a cielo y ahora me hunde en el infierno…”, es una frase de la canción “El recuento de los daños”, cuyo sentido comprendo cabalmente, por esos momentos vividos.

―¡Ay, qué hijo de puta, qué hijo de puta! ―grité adentro del auto mientras veía cómo Ferni le daba un beso a su novia.

―¡Bueno, pero hacé algo! ¡ Bajá y pegale a ese hijo de puta! ¡Hay que matarlo!  ―me dijo Carla, invitándome a emular la actitud que ella había tenido con Danilo cuando lo encontró con otra mujer.

―No, no, yo no soy de hacer esas cosas, no, no, dejalo, dejalo ―dije y miré el matafuego que estaba colgado sobre la puerta del auto, al lado de Carla. Me puse a llorar. Luego miré hacia a la casa de Ferni y ya no lo vi.

―Se metieron adentro ―me dijo Carla.

― ¿Y para qué me vino a ver la abuela? ¡Qué vieja de mierda! ―exclamé.

―Bueno, qué sabés, la vieja habrá pensado que Ferni te quería, como lo pensábamos todos. No sé qué le habrá pasado a este pibe, no sé, no lo puedo creer. Es un hijo de puta.

―Ni sé si es hijo de puta, ni sé eso…―dije y arranqué el auto ―. ¿Y la viste? No es tan fea la mina. Ese pelotudo feo, pelado y gordo con dos minas, ¡y encima no es fea la novia! ¡No es fea como yo pensaba!

―Ay, bueno, la vimos de lejos, y parecía común y silvestre, no te des manija con eso.

―Es como yo, es como yo.

―Sí, de lejos es de tu tipo… y bueno, igual es mejor que sea así, a mí Danilo me dejó por una vieja. Y eso es más jodido de tragar.

―¡No!! ¡No! ―dije y miré el matafuego de nuevo. Por primera vez una fantasía muy violenta invadía mi mente―. Ay, yo tengo ganas de atacarlo con el matafuego ―agregué.

― ¿Qué matafuego? ―me preguntó Carla.

―El que tenés al lado, ¡boluda!

―Ah… ―dijó Carla y lo miró―. Y bueno, dale, vamos.

―No, pero no, no… no puedo hacer algo así.

―Sí, sí, podés, hacelo, ¿qué te va a pasar? Le tocamos el timbre y le tiramos con todo. Que la pague ese hijo de puta. No me importa que sea mi primo, eh.

―No, no, pero no, no… voy a ir presa. No. ¿Estás loca? ¿Qué decís?

―¿Por qué loca? ¿Y por qué vas a ir presa? No es para tanto. Es un baño de polvo  o de gas, no sé qué mierda tienen los matafuegos adentro, ¿qué tiene? ¿Te crees que te van a llevar presa por eso?

―Ay, pero no, no, y yo no pensaba bañarlo con el polvo.

― ¿No? ¿Y qué pensabas?

―No, no, lo que me estoy imaginado es pegarle en la cara con el matafuego y tirarlo al piso del golpe. Y después patearlo y patearlo. Eso.

―Ay, Ana…

―No veo sangre igual, eh ―dije.

―No, vos no ves sangre, pero yo ya veo lo titulares de mañana: “Hombre de treinta años asesinado a golpes de matafuego en la puerta de su casa” . La loca del matafuego te van a apodar. A lo mejor hasta  te hacen cómplice de Antonio Lombardo.

―Ay, no digas pavadas…

―Era un broma ―me dijo Carla.

La conversación no aplacó la fantasía. En los días que siguieron al suceso no comí ni dormí. Parecía que hubiera vivido un trauma enorme. Como si hubiera estado en el medio de una gran naufragio o de un atentado terrorista, la imagen de Ferni abrazando y elevando a su novia en el aire se aparecía sin cesar en mi mente y me hacía contraer todos los músculos de mi cuerpo. Lloraba con desesperación y le pedía a Dios que volviera atrás el tiempo y que lo ocurrido no hubiera ocurrido.

El oso que Ferni me había regalado todavía dormía debajo de mi cama cuando Carla tuvo la idea de que me descargara con él. Una mañana sacó el matafuego del auto. Esperó que mis padres se  fueran y puso al muñeco de peluche en el jardín de mi casa. “Dale con todo”, me insistió y yo le pegué con el aparato. Como no disfruté al hacerlo, luego de dar dos golpes me cansé y se lo cedí a mi amiga. Ella se entretuvo disparando el polvo apaga llamas sobre el oso que minutos después fue depositado en el medio de la calle, para que camiones y colectivos le pasaran por encima.

―Pero yo en ese momento no llegué a pegarle a Ferni ―le dije a mi psiquiatra, la Doctora Delia Rincón―. Me descargué la bronca con una cosa sin vida.

―Sí, no llegaste, pero tuviste la fantasía. Y ahora creo que no habías tenido fantasías, pero tanto acumular y acumular que, como dicen la viejas de barrio, una explota. Para vos fue muy frustrante lo que pasó con Ferni y es frustrante también lo que te está pasando ahora, porque todavía no lograste superar del todo esa experiencia mala y no te pasa nada concreto que te saque del todo esos recuerdos.

―Sí, es eso, no hay nada concreto.

―Porque  te gusta Martín, porque algo te dijo o demostró interés, pero no  concretó y eso te desespera, te genera mucha ansiedad.

―Sí, bueno, pero también me agredió.

―Esa agresión, para mí, es por celos. Pero lo dejamos de lado a él en esto. Porque yo creo que también lo que te sube la ansiedad es que lo ves a Martín como la posibilidad de alcanzar una reivindicación tuya, una reivindicación de tu valor. Va más allá de un gozo por estar con él.

―Sí, ya sé, que alguien me quiera, eso, porque nadie me quiso.

―Y que esta vez te quiera uno que te guste, un tipo al que vos no subestimas, ni lo considerás inferior.

―No, al contrario, lo considero superior.

―Bueno, lo de superior es por tu baja autoestima. No hay inferior o superior en estas cosas.

―No sé… e igual ¿qué tiene que ver con lo que hice?

―Tiene que ver, porque tu reacción, el origen de tu explosión no está tanto en la agresión verbal que te hizo Martín sino en tu desesperación porque el tipo te agarre y te de un beso, porque se decida, porque la deje a la novia, porque te quiera, porque te de valor. Lo ves así.

―No, no sé…

―No sabés pero es así, es así. ¿Y él no hizo nada después?

―No, no.

―¿No se comunicó con vos?

―No, igual, ¿cuánto hace que pasó? Dos, tres horas…

―Bueno, andá pensando qué vas a hacer si te llama…

―No creo que me llame. Y espero que no me mande al frente con lo del monitor que rompí. Yo lo pago cualquier cosa…

―No te va a mandar al frente ―afirmó Delia Rincón, como si tuviera la bola de cristal, y la sesión terminó.

Salí del edificio, acompañada por el portero y recordando al “rockerito”. Caminé hasta la parada de colectivo y mientras lo esperaba, mi celular emitió un ruido. Había recibido un mensaje: “Cómo estás? Más tranquila?”, leí. <<¿Ay, qué hago?>>, me pregunté, porque el mensaje era de Martín. Dudé entre seguir jugando a la enojada o aflojar. <<No, no voy a aflojar. El tipo estuvo muy mal. ¿Para qué quiero a alguien que me trate así? Yo valgo más allá de un tipo. Que me respete>>, concluí y decidí no responderle.

La loca del matafuego (I)

Buenos Aires, septiembre de 2011

En vano esperé el lunes la llamada de Martín. Nunca llegó. Lo sabía. Y también sabía que si llegaba, debía mandarlo a la mierda y no esperar nada más de él.

―¿Pero estás segura de que te dijo que te quería en el restaurante? ¿No habrá sido idea tuya? ―me preguntó Carla la noche de ese lunes, por teléfono, después de contarle lo sucedido con Martín en Mar del Plata.

―Ay, no, nena, ¿qué me decís? Todavía no tengo alucinaciones, eh. Estoy mal, ya sé, pero no llego a tanto ―le dije, bastante enojada.

―Bueno, no te enojes, no es para tanto. Yo solamente te lo decía porque me parece raro que el pibe se haya animado a eso con la novia ahí―me dijo ella.

―Es que la novia se había ido al baño en ese momento.

―Pero igual, igual…

―Sí, ya sé, ya sé . Y ya sé que si Martín le hizo eso a la novia, después me lo podría hacer a mí…

―No, no, esas son cosas que decís vos. A veces uno no procede de la misma manera con todas las personas. Además, él te dijo que no está enamorado de ella. Y para mí hoy no te llamó porque es obvio, Ana, te fuiste del restaurante con Almazán. ¿Qué va a pensar el pibe?

―Sí, sí, lo pensé a eso. Pero no es el hecho. Si me quisiera y pensara que estoy con Almazán, lucharía para que me quedara con él, ¿no? Y no hubiera cogido con la novia esa noche.

―Ay, lo de coger no es así. Los tipos cogen, no importa mucho con quién.

―Eso no sé. Y yo no tengo nada que ver con Almazán, Carla, y él me vio después en el balcón. Así que sabe que no dormí con Almazán. Hoy se podría haber jugado y llamarme, ¿no? Aunque no le debe dar la cara, porque como sabe que yo oí su gran cogida… y yo no tendría que dejar pasar eso…

―Bueno, sí, pero vos supones que el pibe sabe, que vos sabés, y no es así, no es así la cosa, porque hasta ahora no hay nada planteado, bien planteado digo. Porque no le dijiste nada, todavía nada de nada de lo que sentís vos.

―No, no, eso no, o no sé, algo dije me parece. E igual, para mí se me nota, eh.

―Para vos, pero no para los demás. No sabés qué carajo percibe el pibe de la situación. Ahora tendrías que jugarte más, que demostrar más. Eso sí, si el pibe quiere estar con la novia y con vos a la vez, borrate, porque ya sabemos que no resultan bien esas cosas. Mirá que yo no te voy a bancar llorando…

―No, no, eso ya lo sé. Y otra vez no me va a pasar, quedate tranquila.

―Y no sé, a veces es difícil… estás sola, el pibe te gusta…

―Sí, pero no, no… no me va a volver a pasar… no voy a volver a caer…

―Bueno, entonces hacé lo que te digo. Fijate qué pasa en los próximos días y apuralo, ponelo contra la pared…

―No sé si voy a poder hacer eso… pero bueno… ya veré… ―dije y suspiré―. Es todo tan complicado, tan difícil, me cansa…  ¿Y vos, nena? Contame algo así me distraigo. ¿Alguna novedad en estos días que no hablamos?

―Sí, sí, una novedad.

―Ah, ¿cuál?

―Estoy embarazada.

―No, dale, algo en serio. ¿Alguna serie, alguna novela buena para ver?

―No, boluda, estoy hablando en serio. Estoy embarazada. Ya me hice el test y me dio positivo. Y cuando da positivo no hay error.

―¿Me lo estás diciendo en serio, nena? ¿Así me lo decís?

―Sí, así. ¿Cómo querés que te lo diga?

―No sé, pero no así. No me habías dicho nada, ni de que tenías sospechas.

-Ya sabés cómo soy…

-¿Y de quién estás embarazada?

―No sé bien, y eso es lo peor ―me dijo y la oí llorar del otro lado del teléfono.

―¡¿Cómo no sabés, Carla?!

– No, no sé, no sé, ¿qué querés que haga?, esa es la verdad.

– ¿Pero… pe…pero de quién puede ser o de quiénes, bah, no sé, de cuántos…?

―No, no, tampoco son tantos, che. Dos nomás. Puede ser de Danilo o del gerente del banco…

―¿De qué gerente?

―Del gordito ese, del que salí una sola vez y después no lo vi más,  del amigo del que salió con vos, del que no se le paraba, ¿no te acordás?

― Ah, sí, sí, me acuerdo…

El martes entré a la empresa impresionada por la noticia que me había dado Carla la noche anterior. <<¡Dos hijos! ¡Dos hijos va a tener! ¡Y no sabe de quién es uno! ¿Cómo se arregla una cosa así?¡Qué pelotuda! ¡Qué boba, por Dios! >>, repetí sin cesar en mi mente, hasta que mi celular sonó:

―Hola ―dije al atender.

―¡Hola, Ana! ¿Cómo estás? ¿Por dónde andás? ¿Estás llegando? ―me preguntó el gerente de legales.

―No, no… ―dije. Estaba sentada en mi escritorio―. ¿Por qué? ¿Adónde tenía que llegar?

―Es que tenemos que firmar el contrato con la empresa de informes comerciales, te mandé un mail ayer, ¿no lo viste? ―me dijo y comencé a revisar la bandeja de entrada de mi casilla de mail.

―No, no lo vi, es que ayer no vine a trabajar y no tengo BlackBerry― le dije y encontré el mail:

De: Gerente de Legales.

Para: Ana Golk, Martín N.

Asunto: Contrato con empresa de informes comerciales.

Estimados,

                    Mañana a las diez de la mañana tenemos que estar en la sede de la empresa de informes comerciales para la firma del contrato.

                      Ana, acordate de llevar una copia de tu poder.

                   La dirección es….

Gerente de Legales

Empresa Pedorra S.A.

http://www.empresapedorra.com.ar

<<Ay, ay, ¡qué puto! Martín sabe que no tengo BlackBerry. ¡Me podría haber avisado. Seguro que me lo hizo a propósito de nuevo>>, pensé cuando lo leí.

―Ah, no sabía que no tenías BlackBerry ―me dijo el gerente de legales.

―No, no tengo, y son las diez y cuarto ya… no sé, si salgo para allá ahora, llegaré a las once, como mínimo.

―Y sí, sí, llegarías a la once, con suerte, y es muy tarde… Bueno, dejá, qué le vamos a hacer. No se puede hacer nada ahora. Ya veo cómo lo arreglo ―me dijo el gerente de legales y luego, nos despedimos.

Aunque tenía muchas razones y cualquiera podía haber sido, no sabía bien por qué ese día mis niveles de tolerancia estaban bajos. Tan bajos que, cuando corté la comunicación con el gerente de legales, no dudé en entrar al despacho de Gustavo Almazán:

―¿Qué hacés, Anita? ¿Cómo va todo? ¿Disfrutaste del día de ayer?

―Sí, sí, disfruté. Pero va todo mal, Gustavo ―le respondí y me senté en frente de él―. Mirá, si la empresa no se digna a darme el BlackBerry, yo no puedo seguir trabajando, eh. Esto ya no puede ser.

―¡Eh, Anita! ¿Pero qué pasa? No es para tanto. No te enojés así. ¿No te dieron el BlackBerry todavía?

―No, no me lo dieron, por eso te lo digo. Y me perdí una reunión por culpa de eso, ¿viste? No es justo.

―¿Qué reunión, Anita?

―Una con la empresa de informes comerciales.

―¿Y nadie te avisó por otro medio? ¿Tincho no tenía que ir a esa reunión también?

―Gustavo, no es el hecho ese. No me importa quién tenía o no que ir a la reunión, porque yo no puedo andar dependiendo de que todos en la empresa se acuerden de que no tengo BlackBerry y me llamen para decirme lo que ya me dijeron por mail, eh. Porque al final acá cualquier pelotudo tiene BlackBerry ―dije y miré hacia atrás, justo hacia donde estaba Ernestina T. , “el potus”, haciendo fotocopias.

―Anita, yo no sé qué pasa con tu BlackBerry, la verdad no sé qué pasa, pero a mí me excede. Tengo otras cosas…

―Sí, sí, ya sé lo que tenés, pero hacé algo, yo trabajo con vos… ―dije e hice ademanes con las manos para completar la idea.

―¿Y qué te dijeron en recursos humanos, Anita?

―Me dijeron que no tienen más equipos y que me lo compre yo, eso me dijeron, ¿a vos te parece? ―dije y esperé por unos segundos una respuesta que no obtuve. El rostro de Gustavo Almazán había adoptado la expresión de una vaca―. Y no está bien eso ―seguí entonces―, porque ni siquiera me van a reintegrar el precio. No es justo.

―Bueno, Anita, si es por eso, no demos más vueltas. Andá, compralo, y después yo te doy la plata.

―Ah, no, pero no, no, me lo tiene que dar la empresa, no comprarlo yo y que vos me des la plata después.

―Bueno, Anita, te la doy antes ―me dijo y atinó a sacar su billetera del bolsillo.

―No, no, Gustavo, no me des la plata ahora porque yo no sé ni cuál es el modelo que tengo que comprar. Y no está bien así, no está bien esa solución, no está bien que yo lo compré y vos me des la plata, porque a otros se lo dieron directamente…

―Anita, Anita ―me interrumpió―, hacé lo que te digo. Tomate tu tiempo. Andate a dar una vuelta, fijate tranquila, comprate el que más te guste, yo te lo pago, no hay problema.  Ahora estoy con muchas cosas, Anita, muchas cosas. Encima está lo del video ese de mierda.  Se inaugura la sucursal de Lanús el jueves. Tenemos la fiesta de la empresa también el jueves, me molestan a mí con los preparativos…

<<¡Uy, uy, uy! ¡El jueves es la fiesta! ¡Me había olvidado! Me tengo que comprar un vestido. ¡Uh! ¡Y también el sábado es el casamiento de Hiperactiva! Dos vestidos me tengo que comprar entonces. Pero no, no, me compro uno y lo uso para las dos fiestas. Total, no es la misma gente la que va… Bueno, hoy me lo compro. ¡Ay, no, no, hoy no puedo! Delia Rincón me cambió el horario. Tengo que estar a las siete en su consultorio. No llego. A las seis y media me tengo que ir de acá directo para allá…>>, pensé y pregunté:

―¿Y con lo del video qué pasó?

―Nada, Anita, no pasó nada todavía. Lo denuncié por contenido indebido en Youtube y estoy esperando que lo remuevan.

―Ah… y eso seguro llevará unos días, supongo.

―Sí, sí, pero, como me dijiste vos, miré las visitas. Lo vieron 80 personas nada más.

―Ah… bien entonces, no son muchas.

―No, no, por ahora no. Y escuchame bien esto: por ahora sabemos Bety, vos y yo del video, eh. Nadie más, Anita, sabe. Y tiene que seguir siendo un secreto entre nosotros tres, porque ya tengo un plan.

―Ah, ¿tenés un plan?

―Sí, sí, Anita, y voy a ser benévolo. Los dos que aparecen hablando y que seguro son los que filmaron son un tal Claudio C. y un tal Ezequiel Z.

―Ah…

―¿Los conocés, no?

―Sí, sí…

―Bueno, Anita, a esos los voy a agarrar en la fiesta. Vas a ver la que tengo planeada. Voy a pasar el video que hicieron en una pantalla gigante. Que salgan los dos, que queden bien escrachados. Y después va a entrar la policía y se los va a llevar detenidos. Ya hablé con mis abogados, están analizando el caso. Quiero que la policía los detenga en la fiesta, delante de todos. Es la mejor venganza.

―¡¿Eh?! ¡¿La policía?!

―Sí, Anita, sí, es un delito injuriar así, es un delito. Por eso la policía. Tienen que ir en cana esos tipos.

―Sí, bueno, pero para ir presos…

―Anita, conmigo no sé si van a ir presos, pero por lo menos un par de días entre rejas se van a comer. O no sé, lo que sea, con que se vayan de la fiesta en patrullero me conformo… ―me dijo.

Salí del despacho preocupada por la situación de mis excompañeros. El secreto que ahora compartía con Gustavo y con Bety me pesaba. Por anticipado, me sentí culpable de no advertirles a Claudio C. y a Ezequiel Z.  acerca del peligro que corrían. Pero me perdoné recordando lo mucho que los dos me habían hecho sufrir con sus cargadas cuando se enteraron de mi virginidad, y el asunto quedó concluido para mí, al menos por ese día.

Tenía que estar contenta. Me había plantado ante Gustavo Almazán y le había reclamado mi derecho al BlackBerry sin titubeos y sin tartamudeos. Hasta había oído todo lo que me dijo. Estaba satisfecha con mi actuación, aunque no había logrado lo que quería: la promesa de que algún empleado de Recursos Humanos depositara el aparato nuevo sobre mi escritorio, sin que tuviera que ir yo a comprarlo.

Pero no me iba a amargar por esa nimiedad en ese momento. Tenía que concentrarme en mi próxima víctima: Martín. A él le tenía que reclamar el no haberme avisado de la reunión.

<<Pero a llamarlo y a gritarle no me animo>>, me dije y regresé a trabajar a mi escritorio.  Así pasé varias horas, hasta que la oportunidad me llegó cuando mi teléfono interno sonó.

―Hola ―dije.

―Hola. Soy Martín.

―Sí, sí, me di cuenta ―le dije. <<¡Forro! ¡Mirá que venir a coger con tu novia conmigo al lado!>>, pensé.

―Tengo el contrato con la empresa de informes comerciales. Lo tenés que firmar.

―Bueno, traelo y lo firmo.

―No, no, yo no me puedo mover de mi despacho, porque estoy esperando una llamada muy importante y en un rato me tengo que ir y ya no vuelvo.  Vení ahora, porque se necesita el contrato firmado ya ―me dijo.

Hubiera querido decirle que no, que yo tampoco podía moverme de mi escritorio, pero no me animé. Por eso, cuando corté la comunicación, emprendí el camino hacia el despacho de Martín insultándome a mí misma por no haber sabido plantarme con firmeza esta vez. <<Pero puedo hacerlo todavía, puedo, puedo, aunque esté en territorio rival>>, me dije y abrí la puerta de la oficina de Martín con decisión. No golpeé antes. <<Si no le gusta, que se joda>>.

Lo encontré solo, sentado en su escritorio.

―¿Tenés el contrato? ―le dije al verlo, apretando el botón de una lapicera que llevaba en mi mano.

―Sí, sí, lo tengo, a ver… ―me dijo y comenzó a buscar entre unas carpetas que tenía sobre el escritorio.

Sin golpear la puerta, Ezequiel Z. entró al despacho.

―Ah, Ana, ¡hola! ―me dijo ―. ¿Cómo estás? ―y me dio un beso.

―Hola ― le dije y Ezequiel Z. le dio una carpeta a Martín.

―Ah, ah, bien, gracias, gracias, después te llamo ―le dijo él. <<¿Pero cómo? ¿Estos dos se amigaron?>>, me pregunté.

―Ok ―dijo Ezequiel Z. y salió del despacho. <<¿Justo ahora que Ezequiel Z. está en el patíbulo por lo del video estos dos se vienen a amigar?>>, pensé.

Martín abrió una carpeta, encontró  el contrato y me lo dio para que lo firmara.

―En todas las hojas tenés que poner el gancho ―me indicó.

―Sí, sí, ya sé ―le dije y comencé a firmar, de pie.

―¿Por qué no te sentás así estás más cómoda? Son muchas hojas…

―Sí, sí, ya me siento ―dije y me senté, en frente de él.

―¿Bien la vuelta de Mar del Plata? ―me preguntó.

―Sí, sí, bien, bien ―le respondí, sin dejar de pasar las hojas, firmando cada una,  y sin levantar la vista para mirarlo. <<Le tendría que decir que no me avisó lo de la reunión y mandarlo a la mierda, por eso y por todo>>, pensé, pero no me animé a ejecutar.

―Ayer te dio el día Gustavo, ¿no?

―Sí, sí, me lo dio ―le dije. <<Pero si lo mando a la mierda me voy a poner nerviosa, me va a empezar a temblar la mano más de lo que ya me está temblando y estoy firmando y este pelotudo me está viendo. Mejor me callo>>, me dije.

―Ah, qué bien, para sistemas también podría haber habido día libre…―masculló.

―Y sí, sí, también podría haber habido ―dije. <<¡Pero qué tipo forro! Pedirme que el lunes habláramos, decirme que me quería en el restaurante. Porque eso fue así, yo no me lo imaginé, no fue una alucinación que tuve, eh>>, pensé y pasé varias hojas del contrato, firmándolas una por una.

De reojo pude ver que Martín tenía su vista fija en la pantalla de la computadora. Parecía concentrado en su trabajo. <<Claro, como si yo fuera un planta, no le importo ni un poco a este tipo, otro mentiroso>>, concluí.

―Che, Ana ―me dijo Martín después de un rato de silencio.

―Sí ―le dije y levanté la vista. Martín no me miraba, seguía con los ojos apuntando a la pantalla de la computadora y movía el mouse con la mano.

―¿Sabés que vino Gustavo ayer a encararme? ―me preguntó.

―No, no, no sé…

―Sí, sí, ayer vino acá, vino, ¿no sabés?

―No, no sé ―dije y esperé que Martín agregara algo más. Como no lo hizo, volví a firmar las hojas. La mano me temblaba. Temía que lo notara.

―Gustavo me preguntó por qué había pedido la canción de Diana Salazar en el restaurante de Mar del Plata ―dijo.

―Ah… mirá…

 <<Es por el video, por el video. Gustavo lo vino a encarar por eso, pero no puedo decir nada>>, pensé.

―Yo me sorprendí, aunque bah, no tanto, porque ya algo sabía…

―Ah, ¿sabías? ―dije. <<Sabe, sabe del video>>, concluí.

―Y ya sabía, sí, porque te fuiste del restaurante con él. Me lo podrías haber dicho, ¿no?―me dijo, mirándome a los ojos esta vez.

 <<Ah, no, no, no sabe lo del video>>

―No, no, ¿qué te tendría que haber dicho? ―pregunté.

―Lo que pasaba, lo que pasa. Eso me tendrías que haber dicho. Y no negarlo.

―No, yo no te negué nada.

―¿Qué no negaste? ¿Qué decís? ―me apuró.

―No, bueno, quiero decir… lo que te quiero decir es que no me fui del restaurante con Gustavo… ―afirmé. <<Ay, estoy trabada>>, observé.

―¡Ah! ¿No te fuiste? ¿Me estás diciendo que yo no vi lo que vi?

―No, no, lo que quiero decir es que me fui del restaurante con Gustavo porque él tenía que ver a un inversor, por un negocio que quiere hacer en Mar del Plata y me llevó a mí, para que lo acompañara. No… no… ten… ten….tengogogo ―dije. <<Ahora repito sílabas. La que me faltaba>>, observé― nada que ver con él, eh….

―¿A las dos de la mañana ver a un inversor? ¿Un sábado a la noche?

―Sí, a las dos de la mañana, porque el inversor es dueño de un boliche en Mar del Plata ―dije.

―Me imagino ―dijo y se levantó de su silla. Salió del despacho.

<<Es un idiota este pibe. ¿Ahora se va así, sin decir nada y me deja acá sola? ¿No era que estaba esperando una llamada?>>, pensé y firme varias hojas.

Martín regresó a los pocos minutos, con un vaso de vidrio largo, lleno de agua. Tomó un sorbo.

―Me estás tomando de pelotudo ―dijo luego y se sentó.

―No, no te estoy tomando de pelotudo. Y mirá, no… no… sésé sisi tengogo que aclararar algogo. No sé qué es lo que te pasasa a vos conmigo. Yoyo me fui con Gus…gustavo para ver alal el inversor. Pero no… no tengo nada más…  no estoy saliendo con Gustavo si eso es lolo que me querés darar a entender ―dije y bajé la vista.

―¿Ah? ¿No?  ¿Y por qué Gustavo me vino a encarar ayer por lo de la canción? Sabe que te gusta, obvio.

―Bueno, eso…

―Es obvio que quería saber si me pasa algo con vos ―me interrumpió y tomó el mouse de la computadora―. Además, me dijo que con la novia ya se acabó, que no quiere nada más con ella. Así que cerrado el tema, ¿no? Te salió bien. Te salió muy bien todo. ¡Excelente! ―agregó, mirando la pantalla.

<<No, ¿qué está diciendo este pibe? Gustavo no puede haber dicho que pasa algo entre él y yo. Si lo vino a encarar es por lo del video y no lo puedo decir. ¡La puta madre!>>,pensé.

―No, mirá, ya te dije cómo… ¿por qué no… no… aclarás las cosas mejor? ―dije y pasó lo peor. Los nervios aumentaron mi producción de saliva y una gota salió de mi boca y cayó sobre una hoja del contrato. Martín la vio.

―Yo no tengo nada que aclarar, eh ―me dijo.

―Sí, a mí me… me pare…rece que sí te… te…tenés que aclarar ―dije y me insulté por mis taras―, porque, bueno, no sé si me dijiste algo en el restaurante… o no, no, sí me dijiste―agregué. <<Tengo que juntar coraje y cantarle las cuarenta. ¡Vamos! ¡Puedo hablar bien! ¡No tengo deficiencias mentales o de lenguaje o eso creo! ¡Vamos!>>, me di fuerzas.

―Sí, sí, te dije, te dije, pero ya lo retiré, eh, sabelo.

―Ah, sí, sí, me imaginé, me imaginé. Porque… porque, bueno, tu habitación en el hotel estaba al lado de la mía y…bueno, ¿no?, estabas con tu novia… ―dije, sentí vergüenza, bajé la vista y firmé una hoja más.

―Sí, sí, estaba con mi novia. No me podía negar, ¿qué querías que hiciera? Se había dado cuenta de lo que pasaba con vos―me dijo y levanté la vista. Él me miró a los ojos.

―Ah, claro, de favoror fue lo tuyo…―me animé a decirle.

―En ese momento, sí, sí, fue de favor. Y vos estabas con Gustavo, además, ¿qué iba a hacer yo?

―Pero yo no estaba haciendo lo mismo que vos, eh. Ya me viste en el balcón ―dije. <<¡Bien, bien, arranqué, arranqué! ¡Pude pronunciar bien todas las palabras! Y lo del balcón es una prueba irrefutable>>, pensé. <<Lo cagué>>, concluí.

―Mmm… ―dijo y asintió con su cabeza―.Puedo pensar que estabas en el balcón porque a Gustavo también le hiciste el versito de la virgen y se lo creyó ―agregó―, y por eso te respeta y te dejó en tu habitación tranquila ―se burló.

―¿Qué decís? ―pregunté.

―Nada, nada, dale, seguí firmando ―dijo, haciendo un gesto despectivo con la mano, y  luego fijó la vista de nuevo sobre la pantalla de la computadora.

Sentí un calor tremendo en el pecho. En milésimas de segundo, ese calor se trasladó al resto de mi cuerpo y creí que iba a brotar lava volcánica de mi piel. Los firewalls mentales se me desactivaron y el pensamiento se hizo palabra sin que pudiera hacer nada al respecto.

―No, no voy a seguir firmando nada, ¡estúpido! ―grité y tiré la lapicera que tenía en la mano, con mucha fuerza, contra su pecho.

―¡Ay! ―gritó Martín, sin darse cuenta de qué le había pegado―. ¿Qué hacés? ¡Pará! ―exclamó , porque de inmediato vio en mi mano el vaso lleno de agua que él había dejado recién sobre el escritorio.

Todo fue rápido: me puse de pie y le arrojé el agua, que cayó sobre él justo cuando se levantaba de la silla

―¡Uy! ¡Mojaste la computadora! ¡Pará! ―exclamó Martín.

―¡A mí no me vas a decir una cosa así nunca más, forro de mierda! – grité y  arrojé el vaso vacío contra la pared que estaba detrás de él. El vidrio estalló en varios pedazos-. ¡Sos un forro de mierda que encima dijiste eso de mí en riesgo crediticio y no sabés lo mal que me hizo y todo lo que pasé por eso!―agregué, desencajada. Noté que Martín tenía el pantalón mojado en la zona de la bragueta y alrededores, como si se hubiera hecho pis encima.

―¡Mirá, yo me hice mucho problema por eso al pedo! ¡Un problema bárbaro me hice!―gritó. Estaba colorado―. ¡Y al final ahora me entero que Rubén G. ya lo sabía, porque vos se lo dijiste! ¿Entonces qué mierda me reclamás a mí?

―¡¿Y eso qué mierda tiene que ver, pelotudo idiota?! ¡G. no dijo nada en ese momento, así que se enteraron todos por vos, eh, no por él!

―¡Pero de lo que están diciendo ahora, que es mucho peor, se enteraron todos por G., eh, no por mí, tarada! ―gritó.

―¡Es mentira, lo que haya dicho G. es mentira! ¡Y no me importa lo que diga el estúpido ese!  ―grité más.

―¡Y qué te va a importar si a muchos los habrás calentado con el mismo verso! ―exclamó Martín y yo apoyé mis manos sobre el monitor plano de su computadora―. Tu amiga tenía razón al final… ―agregó.

Su última ofensa me violentó más de lo que ya estaba y levanté el monitor con fuerza. Decidida, lo llevé hacia arriba y se desconectaron los cables que lo unían al resto del equipo y a la fuente de energía.

―No, no, el monitor no… es peligroso…―dijo Martín y se cubrió con los brazos para defenderse del ataque.

― ¡Tomá el monitor, pelotudo! ―grité y se lo arrojé con fuerza.

De inmediato, di media vuelta y oí el ruido del estallido. Sin mirar hacia atrás, caminé  tres pasos hasta la puerta, la abrí y salí. No había nadie en el pasillo, por suerte.   

El recuento de los daños (III)

Después de dar un paseo por la playa, esa mañana de septiembre de 2011, regresé a la habitación del hotel, guardé la ropa en el bolso y fui al estacionamiento. Allí encontré a Gustavo Almazán. Le estaba pasando un trapo al parabrisas de su camioneta, un preparativo necesario para emprender el viaje de vuelta.

―Subí, Anita, subí, yo te pongo el bolso en el baúl. Dame ―me dijo y me lo sacó de las manos. Tenía expresión de fastidio y se lo notaba apurado.

Cuando entró a la camioneta, se puso sus anteojos de sol, le dio arranque al motor, y el silencio comenzó a acompañarnos.

A medida que avanzábamos en el recorrido, iba sintiéndome cada vez más incómoda. Como siempre en estos casos, creía que tenía una responsabilidad en el asunto, una obligación de hacer ruido, de pronunciar palabras. Dos personas que no estaban enojadas no podían viajar en soledad sin hablarse.

Pero ya estaba acostumbrada a los silencios de Gustavo Almazán. También a su indiferencia y a sus desplantes. Pasaba muchas horas con él y habíamos compartido varios viajes en su camioneta.  El problema era que esos viajes habían sido más o menos cortos y este era largo. Demasiado largo. Cinco horas duraría, como mínimo. <<¡Que seguro van a ser cuatro!>>, observé cuando miré el velocímetro. Marcaba ciento noventa kilómetros por hora. Me aseguré de tener el cinturón de seguridad bien abrochado y me tomé del agarra manos. No me animaba a pedirle que bajara la velocidad. Que mi vida corriera peligro parecía no ser impulso suficiente para dejar de lado mi timidez e inhibiciones a la hora de reclamar por mis derechos.

Cuando se cumplieron más o menos dos horas de viaje en silencio, comencé a sentir taquicardia.<<¿Bety le habrá dicho algo malo de mí en esa llamada que recibió cuando estábamos en la playa de Mar del Plata y por eso no me habla?>>, me pregunté, asustada. <<¡Pero si yo no hice nada! ¿Por qué me asusto? ¡Qué boluda!>>, me respondí y me tranquilicé. <<Si no me habla es porque es un mal educado, porque no me considera, porque le soy indiferente y le da lo mismo que esté o no esté. Es por eso. Solo por eso>>, me dije, pero no me sentí mejor. Mi mente siguió maquinando: <<Si le soy tan indiferente es porque no soy una mujer atractiva. Porque si lo fuera se preocuparía por hacerme sentir bien>>,  <<Pero la novia de Gustavo Almazán es hermosa y a ella no parece tratarla muy bien que digamos tampoco. Por eso no me tengo que tomar como algo personal sus actitudes hacia mí, porque son las mismas que tiene con todos. Salvo, claro, con los que tienen más plata que él. En esos casos derrocha educación, atención y consideración. El dinero es su único valor>>, concluí. <<Y si ya lo sé, ¿para qué me preocupo entonces o me hago cargo de la situación?>>, indagué en mí misma. <<Me preocupo porque me siento en la obligación de gustarle a todos los tipos que están en relación conmigo. Por eso. Porque hasta ahora no le gusté a ninguno. Esa es la verdad. Duele, pero es así. Tengo más de treinta años y todavía no logré enamorar a alguien, porque ni la primera vez que salí con Ferni cuenta ya, después de lo que pasó en la segunda… Y pensar que pocos minutos después de que se bajó de mi auto, me mandó un mensaje…>>, recordé.

“Gracias por lo que me hiciste vivir recién! Te amo”, leí en mí celular. Era sábado, un sábado de octubre de 2009 que recordaré toda mi vida, porque fue el día en el que tuve mi primera relación sexual. Las palabras de Ferni en ese mensaje me hicieron creer que ese mismo fin de semana terminaría la relación con su novia.

Por eso pasé todo el domingo ilusionada, esperando otro mensaje o una llamada de su parte, pero me tuve que ir a dormir sin novedades. El lunes por la mañana mantuve la ilusión. Pensaba que Ferni tal vez había dejado a la novia, pero que sentía culpa y estaba triste, y por eso no me llamaba. Porque abandonar a alguien no es nunca un acontecimiento feliz y no hubiera hablado bien de él que, inmediatamente después de terminar la relación con su novia, hubiera venido corriendo a buscarme, contento.

A la seis de la tarde del lunes disculpé mentalmente a Ferni imaginando que, tal vez, su novia no había recibido tan bien la noticia de la ruptura de la relación. Quizás le estuviera rogando que no la dejara y él estaba tratando de manejar su dolor, aunque, por lo que me había referido, ella parecía no quererlo y yo no creía que perder a Ferni fuera a afectarla demasiado en lo sentimental. No así en lo económico.

Mi novela mental terminó cerca de las ocho de la noche de ese lunes. Habían pasado más de cuarenta y ocho horas desde nuestro encuentro sexual cuando Ferni me llamó.  “Hola, mi amor, recién me libero, por eso no te llamé antes. Mi novia se fue hace cinco minutos”, me dijo y la conversación siguió. Como si no hubiera habido urgencias, como si no hubiera habido una cuestión pendiente entre nosotros, de inmediato me habló de un nuevo diseño de oficinas que se le había ocurrido esa misma tarde. Luego, me informó que al día siguiente iba a acompañar a su abuela al médico.

“¿Te parece que nos veamos el miércoles?”, me preguntó. “Sí, sí”, le respondí. No podía pronunciar más palabras. La bronca que sentía me estaba paralizando. Ferni no había dejado a su novia y yo ni siquiera sabía si tenía derecho a reclamarle, porque él no me había prometido hacerlo. Yo era la que lo había imaginado, la que lo había esperado. Porque habíamos tenido relaciones sexuales. Consumadas esta vez. Y ya no podía soportar que Ferni siguiera junto a su novia. Por eso exploté:

―El miércoles me viene bien porque el viernes es el cumpleaños de mi papá y yo me encargo de la comida ―me dijo.

―Ah…―le dije.

―Me la voy a tener que pasar todo el jueves cocinando, así que el jueves ya no podría verte. Y el viernes, obvio que no porque a las ocho vienen los invitados. Vamos a ser bastantes, así que tengo mucho trabajo en la cocina. Por suerte mi novia se ofreció a hacer la torta. Una cosa menos…

―Bueno, pero no, no, no nos vamos a ver el miércoles entonces ―lo interrumpí.

―¿Por qué? ¿No podés?

―No, no puedo.

―¿Y hoy? Son las ocho recién. Podemos ir a cenar.

―No, no, ni hoy ni el miércoles. Mirá, no me gusta esto. No te estás portando como yo esperaba. Yo no me voy a bancar que sigas con tu novia ahora. No va más para mí. Así que es ella o yo. O la dejás, o no me ves más.

―Pero, ¿qué me estás diciendo? ―me dijo Ferni, con voz de enojado.

―Lo que te estoy diciendo. ¡Que la dejas o la dejas! Si no, ¡Basta! ―exclamé, más enojada.

―No, pero no habíamos quedado en eso. Habíamos quedado en tomarnos nuestro tiempo, tranquilos, hasta estar los dos seguros…

―¡Yo no había quedado en nada, en nada de eso! Si seguí con vos fue porque te creí todo lo que me dijiste, que sufriste ocho años por mí, lo del momento cúlmine, lo del chocolate y todo. Y si me banqué hasta ahora lo de tu novia fue porque pensé que para vos era difícil,

―Obvio que es difícil ―me interrumpió.

―Bueno, no sé. Pensé que no tomabas la decisión porque a lo mejor tenías miedo de que te volviera a dejar. Pero ya no, no, eh. Ya no hay excusas. Después de lo que pasó el sábado no, no hay más nada. ¡No me voy a bancar esto! ¡No me voy a bancar que tu novia vaya a tu casa, que duermas con ella, que tengan relaciones de nuevo!

―No las tuvimos este fin de semana. Te juro.

―No sé, no sé. ¿Y qué? ¿Este fin de semana no las tuviste pero el fin de semana que viene las vas a tener? ¿Qué? ¿Tengo que esperar a ver qué hacés? ¿A qué me digas lo que hiciste o no? O la dejás o nada. Yo no sigo así.

―No era lo que habíamos quedado. Y la verdad, me enoja mucho lo que estás haciendo. Yo estaba tranquilo, pensando que las cosas se habían encaminado entre nosotros y vos siempre lo arruinás, terminás saliendo con cualquier cosa, presionándome, me estás ahogando al final.

―¿Ahogándote?

―Sí, sí, porque me presionás, me presionás para que tome una decisión y me siento asfixiado. Me asfixias. No es fácil para mí esto. Yo nunca le había metido los cuernos a mi novia y jamás pensé que iba a hacerlo. Y por vos, por vos arriesgo todo, todo. Una relación de cinco años, nada menos. Y nada de lo que hago te sirve.

―Porque no sirve para nada lo que hacés, nene. Estás con dos minas, ¿entendés? Y te hacés la víctima encima, el sacrificado.

―No,no,  yo no me hago la víctima ni el sacrificado, eh. Lo que pasa es que soy una persona adulta, que no toma decisiones apresuradas, que prefiere meditar las cosas, analizarlas en profundidad, proceder cuando tiene seguridad…

―¡Por qué no te vas a la mierda con todas esas pelotudeces!

―Bueno, mirá, yo no puedo seguir hablando en estos términos. Cuando te calmes, retomamos el diálogo ―dijo y terminó de indignarme

―¡Sos un forro, nene! ¡Un forro! ¡Me hablás con formalidad encima! ¡Y después de lo que pasó entre nosotros! ¡Sos un pelotudo, un pelotudo que ni sabía ponerse bien el forro, forro! Porque lo tenías suelto. ¡¿No te diste cuenta?! No se pone así. Tiene que estar bien estirado. Lo busqué en google y lo vi. ¡Lo vi! Se pone para que quede adherido, no como te lo pusiste vos. ¡Y ahora encima tengo que tener miedo de estar embarazada por lo pelotudo que sos!―dije y esperé respuesta. Pero Ferni había optado por el silencio. O había cortado. No sabía si lo que oía era el sonido de su respiración o los ruidos propios de las interferencias de las llamadas entre celulares ―. ¿Y qué? ¿No me vas a decir nada? ―pregunté después de un rato.

―Es que no te puedo decir nada. Yo no puedo hacer lo que vos me pedís en este momento. Decisiones apresuradas no tomo.

―¡Morite, pelotudo! ―grité y corté.

Estaba segura de que Ferni me iba a llamar enseguida para rogarme perdón. Pero, otra vez, vez que tendría que haber evitado a esa altura porque ya debía haber aprendido, la seguridad que Ferni me inspiraba no se condescendía con los hechos. Porque él no había demostrado nada. Había dicho mucho, sí, pero no había respaldado sus palabras con hechos. Y esto fue algo que recién pude empezar a aprender cuando mi psiquiatra, la Doctora Delia Rincón, regresó de su viaje a París y se enteró de la buena nueva: su paciente, la virgen de casi treinta, ya no era tal, y todo indicaba que se había equivocado groseramente en la elección del primer hombre de su vida.

Dejé de perderme en los recuerdos, en la autocompasión y en los autorreproches, cuando Gustavo Almazán pisó a fondo el freno de la camioneta. No supe por qué. Solo me di cuenta de que estábamos girando y saliendo de la ruta mientras él tomaba el volante con fuerza y se mordía los labios. <<¡Uy! ¡Este va a ser un accidente y grave!>>, observé y no se me reprodujo en la mente un cortometraje de la historia de mi vida. Solo tuve en cuenta al sexo: <<¡No me puedo morir ahora! ¡Si solamente cogí una sola vez! ¡Y con Ferni encima! ¡Y ni completa fue la cosa!>>, pensé.  << ¡Al final era menos humillante morirse virgen!>> , concluí cuando la camioneta se detuvo. En el pasto, a varios metros de la ruta. Pero estábamos bien, ilesos. Nosotros y el vehículo.

―¡Uh! ¡Anita! ¡Qué susto! ―exclamó Gustavo Almazán y respiró hondo―. ¿Estás bien?

―Sí, estoy bien. ¿Pero qué pasó? ¿Por qué frenaste y volanteaste así? ―le pregunté. Estaba agitada.

―¿No viste, Anita?

―No, no vi.

―Si se me cruzó uno, se pasó de carril, no miró por el espejo. Si no frenaba así, no lo contábamos, eh ―me dijo y le dio arranque a la camioneta. El motor se había detenido por las piruetas que habíamos hecho―. No pasó nada, Anita, quedate tranquila.

―¡No, no, pero no! Ibas muy rápido. Eso también influyó.

―Anita, ¿rápido?

―Sí, ibas como a doscientos.

―No es nada doscientos para esta camioneta, Anita.

―Pero para los seres humanos, doscientos es mucho, eh ―le dije, de mala manera, y entramos en la ruta de nuevo.

―Bueno, Anita, si te molestaba la velocidad me lo hubieras dicho.

<<¡No, qué te iba a decir si no pronunciaste palabra en todo el viaje, mal educado!>>, pensé, pero dije:

―No me molesta la velocidad, me asusta. Me da miedo. Es una imprudencia.

―Es que el tiempo vale, Anita, vale, y yo no puedo estar tantas horas en la ruta. Además, esta camioneta es muy segura.  ¿Viste cómo salió todo bien? Si hacía la misma maniobra con otro auto, volcábamos seguro.

―No sé…

―Anita, Anita ―dijo y movió su cabeza para los dos lados―, ya está, ya pasó. Olvidate. Ya pasó. No nos morimos. Seguimos vivos. Tenemos muchas cosas para hacer, por eso estamos acá.

―Sí…

―Pero seguís pálida, Anita. Calmate. Ya pasó.

―Bueno, sí, pero bueno… ―dije. Gustavo Almazán no agregó nada más.

Otra vez a ver pasar el campo inmenso que había a los costados de la ruta. Y otra vez a ensimismarme en mis pensamientos. No me había muerto. Pero hacía pocos minutos había estado al borde de la muerte. No me fue grato reconocerlo, pero solo podía agradecer estar viva por el dolor que les evitaba a mis padres al no morirme. Todavía seguía hundida en una depresión, me di cuenta.

Había tenido un entretenimiento y casi una ilusión en los últimos meses: Martín N.. Digo casi, porque ya no me permitía ilusionarme del todo. A cada final feliz en mi mente,  lo acompañaba la sombra del desastre seguro. Ya no podía sentir una alegría completa ni siquiera en el plano de las fantasías. Había perdido hasta ese refugio.

Martín N. me había llevado a mi casa el jueves y al otro día, viernes, me había pedido que habláramos (no sabía bien de qué) el lunes. Pero había habido días en el medio. Días en los que él no había calculado verme, pero tuvo que hacerlo. Y el sábado me dijo que me quería en el restaurante de Mar del Plata, aunque estaba con su novia y eso le restaba méritos a su declaración. Muchos méritos. Y a la relación sexual que había mantenido con ella esa misma noche ya no sabía en dónde encasillarla, porque todavía no podía aceptar haber tenido que presenciar, aunque más no fuera auditivamente, un acontecimiento así. Era el fin de la “casi ilusión” con Martín. ¿Y de qué viviría ahora? Ese era el gran interrogante que se presentaba ante mí ese domingo. No habría lunes en el que hablaría (no sabía de qué) con Martín. De eso estaba segura.

Y lo peor no era dejar de tener una ilusión. Lo peor era que no veía candidatos y yo necesitaba un novio, con urgencia. No era ya una cuestión de placer, el de estar con alguien, como Martín, que me gustara. Eso era un lujo, era demasiado, quizás no precisara tanto. Solo un tipo que no me diera asco, que más o menos supiera conjugar los verbos en español y no le agregara letras de más a las palabras (me molesta la gente que habla mal), y que no fuera delincuente o asesino.

El novio para mí se había vuelto un símbolo de aprobación personal y social, pues el hecho de no haber sido jamás querida por ningún hombre me hacía dudar de mí misma. No tenía idea de qué de mí misma, pero las dudas igual estaban. Y no solo en mí, también estaban en mis padres, en mi tía, y en todo aquel amigo o familiar que me vio siempre, durante toda mi vida, llegar e irme sola de cualquier reunión o evento. Siempre sola, o con Carla. “Y si no fuera porque Carla siempre está con algún tipo, estoy seguro de que muchos pensarían que sos lesbiana. A todos lados con la amiga, a todos lados con la amiga…”, llegó a decirme mi padre una vez. Y con  expresión de preocupación, ¡encima!

Toda una vida de carencia de afecto romántico masculino había arruinado mi autoestima. Por eso mi estado anímico no era bueno, y era menos bueno para iniciar una relación. Tenía miedo de mí misma, tenía miedo de que la situación me llevara a aceptar cualquier cosa de un hombre con tal de tenerlo a mi lado, con tal de lograr la tan ansiada “aprobación”, como me había sucedido con Ferni.

―No estoy yendo tan rápido, Anita, podés hablar, eh ―dijo Gustavo Almazán y me sacó de mis pensamientos.

―¿Eh? Si yo no era… ―dije. Hubiera querido terminar la frase y agregar “la que no hablaba”, pero no pude. Por timidez o lo que fuera.

―Voy a ciento cuarenta, Anita ―me dijo―. ¿Está bien?

―Sí, está bien, pero mejor si fueras a ciento veinte.

―No, Anita, ¿a ciento veinte? Eso es para ir a caballo. Vamos bien ahora.

―Pero la velocidad máxima es ciento veinte.

―Anita, Anita ―me dijo y movió la cabeza hacia los dos lados―, las reglas son las reglas, pero para eso tengo abogados.

―Pero no es tan así ―dije. <<Y andá a la velocidad que quieras, pelotudo, pero matate solo, ¡sí, matate! Si no me servís ni como candidato a novio de fantasía. Y eso que sos soltero, que sos lindo, que tenés mucha plata. Das todo el perfil de un galán de telenovela pero no me das ni la hora y me tratas como a un trapo viejo. Todos los días me bajas más y más la autoestima. Para eso me servís nada más>>, pensé.

―Es que quiero llegar rápido, Anita, tengo que ir a jugar al futbol. Me quiero despejar, porque no se puede creer lo que me hicieron, no se puede creer, Anita.

―¿Por qué? ¿Qué te hicieron? ―pregunté. No entendía a qué se refería.

―¿Viste el video institucional y la frase de la empresa con la palabra “corazón”, Anita? ¿Te acordás de que fui por varias oficinas diciéndoles a todos que había premios para el que pensara una buena frase? Si hasta prometí un ascenso para el que tirara buenas ideas para el video institucional… ¡Uno quiere dar oportunidades y mirá cómo te pagan estos vagos de mierda!

―¿Pero por qué? No entiendo, ¿qué pasó?

―Bety me llamó hoy. ¿Vos podés creer que unos turros hijos de puta hicieron un video de la empresa en cargada y lo subieron a Youtube? “Pedorra S.A., una empresa con corazón de piedra”, inventaron, y con canción y todo, que ni sé de dónde la sacaron.

―¿Eh???? ¿Con canción?

―Sí, una canción que dice “Corazón de piedra, corazón… “. Aunque yo algo de esa canción, o algo de “Corazón de piedra” oí estos días, no me puedo acordar, pero algo me suena… ¿sabés que algo me suena, Anita? ¡Qué feo cuando no te podés acordar bien de las cosas!

―¿Pero qué dicen en el video? ―pregunté rápido, para sacarlo del recuerdo, pues Martín había pedido la canción “Corazón de piedra” al dúo de cantantes que había dado el show la noche anterior en el restaurante.

―De todo, Anita, de todo. ¡Y con esa frase! Dicen que la empresa tiene corazón de piedra, porque vendemos los electrodomésticos de las peores marcas a los precios más caros, que a veces pasamos mercadería de segunda como de primera, que los intereses que cobramos en los préstamos son usurarios, que a los empleados los tenemos de esclavos, trabajando hasta los fines de semana y feriados sin parar, que llevamos doble contabilidad, que en calidad tenemos justamente al empleado de peor calidad de la empresa…

<<Y en algunas cosas tienen razón>>, pensé, pero dije:

―Ah… ¿eso dicen?

―Sí, Anita, todo eso dicen. Y filmaron la puerta de la empresa, mostrando el cartel. Y después, adentro, en la sucursal de casa matriz, y en varias oficinas. No sabés lo dolido que estoy, no sabés, Anita, no lo puedo digerir, si ni quería hablar hoy. Me dieron tantas ganas de llorar cuando vi ese video… ¿tan desagradecida puede ser la gente digo yo, Anita? Porque si no fuera por la empresa se estarían cagando de hambre esa manga de ineptos tontos, incapaces de generar algo bueno. Los voy a hacer mierda, Anita. Esos tipos no saben lo que les espera. Les voy a hacer pasar vergüenza. Vas a ver. Ya se me va a ocurrir algo. Ya se me va a ocurrir. Antes de echarlos, los voy a hacer sufrir.  Porque no puedo cuantificar el daño todavía. No sé lo que van a decir otros empresarios de mí cuando vean ese video, la gente con la que hago negocios…  no sé, Anita, no sé…, a estos tipos los tengo que matar.

―¿Y sabés quiénes son? ―pregunté lo que yo ya sabía.

―Y no sé, Anita, no sé. Se ven a dos pibes de riesgo crediticio. Yo no los reconocí, porque no me acuerdo de las caras, pero Bety me dijo que eran de ese sector. No sé si hay más. Y yo los quiero a todos, ¡a todos! ―afirmó―. ¿A vos te parece subir el video a youtube? ¡Encima eso!

―No, no, no me parece, ¿pero lo vio mucha gente? Porque no sé…

―Y sí, Anita, está en youtube, ¡lo ve todo el mundo!

―Bueno, no, hay que ver las visitas que tuvo, porque no creo que sea un video tan popular… ¿y cómo supo Bety de eso?

―Por una piba de contabilidad que es amiga de ella.

―Ah…

―¿Cómo es eso de las visitas, Anita?

―Abajo, o al lado de los videos figura cuántas veces lo vieron. A mí me parece que no debe ser un video que haya tenido publicidad. Así que lo habrán visto otros empleados de la empresa nada más, porque seguro que se pasaron el link…

―¿A vos te pasaron el link, Anita?

―No, no, a mí no me lo pasaron.

―Pero vos trabajabas en riesgo crediticio.

―Sí, pero yo…

―Ah, sí, cierto, sí, vos no te llevas bien con ellos…

―No ―respondí, un poco enojada. No me gustó la insinuación.

―No te lo digo porque vos hubieras participado, Anita.

―No, no, está bien.

―¿Y no cantaron ayer en el restaurante “Corazón de piedra”, Anita? ¿De quién es ese tema? ¿O lo inventaron en riesgo crediticio? Yo lo oí en algún lado, algo de “Corazón de Piedra” oí, Anita ―dijo y me rendí.

―No, no lo cantaron en el restaurante. Pero pidieron ese tema ayer.

―¿Y por qué no lo cantaron si lo pidieron?

―Porque es un tema viejo, la banda no lo sabía tocar. Además, en la Argentina no se conoce mucho…

―¿Por qué? ¿De qué país es?

―Es mexicano.

―¿Ah? ¿Sí? ¿Mexicano es? ¿Y vos cómo lo conocés?

<<¡La puta madre que los parió!>>, pensé.

―Y lo conozco, lo conozco de cuando era chica. Es un tema de una novela mexicana.

―¿De una novela?

―Sí, sí, de una novela ―dije, en forma despectiva y fingiendo indiferencia.

―¿Y quién pidió la canción ayer? ¿Alguien de nuestra mesa?

<<¿Este tipo me está sacando de mentira a verdad?>>, me pregunté.

―Sí, sí, de nuestra mesa. Lo pidió Martín.

―¡Ah!! ¡Ah!!! ―gritó Gustavo―. ¡Entonces Tincho estaba complotado con los otros! ¡Estaba complotado! ¡Claro! ¡Y lo hizo para burlarse de mí, para sacarme el cuero! Porque sabía, sabía lo del video. Lo voy a cagar a piñas a ese tipo.

―¡No! ¡No! ―exclamé―. No, nada que ver, nada que ver.

―Sí, Anita, sí, ¿qué me estás diciendo?.¿para qué va a pedir ese tema si no?

<<¡Uy! Voy a tener que incinerarme completa>>, pensé.

―No, no, pero no, no ―dije―, no es así, no tuvo nada que ver con vos.

―¡Anita! No lo defiendas…

―No es que lo defienda, es que Martín pidió la canción por mí, además está peleado con todos los de riesgo crediticio. Y no se va a poner a joder con un video si es gerente de sistemas de la empresa, ¿no te parece? Menos a pedir el tema cuando estás vos, ¿para qué?, ¿para que vos supieras que fue él? Tendría que ser muy tonto, ¿no?

―Sí,no sé,  ¿pero por qué pidió la canción por vos?

―Ay, porque yo la tenía hace mucho en mi Ipad, cuando trabajaba en riesgo crediticio. Un día me hicieron una broma, me sacaron el Ipad y me gastaron por toda la eternidad. Ahora vos les pediste una frase para la empresa con la palabra “corazón” y “Corazón de piedra” les vino justo. Yo no me di cuenta, ni lo pensé…

―No, Anita, no entiendo.

―Uh, bueno, Martín pidió la canción en el restaurant para cargarme a mí. Para eso nada más. No por vos. No creo que supiera lo del video. Menos que tenga algo que ver.

―No sé, Anita, no sé, ¿y para qué te quiere cargar? , ¿qué se hace ahora? Si hasta hace poco estaba enojado con vos…

―Bueno… pero ahora ya no. Y fuimos compañeros en riesgo crediticio.

―Los voy a echar a todos, Anita, a Tincho no, si es como vos decís, pero a los de riesgo crediticio los voy a despedir a patadas en el culo y sin indemnización. Se van a cagar de hambre esos hijos de puta. Ya van a ver con quien se metieron.

―Pero, Gustavo, si los echás a todos, ¿quién va a trabajar en riesgo crediticio? Además, a lo mejor no todos tienen que ver con el video. Tené cuidado, porque por ahí caen en la bolsa personas que nada que ver, eh.

―No, Anita, en riesgo crediticio saben todos los del video. Si salían saludando a la cámara en la oficina…

―Bueno, pero por ahí no sabían para qué los estaban filmando.

―No sé, Anita, no sé, pero a los dos que hablaban, los voy a echar y los voy a cagar a piñas también.

―No es para tanto

―¿No es para tanto, Anita?

―Y no, no, qué sé yo, para mí no. Es una broma, no creo que lo hayan hecho para perjudicar a la empresa. Son así, se divierten con esas cosas.

―¿Te parece que es divertido lo que hacen?

―No, no es divertido, pero pensá que también la empresa se olvidó de ellos. Y esto viene de antes de que vos la compraras, porque es gente que está trabajando fines de semana, feriados, hasta las once de la noche, desde hace varios años ya. Encima ganan poco, son los peores sueldos de la empresa los que cobran.

―Que se busquen otro trabajo si no les gusta.

―No todo el mundo puede cambiar de trabajo cuando quiere, es difícil conseguir.

―Si te lo propones no. Nada es difícil cuando uno se lo propone, eh.

―No, no es así ―dije y ninguno de los dos pronunció más palabras hasta que llegamos a Buenos Aires.

Creía, porque no se me cruzaba otra alternativa por la cabeza, que Gustavo Almazán me depositaría con mi bolso en la puerta de mi casa. Estaba pensando en qué camino le iba a hacer tomar para llegar rápido, cuando el edificio en el qué él vivía estuvo frente a mis ojos.

―Bueno, Anita, te bajo el bolso ―me dijo cuando detuvo su camioneta en la entrada del garaje―. ¿Uno solo tenías, no?

―Sí, uno solo ―le dije y él salió de la camioneta. Hice lo mismo y me acerqué al baúl.

―Tomá, Anita ―me dijo y me entregó el bolso―. ¿Ahora qué te conviene tomar para irte a tu casa? ―me preguntó.

―Ay, no sé… creo que el tren.

―Pero no hay estación de tren por acá ―dijo y se quedó pensando―. O sí, bah, no sé a cuántas cuadras, pero hay, hay. Te va a convenir tomarte un taxi y preguntarle al taxista.

―Sí, sí, le pregunto al taxista ―le dije―. Chau, hasta mañana―agregué y le di un beso en la mejilla.

―Hasta mañana, Anita, descansá ―me dijo y comencé a caminar por la vereda, alejándome de él mientras lo insultaba en mi mente.

Cuando había recorrido casi media cuadra, oí:

―¡Anita! ¡Anita!

―¡Sí! ¿Qué?

―Mañana no vayas a la empresa. Tomate el día.

―¿Eh?

―Que no vayas a trabajar ―gritó.

―¿Por qué?

― Porque ya te ocupé el fin de semana. Tomate el lunes en compensación.

―Bueno, bueno, ¡gracias!

―Chau ―me dijo e hizo un gesto de saludo con la mano.

El recuento de los daños (II)

Ferni se sentó en la cama y me tomó de las manos para acercarme a él. En ese momento, observé que el preservativo que tenía puesto no estaba adherido a su pene. Al contrario, estaba suelto y parecía una bolsa de supermercado arrugada. <<Mmm…, ¿el preservativo se pondrá así?>>, me pregunté. Yo no había visto o no le había prestado atención al condón en el pene de Ferni en nuestro primer intento de tener una relación sexual. Tampoco había visto pene alguno en vivo y en directo antes de contemplar el suyo, con preservativo puesto o sin él. Ni siquiera sabía cómo se colocaba el adminículo, aunque mi sentido común se imaginaba que el látex debía estar pegado al miembro viril.

Pero no me animé a hacerle un planteo a Ferni por mis dudas en cuanto a la colocación del condón. En cambio, le recordé un punto sobre el que una vez nos habíamos puesto de acuerdo:

―Ferni, acordate de que tenés que acabar afuera igual, eh, porque el preservativo no es cien por ciento seguro.

―Sí, sí, me acuerdo, me acuerdo, no te preocupes ―me dijo y se me puso encima. << ¿Y si se le sale el preservativo, expulsa líquido pre seminal y me deja embarazada?>>, me pregunté varias veces con miedo mientras Ferni intentaba penetrarme nuevamente.

Como sentía dolor y ardor, y no pude disimularlo, Ferni me propuso hacer un cambio de posición. Se acostó boca arriba sobre la cama y yo me coloqué encima de él. Presioné hacia abajo y el pene de Ferni entró en mi vagina, sin sensaciones. Ni placenteras ni dolorosas. Nada sentía mientras hacía pequeños movimientos con mi cadera, llevándola hacia arriba y hacia abajo. <<Bueno, no es tan malo esto. Ya no voy a tener tantos problemas para ponerme un tampón>>, pensé en el momento.

Ferni apoyaba sus manos sobre mis muslos, los acariciaba, y yo esperaba que llegara de una vez por todas al clímax, pues ya estaba bastante cansada de mover mis caderas.

<< ¡Ay! ¡No! ¡¿Toda la vida voy a tener que coger con este tipo?!>>,  fue la expresión despectiva que involuntariamente surgió en mi mente, al prestarle atención a los brazos, a la cara, a los ojos, al pecho y a la piel de Ferni. Sentí culpa, mucha culpa por haber tenido este pensamiento, pero la verdad era que él no me atraía físicamente. << ¿Será por eso que no siento nada?>>, me pregunté. <<No, no es por eso. Una vez leí que las mujeres no tenemos terminales nerviosas en la vagina. Además, Carla me dijo muchas veces que cuando la penetran solamente siente ganas de hacer pis…>>, me respondí.

Ferni pareció alcanzar el clímax y me pidió que me corriera a un costado. Cuando lo hice, noté que el preservativo solo estaba cubriéndole la mitad superior de su pene. Se había deslizado. Era lógico, porque estaba suelto. << ¿Así funcionan los forros? ¡Qué raro! Con razón mucha gente se resiste a usarlos. No sirven para mucho>>, observé.

Ferni se quitó el condón y me miró. Comprendí que debía hacer algo para que él acabara. Entonces comencé a tocar su pene, en el entendimiento de que llegaría al orgasmo con rapidez. Pero no llegó.

― ¿No estabas por acabar? ―le pregunté luego de un rato de estar toqueteándolo.

―Y sí, sí, creo que sí, que estaba por acabar y era mejor salir, ¿no?, por las dudas… ―me dijo.

―Sí, sí ―le dije y seguí tocándole el pene.

―Más fuerte ―me pidió―.Cerrá la mano con más fuerza.

―Pero… ―le dije y lo hice―. ¿Está bien así?

―Sí, sí, así está bien ―me dijo y comenzó a jadear. Sus ojos brillaban y su mirada parecía extraviada.

Pero al cabo de unos minutos, su respiración volvió al ritmo normal.

― ¿Qué pasa? ―le pregunté.

―Que dejaste de apretar fuerte.

―No, no creo… ―le dije―. Si estoy haciendo fuerza. Me duele la mano ya…

―Bueno, pero no quiero que te duela la mano tampoco ―me dijo y me la sacó de su pene.

―Pero no pasa nada, eh ―le dije. Estaba preocupada. ¿Por qué Ferni no acababa? ¿Qué significaba eso?―. ¿Querés que te haga otra cosa? ―le ofrecí.

―Bueno, bueno, si querés, no me voy a negar ―me dijo, subiendo las cejas, entusiasmado, y yo comencé a hacerle sexo oral.

Así pasó el tiempo. Succioné y succioné, cuidándome de que mis dientes no lo rozaran, explorando nuevas cavidades en mi boca para que su miembro entrara lo más posible, pero todo fue en vano. Al cabo de muchos minutos, no había logrado que Ferni acabara.

― Ayudate con la mano, así llegas a la base ―me sugirió, al percibir mi cansancio.

Le hice caso y seguí con la faena del sexo oral, hasta que sentí una contractura en el cuello y perdí concentración.

― ¡Ay! ―gritó Ferni―. ¡Ay, ay, ay! Tus dientes…

― ¡Uy! Perdón, no me di cuenta.

―No, está bien ―me dijo y noté que su erección había desaparecido. Me sorprendí―. Se me fue… ―agregó, resignado―. Es que me dan impresión los dientes. Bah, a todos los hombres nos pasa lo mismo.

― ¿Te dolió mucho?

―No es dolor, es… es… algo como la sensación de que te lo van a arrancar, ¿entendés?

―Sí, sí, había oído una vez eso. Pero yo no te lo voy a arrancar, eh ―le dije, sonriendo.

―Sí, mi amor, ya sé ―me dijo y me dio un beso ―. ¿Pedimos el café que está incluido en el turno? ―sugirió luego―. Así nos relajamos un poco.

―Bueno ―le dije y Ferni levantó el tubo del teléfono.

Por una ventanita que tenía la habitación, una persona que no vimos nos entregó una bandeja con dos tazas. Tomamos los cafés desnudos, sentados en la cama. No sentía vergüenza por mi desnudez. Nunca la había sentido con Ferni, aunque esta vez estaba preocupada por lo que le había sucedido recién: ¿Por qué no había acabado? ¿Por qué se le había ido la erección con tanta facilidad y ahora había elegido tomar café en vez de intentar de nuevo tener relaciones sexuales? No me animé a preguntárselo.

Cuando terminamos la bebida, Ferni comenzó a besarme en la boca y tuvo una erección de nuevo. Se colocó el preservativo. Otra vez, parecía que su pene había quedado cubierto por una bolsa floja de nailon.

― Mirá que no te puedo hacer sexo oral ahora, eh ―me advirtió.

― ¿Eh? ¿Por qué?

―Porque vos ya me hiciste sexo oral a mí y después nos besamos en la boca.

―Y… y… ¿pero qué tiene? No es que quiera que me hagas sí o sí, pero…

―Es que a lo mejor me salió algún líquido con espermatozoides cuando me la chupaste y pueden seguir en tu boca ―me interrumpió―. Y como nos besamos, ahora pueden haber pasado a la mía y si te hago sexo oral, pueden entrar en tu vagina y dejarte embarazada, ¿entendés?

― ¡Pero, Ferni! ¡¿Qué decís?! No creo que eso sea así.

―Bueno, pero mejor prevenir, ¿no?

―Sí, sí, pero no es así, no es así, no creo que sea así ―le dije. << ¡Sos un estúpido, Ferni! Y yo tuve mi primera vez con un estúpido>>, pensé.

―Sí es así ―insistió.

―No sé, no creo. Voy a averiguar.

―Y vas a ver, vas a ver que es así, o te vas a quedar con la duda, porque si te fijas en internet seguro que una mitad te dice que sí y la otra que no.

―Bueno, no sé ―le dije y dejé que me besara en la boca de nuevo.

Ferni puso su cuerpo arriba del mío y provocándome un poco de dolor que no le hice ver, me penetró. Comenzó a moverse rápido y la fuerza de sus empujes me hizo desplazar en la cama, hasta que mi cabeza llegó al borde y quedó suspendida en el aire.  Él no hizo caso de lo que sucedía y siguió con la arremetida. Tuvo que parar cuando casi la mitad de mi cuerpo había salido de las fronteras de la cama, obligándome a apoyar una mano en el piso para no caerme.

Cuando me acomodé sobre las sábanas de nuevo, retomamos la tarea. Ferni se movía hacia adelante y hacia atrás. A veces parecía seguir un itinerario circular que me provocaba sensaciones placenteras, que duraban muy poco, porque luego volvía a los pequeños dolores y molestias y al final, a la nada otra vez.

Esperaba con ansiedad que Ferni acabara, para que la situación culminara y pudiera descansar, cuando una grabación nos anunció que el turno del hotel había finalizado. Ferni se separó de mí y su erección se esfumó de nuevo.

―Ya está, cuando sé que no tengo mucho tiempo, no puedo. Pierdo concentración ―me dijo.

―Ah…

― ¿Vamos a tomar algo ahora? Porque quiero seguir estando con vos ―me dijo cuando nos estábamos vistiendo y me dio un beso.

―Sí, sí, vamos ―le dije.

A la salida del hotel, avanzamos con el auto hasta una barrera que se abriría cuando le pagáramos la tarifa a una persona que no veíamos y que estaba detrás de una ventana con vidrios espejados.

― ¿Tenés efectivo, no? ―me preguntó Ferni, revisando su billetera.

―Sí, sí, tengo.

―Ay, perdóname, porque yo no tengo. No me di cuenta. Pagué la consumición en el bar y me quedé sin billetes, y no me animo a usar la tarjeta. Es muy arriesgado para mí.

<< ¡Otra vez lo mismo!>>, me quejé en mi mente, pero dije:

―No, está bien, no te preocupes ―y pagué la cuenta.

<<Nunca más en mi vida le pago algo a un tipo. Ni un caramelo. Y si tiene novia, no le doy ni la mano>>, afirmé con el pensamiento cuando bajaba la escalera del hotel de Mar del Plata, en septiembre de 2011. Eran las diez de la mañana del domingo y no tenía ganas de compartir el desayuno con nadie. Menos con Martín y con “su prometida.”

Pero no veía alternativas. Para salir del hotel e ir a buscar algún bar en el que poder tomar un buen café con leche, tenía que pasar por el sector en donde estaban las mesas del desayuno. << ¿Y si están los dos sentados qué hago? ¿Me siento con ellos?>>, me pregunté con preocupación antes de darme cuenta de que Martín y su novia no estaban en el lugar.

El que sí estaba era Gustavo Almazán, sentado a una mesa. Tenía la computadora abierta y hablaba por teléfono. << ¿Pero por qué este tipo está despierto tan temprano? Si ayer se acostó muy tarde. No duerme>>, observé. << ¿Y qué hago ahora? , ¿ me siento a la mesa de él o me siento en otro lado? Porque si me siento con él, por ahí quedo como pesada, y si no lo hago, a lo mejor paso por antipática. Y bueno, no sé…>>, me dije y atiné a sentarme a una mesa alejada de la de Gustavo.

― ¡Anita!, ¡Anita! ¿qué hacés? ―me gritó. Había dejado de hablar por teléfono justo en ese momento―. ¿Adónde te vas a sentar? ¡Vení! ¿Por qué te vas a otra mesa?

―Eh… bueh… eh… ―le dije cuando me acerqué―.Es que por ahí es… es… estás ocupado, no sé, como estás con la com…tadora ―agregué. No me salió “pu”.

―No, no, Anita, no importa, no estoy tan ocupado. Es domingo. Sentate, sentate, ¿qué querés desayunar?

―Un café con leche.

―Bueno ―me dijo y llamó a la moza para hacerle el pedido ―Comé, Anita, comé ―agregó luego, acercándome las medialunas y las tostadas que había sobre la mesa.

Unté una tostada con mermelada y el teléfono de Gustavo Almazán sonó. Atendió. Pude deducir que del otro lado alguien lo invitaba a jugar al futbol.

―Sí, sí, está bien, llego, llego, a las seis estoy ahí. No hay problema… Nos vemos. Cinco a cero ganamos de nuevo… ¿Ah? ¿No? ¿Qué duda tenés?… sí, sí, decí mucho, sí, seguí así… sí, no… nada que ver, me parece que vos hablás mucho y nada… sí… sí… como todos los que hablan, sí, las cosas se demuestran con hechos, no con palabras, eh… sí, ahora hasta hay algunos que lloran mintiendo… ―dijo Gustavo Almazán y a mi mente se vinieron los momentos vividos con Ferni luego de salir del hotel de alojamiento, en mis primeros minutos como mujer “exvirgen.”

―Fue muy fuerte lo de recién, eh ―me dijo Ferni cuando estacioné al auto, en la puerta de un bar que quedaba a pocas cuadras del hotel en el que habíamos estado recién―, fue como te dije en el mail, de verdad, fue el “momento cúlmine ―siguió―. No te rías―agregó al ver mi expresión y salimos del auto.

―No, no me rio. ¡Y gracias! Es lindo lo que me decís.

―No, gracias a vos, mi amor.  Muchas gracias ―me dijo y comenzó a llorar. Me abrazó―. Fue como te dije en el mail. Te amo. Fue muy fuerte, muy fuerte lo de recién, no sabés lo que fue para mí. Te amo ―agregó y me dio un beso.

―Bueno, pero ni acabaste―me animé a decirle cuando nuestras bocas se alejaron.

― ¿Pero eso qué tiene que ver? ―me preguntó y se sonó la nariz con un pañuelo descartable. Luego, se secó las lágrimas.

―Y no sé…

―No, pero eso es por los nervios del momento, por el tema de la preocupación del embarazo. Además, hoy estoy muy cansado, y eso también influye ―me dijo Ferni, cuando cruzábamos la puerta del bar.

― ¿Y por qué hoy estás cansado? ¿Vamos a esa mesa? ―le pregunté, señalando una que estaba junto a una ventana.

―Sí, a esa ―me dijo―. Estoy cansado porque ayer no dormí en toda la noche.

―¿No dormiste? No me dijiste nada. ¿Por qué no dormiste? ―le pregunté cuando nos sentamos.

―Porque mi novia tenía que entregar temprano una maqueta hoy en el posgrado y me quedé ayudándola. Si no, no iba a terminar. ¡Pobre! Está a full.

―Ah… ¿ayer dormiste con tu novia?

―No, si te digo que no dormí. No llegamos a acostarnos. Estuvimos toda la noche con la maqueta.

―Ah…

―Quedó espectacular. Es el diseño de un barrio privado, con todo, eh, con todo.

―Ah…

―Salió divina la maqueta. Es que mi novia tiene mucho gusto para hacer esas cosas, yo siempre le digo que tiene una sensibilidad especial como arquitecta. Por eso quiero que consiga un buen laburo, porque se lo merece. De verdad, se lo merece mucho. Es muy capaz, muy inteligente, siempre fue muy buena alumna…

―¿Sí? ―pregunté por preguntar.

―Sí, sí, tuvo muy promedio en la facultad.

―Ah…

―Ojalá que se fijen en eso en la constructora en la que tiene una entrevista la semana que viene. Estamos re ansiosos, porque es un muy buen sueldo, una muy buena oportunidad. Una constructora muy importante.

<<¿Estamos re ansiosos? ¿Qué? ¿Vos también estás ansioso? ¡Si estás conmigo ahora!! Vengo de tener mi primera relación sexual con vos, acabas de llorar, de decirme que me amas, que fue el “momento cúlmine” de tu vida, ¿y estás “re ansioso” por el laburo de tu novia?>>, pensé, pero dije:

―Ah…

― Le dije que a la entrevista lleve fotos de la maqueta que hicimos ayer, porque con eso la tienen que contratar. Quedó muy lindo el barrio que armó.

―Sí, ya me dijiste.

―Quedó espectacular ―insistió, sin prestarme atención.

Bueno, ¿ya sabés qué querés tomar? ―le pregunté, para sacarlo del tema.

―Cerveza. Tengo ganas de una cerveza. Una Corona estaría buena, ¿no?

―Y… sí, sí, pero es muy cara la Corona ―dije, al ver su precio en la carta―. Prefiero un chopp Quilmes. Total tienen todas el mismo sabor…

―No, no, la Corona es mucho mejor, es una cerveza mucho más fina ―dijo y llamó al mozo. Cuando éste se acercó a nuestra mesa, Ferni le pidió un chopp Quilmes para mí y un porrón Corona para él. Me dio bronca, pero la hice a un lado.

― ¿Y tu novia va a dormir en tu casa esta noche también?

―No sé, no me llamó todavía. Supogo que sí, porque es sábado. Siempre se queda en mi casa los sábados, pero hoy debe estar fusilada. Sin dormir en toda la noche y con tantas horas de clase en el posgrado… pobre…―me dijo, mirando la pantalla de su celular ―. No debe haber salido todavía de la facultad.

―Ah…

―Estará chocha con la maqueta igual.

―Me imagino ―le dije. “Y hay algo mutilado que he pensado que tal vez era mi dignidad…”, fue la parte de la canción “El recuento de los daños” que se me vino a la mente cuando recordé ese momento que viví con Ferni. Algo de ese tema musical siempre aparecía en mi cabeza cuando pensaba en él.

―El barrio que diseñó tenía hasta lago artificial, amarraderos en todas las casas. ¡Y no sabés lo que era el sistema de cañerías, de desagües! ¡Era buenísimo! Aunque no quedaba estético, lo resaltamos en la maqueta, porque era el valor agregado del proyecto… ―dijo Ferni y siguió hablando, haciendo una descripción pormenorizada de la maqueta. Yo solo acotaba “ah” de vez en cuando y él no se daba cuenta de mi incomodidad.

Estuve en el bar con Ferni, escuchando las bondades del proyecto arquitectónico de su novia, hasta que su celular emitió un sonido.Había recibido un mensaje, de ella justamente. Le avisaba que estaba en viaje y hacia la casa de él.

Ferni se inquietó y llamó al mozo para pedirle la cuenta. Como no tenía efectivo, otra vez tuve que pagar yo. Y su cerveza cara, encima. Lo llevé en mi auto y lo dejé a pocas cuadras de su casa. Se despidió de mí con un gran beso en la boca. Me dijo que me amaba, que le emocionaba haber podido “hacer el amor” conmigo y se le cayeron varias lágrimas.

<<¡Qué falso! ¿Cómo pudo llorar? >>, pensé y vi las manos de Gustavo Almazán pasar por delante de mi cara.

― ¡Ey, ey, Anita, Anita! ―me dijo.

―¿Qué? ¿Qué? ―dije y sacudí la cabeza por la sorpresa.

―Te me fuiste, Anita, ¿en qué estabas pensado?

―No, no, en nada, en nada… ¿ya cortaste la llamada? Me distraje…

―Sí, sí, ya corté, Anita, ya corté. ¿Estás dormida, Anita? ¿Qué te pasa? Porque ayer no te acostaste tan tarde, ¿no?

―No, no.

―Ah, yo tendría que estar dormido, Anita, yo sí estoy cansado. No dormí nada.

―¿No?

―No, Anita, una hora y media habré dormido…

― Ah, ¿tan poco?

―Sí, Anita, muy poco dormí. Llegué a las siete. No sabés lo que fue la noche en la playa con los cuatriciclos. Me volví loco, Anita. Fue impresionante. La pasé bárbaro.

―Ah, qué bien…―le dije. <<Yo, en cambio, la pasé para la mierda. Tuve que escuchar la gran cogida de Martín y la novia. Y después, para colmo, me la pasé acordándome de Ferni y de mi “gran cogida” con él>>, pensé.

―Sí, estuvo buenísimo ―me dijo.

La moza me trajo el café con leche. Le puse edulcorante pensando en qué preguntar, en qué agregar para seguir la conversación. No porque me interesara dialogar con Gustavo Almazán, sino porque me sentía responsable del silencio que se había producido.

―¿Y por qué estás levantado a esta hora si te acostaste a las siete?

―Porque me desvelé, Anita, me desvelé ―me dijo, sin mirarme, porque al mismo tiempo respondió a un mensaje en su teléfono.

―Ah…

―A las nueve me sonó el celular. Era Tincho, Anita ―agregó cuando dejó el teléfono sobre la mesa.

―¿Tincho? ―pregunté asombrada.

―Sí, Anita, Tincho. Me llamó para decirme la familia de la novia había tenido un problema, y que por eso se tuvieron que ir muy temprano, de urgencia. Me llamó desde el micro. Estaban en la ruta a Buenos Aires.

―Ah…, ¡¿estaban en la ruta?!, ¿en la ruta?, ¿se volvieron en micro?, ¿qué habrá pasado? Porque para irse así con tanta urgencia…

―No sé, Anita, no sé, yo estaba tan dormido que ni pregunté. Pero después pensé: ¿por qué no esperaba un rato y se volvía con nosotros, no?

―Y no sé… habrá sido algo grave, muy urgente.

―Sí, sí, qué sé yo, pero dos horas más, dos horas menos…

―No sé…―le dije. <<¡Qué alivio! Ya no tengo que compartir  el viaje de vuelta con Martín y con su novia ni más momentos con ellos hoy. ¡Pero qué forra soy! Ni me preocupa lo que le pasó a la familia de ella>>,pensé. ―. ¿A qué hora nos volvemos nosotros? ―pregunté.

No sé, Anita, ¿qué hora es? ―preguntó y miró su reloj―.Las diez y media. Y a la una, dos salimos, ¿te parece?

―Sí, sí, me parece.

―Así de paso hacemos algo, Anita, porque está lindo el día.

―Sí, está lindo.

― ¿Vamos a la playa un rato?

―¿Eh?… pero no está como para meterse en el agua.

―No, Anita, ya sé, ya sé. Está fresco para maya. Pero vamos a caminar por la arena, dale.

<<¡No, no quiero! ¿Caminar con vos en la playa? ¿Estás loco? Si no sé ni de qué hablar>>, pensé, pero dije:

―Sí,  sí, vamos.

Y fuimos. Cuando estábamos parados cerca de un semáforo, para cruzar una avenida que nos separaba del mar, Gustavo Almazán respiró hondo, miró al cielo y me dijo:

― ¿Ves, Anita? El aire, el sol, el cielo, estas cosas son buenas para la vida.

―Sí, sí, son buenas y son gratis ―le dije.

―Ay, Anita, ¡pero yo no estaba hablando de plata!

―No, no, ya sé, pero bueno…

―Lo que te quería decir, Anita, es otra cosa, porque ayer pensaba, cuando estábamos en el boliche, en lo que es la noche, en la gente que vive de boliche en boliche. Poco sano. Yo no soy así, por suerte ―me dijo cuando cruzábamos la avenida.

―No, no, yo tampoco.

―A mí me gustan más los deportes, las actividades al aire libre, esas cosas, ¿a vos, Anita?

―Sí, sí, a mí también ―le dije. No sabía si mentía.

―Mirá esa familia, ¿ves? ―me dijo, señalándome a un matrimonio joven, que estaba jugando con sus dos hijos chicos en la playa―. Esas cosas están buenas. Mirá qué lindos que son los nenes, ¿no?

―Sí, sí, son lindos ―dije. <<¿Qué más digo?>>, me pregunté.

―Yo me llevo bien con los chicos, Anita. Estoy mucho con mis sobrinos, siempre los saco a pasear, los llevo al cine, al parque de diversiones…

―Ah…

―La paso bien con ellos, casi mejor que con los grandes.

―Ah… y sí… qué sé yo, a veces los chicos son mejores…

―Sí, Anita, lo que pasa es que los sobrinos son los sobrinos, uno los ve un ratito y después se vuelven con los padres…¿Vos tenés sobrinos, Anita?

―No, no, soy hija única ―dije. <<Ya me lo preguntaste veinte veces y veinte veces te dije que soy hija única. ¡Cómo me jode que la gente no se acuerde de mis detalles>>, pensé. <<¡Bien de hija única egocéntrica lo mío!>>, me burlé de mí misma.

―Ah, no vas a tener nunca sobrinos entonces. O bah, no sé, porque si te casas con alguien que tiene hermanos… ―dijo y me sonrío―, ¿no?

―Y sí, sí… pero no sé, no son sobrinos de sangre, son sobrinos políticos en ese caso―le dije.

―Y sí, Anita, sí, pero es lo mismo ―me dijo, un poco molesto.

―No sé, no sé… ―dije y el teléfono de Gustavo Almazán sonó. Lo atendió.

―Sí, Bety, sí, estoy todavía en Mar del Plata… sí, sí, decime, Bety… ¡¿cómo?!  ―exclamó y se alejó de mí varios pasos. << ¿Este pelotudo no quiere que le escuche la conversación? ¡Qué forro!>>, pensé y caminé hacia la orilla del mar.

Me quedé contemplando las olas un rato, hasta que escuché los gritos de Gustavo:

―¡Anita! ¡Anita! Me vuelvo para el hotel. A la una salimos. Te veo en el estacionamiento.

―Bueno, bueno ―le dije y lo vi retirarse de la playa.

El recuento de los daños (I)

Cerré la puerta de la habitación. Prendí las luces y dejé la cartera sobre la cama.

― ¡Ay, ay! ―exclamó la novia de Martín. Esta vez su grito no pareció expresar gozo, al contrario, transmitió dolor―. ¡Ay! ¡No! ¡No! ¡Ay! ―siguió. Luego, sobrevino el silencio.

Comencé a sentir que me faltaba el aire. Estaba angustiada. Todavía no había podido procesar todo lo que había sucedido esa noche. Martín me había dicho que me quería, aunque no de la mejor manera ni en el mejor momento ni en el mejor lugar, pues estábamos compartiendo una cena con su novia.

Y ahora estaba con ella, en la habitación de al lado, “haciendo el amor.” Abrí la ventana, corrí las cortinas y dejé que el aire y el ruido del mar que tenía en frente entraran en el cuarto que ocupaba.

― ¡Ah! ¡Ah! ¡Seguí! ¡Seguí! ―oí. Al parecer, las cosas en la habitación de al lado se habían vuelto placenteras de nuevo y yo no quería saber nada de ellas.

<<Eso que ya sé de qué se trata>>, pensé. <<Aunque no mucho, porque ni que ahora fuera una gran experta. Tampoco la pavada>>, me dije mientras revolvía la cartera buscando el celular.

― ¡Ah! ¡Ah! ―exclamó con gozo la novia de Martín y yo me puse los auriculares en las orejas.

Apagué las luces del cuarto y salí al balcón. Me senté en una silla que había allí, en una completa oscuridad. Puse mi dedo sobre la palabra “play” del reproductor de música de mi teléfono y la canción “El recuento de los daños”, en una versión cantada a trío por Gloria Trevi, Lucía Méndez y Daniela Romo, comenzó a sonar. Escucharla no era lo mejor que podía hacer por mí esa noche. Lo sabía. Pero es tan linda que, aunque me traiga a la mente el recuerdo de los peores momentos vividos, nunca puedo ni pude privarme de oírla.

Apoyé mi espalda sobre el respaldo de la silla y, frente al mar, me entregué a la laceración de mis recuerdos.

“El recuento de los daños, del holocausto de tu amor, son incalculables e irreparables, hay demasiada destrucción…”, oí y mi mente reconstruyó la escena de la última salida con Ferni. Llevábamos diez días ininterrumpidos de noviazgo clandestino, luego de nuestra última pelea y posterior reconciliación. Tomábamos cerveza, una tarde, al aire libre, en un bar al lado del río.

―Mi abuela dice que lo mejor es que sigamos así, que esperemos, que veamos…

― ¿Tu abuela te dice que salgas conmigo y con tu novia a la vez?

―Bueno, no es así como vos lo describís. Es hasta que estemos seguros los dos. Nos tenemos que conocer bien. Dejar todo, hoy por hoy, es una jugada muy grande, ¿no te parece?, ¿y si después me hacés lo mismo que antes?, ¿me dejás?, ¿qué hago yo? Me quedo solo…

―Pero no, yo no te voy a volver a dejar… ―dije, no muy convencida, pues sabía que mis palabras no eran sinceras. No estaba enamorada de Ferni, solo estaba desesperada por mi situación y convencida de que él era el único hombre al que podía aspirar en esta vida.

―Bueno, pero no sé, eso nunca se sabe…―me dijo él y yo no me animé a insistir con la idea contraria―. ¿Vamos a caminar un rato? ―me preguntó luego de unos minutos de silencio.

―Sí, vamos ―le dije.

Y Ferni pagó la cuenta. Nos pusimos de pie y, de la mano, comenzamos a caminar cerca de la orilla del río. En ese momento, a mi mente se vinieron las palabras y la insistencia  de mi madre: “¡Tenés que ir al ginecólogo, porque si no te entró algún problema podés tener!”. Pero yo no quería ir al ginecólogo, quería intentar de nuevo tener relaciones, con un hombre que estuviera enamorado de mí y creía que Ferni lo estaba, a pesar de las pruebas en contra de esa creencia que se habían acumulado ante mí por esos días.   Además, con él había cruzado muchas barreras en materia sexual. Sentía que había invertido mucho de mí misma en Ferni y no podía aceptar la idea de retirarme de la historia como perdedora. Él tenía que quererme, debía hacerlo. No podía haberme mentido tanto. O haber dejado de sentir lo que sentía por mí en tan poco tiempo.

“¡Oh, no! ¡No, no, no! No, no puedo reponerme, de ese gesto que me sube al cielo y que ahora me hunde en el infierno…”, siguió la canción. Conocía bien la sensación que describía, porque Ferni, esa tarde, cuando caminábamos, me dijo que me amaba y que le parecía un sueño estar conmigo. Luego, me tomó de la cintura, me alzó y me hizo girar en el aire entre sus brazos, haciéndome sentir en el cielo.

― ¿Vamos a un hotel? ―le propuse, después de un beso largo, que nos dimos justo cuando mis pies volvieron a tocar el piso.

― ¡¿Querés?! ―me dijo, entusiasmado.

―Y sí, sí, quiero ―le dije―.Lo que pasa es que vos nunca me lo propusiste de nuevo.

―No, no, sí te propuse, ¿no te acordás? Pero vos no quisiste…

―Ah, bueno, pero ese día, bueno, el que me dijiste lo de la doble vida, mejor que no me acuerde, eh.

―No, no empecemos. No nos pongamos mal. Estábamos bien.

―Sí, ya sé, pero bueno…

―Y si no te propuse o no te insistí después es porque no quiero que te pongas mal si de nuevo no podemos concretar ―me dijo Ferni cuando subimos a mi auto. Creí en sus palabras.

“¡Oh, no! ¡No, no,no! No, no puedo reponerme, de tu forma tan cruel de abrazarme si sabías que no ibas a amarme. ¿Qué ganabas? ¿Qué ganabas? Con besarme…”, escuché por los auriculares.

Estacioné el auto en el hotel y, antes de abrir la puerta para bajar, Ferni tocó mi brazo y me dijo:

―No, esperá ―y me abrazó―.Te amo, nunca te olvides de eso ―agregó, con los ojos húmedos. Le sonreí en silencio y salí del auto.

Subimos una escalera y llegamos a la puerta de la habitación. Ferni la abrió y entramos. El hotel era más lindo que aquel en donde habíamos tenido nuestro primer intento fallido de tener relaciones sexuales.

―Voy al baño ―le dije.

―No, no, ¿para qué vas a ir al baño ahora? ¡Vení! ―me dijo Ferni y me sentó sobre la cama, a su lado. En mi mente corrió la película de cómo nos besamos y nos sacamos la ropa en ese cuarto de hotel de alojamiento, esa tarde de octubre de 2009,  hasta que la luz del balcón de la habitación de al lado del hotel de Mar del Plata, en el que estaba ahora, en septiembre de 2011, se encendió y me iluminó.

Pude ver a Martín, que solo tenía puesto un pantalón de jogging y lucía el torso desnudo. Me miró sorprendido. << ¡Uh!!! Retiro lo dicho acerca de los hombres que van al gimnasio>>, pensé cuando vi su cuerpo. Sus labios hicieron varios movimientos. Dijo algo, que esta vez no oí porque tenía lo auriculares puestos.

― ¿Qué? ―le pregunté cuando me los saqué.

― ¿Qué hacés afuera, Martín? Hace frío ahora ―oí, al mismo tiempo. Era la voz de su novia, que venía desde adentro del cuarto.

―Ya entro, ya entro ―le dijo él y ella puso un pie en el balcón.

―Ah… ―dijo cuando me vio y Martín la llevó de nuevo adentro, tomándola de un brazo.

<< ¡Ay, Dios! ¿Cómo pude alimentar en estos meses una fantasía con Martín? ¿Cómo? Si a mí ni Ferni me quiso. ¡Ni Ferni!>>, pensé cuando ya estaba acostada en la cama. Los ocupantes de la habitación de al lado, por suerte, ya no emitían sonidos.

<< ¿Por qué gritarán las mujeres cuando cogen?>>, me pregunté después y recordé a Ferni sobre mí, con su pene queriendo penetrarme. De nuevo, en ese segundo intento, aparecieron el  dolor, el ardor y unas tremendas ganas de hacer pis. Pero él siguió haciendo fuerza, hasta que sentí que iba a orinar ahí. Entonces, empujé con delicadeza a Ferni y me puse de pie. Desnuda, caminé al baño. Cuando me senté sobre el inodoro, salió de mí un gran chorro de sangre. Vi las manchas rojas en el agua y supe que ya se había ido mi virginidad, del todo.

Regresé a la cama. Ahí estaba Ferni esperándome, desnudo y sonriendo.

―Entró ―me dijo, contento, y me tendió los brazos.

―Sí, entró, esta vez entró ―le dije.

Nube viajera (V)

Buenos Aires, septiembre de 2011.

La novia de Martín se sentó en su silla y fijó la mirada sobre mí unos segundos. Luego, pasó a él. Tomé un gran sorbo de vino de golpe, ya con mi vista a apuntando al plato. No aguanté y me puse de pie.

Caminé hacia el baño recordando una escena de la telenovela “Amor de Nadie”, en la que Lucía Méndez estaba con una amiga, sentada a la mesa de un restaurante en París, y un hombre, el cantante devenido actor Bertin Osborne, uno de los galanes de la historia,  sentado a otra mesa, no tuvo reparos en mirarla embobado durante toda la noche, a pesar de estar acompañado en ese momento por la que era su novia. Esta situación, que se repitió en muchas otras telenovelas en diferentes circunstancias, nunca fue vista como un mal antecedente del galán, ni por los televidentes ni por los autores de las historias. Tal vez porque se entendiera que la heroína era la persona más especial en la vida del protagonista masculino, la única realmente amada por él. Después de ella, ese hombre jamás sentiría gusto o atracción por otra mujer.  Nadie jamás especuló con la posibilidad de que, tiempo después, Lucía Méndez podía cambiar de lugar y estar sentada a la mesa del restaurante con Bertin Osborne, como su novia, mientras él, mira, embobado, a otra.

Algo había aprendido en los últimos tiempos. Lo que me había pasado con Ferni había aumentado mi capacidad de observación y de reflexión. Ahora prestaba más atención a las historias de los demás, sobre todo a aquellos detalles que no estaban tan a la vista en ellas.

Por eso, cuando me lavaba las manos en el baño, no me sentía feliz. Tampoco halagada, pues sabía que yo alguna vez podía estar en el mismo lugar que la novia de Martín. Si él lo había hecho una vez, podía hacerlo otras tantas, sin importar quién estuviera a su lado.

Ahora bien, a pesar de toda la información que tenía en contra de Martín, ¿iba a poder privarme de él, dejarlo pasar solo por prevenir una futura frustración sentimental?

<<No, no voy a poder. Me gusta tanto…>>, pensé cuando salí del baño.

Me sobresalté al ver a Martín cerca de la puerta, en el pasillo del restaurant en el que estaban los sanitarios de hombres y de mujeres.

―Ana ―me dijo, con las manos tomando su nariz―, no————————————————————————————————————— ―agregó. No oí.

― ¿Qué?―le pregunté. Traté de tranquilizarme. El dúo cantaba la canción “Colgando en tus manos”, de Carlos Baute. El volumen de la música era alto. Tenía una buena excusa para no haber oído las palabras de Martín.

―Que no——————————————————————————————————————- ―me dijo de nuevo. No pude ni leer sus labios. Eso que ya no se estaba tomando la nariz con las manos y tapando su boca.

―No, no te oí ―le dije y me señalé una oreja.

―Que no——————————————————————————————————————- ―repitió y miró hacia atrás, con un dejo de temor de encontrar a alguien que nos estuviera viendo, aunque no se podía divisar el pasillo en el que estábamos desde la mesa que ocupaba nuestro grupo.

―No, no te oigo, la música está muy fuerte ―dije. Martín me miró extrañado. << ¡Uh! A lo mejor la música no suena tan alta. Dije una pavada. ¿Por qué tendré esta sordera de mierda? ¡La puta madre que los parió!>>, protesté en mi mente.

―No sabía que ibas a venir, me habías dicho que no…

―Es que no sabía.

―Bueno, después hablamos en Buenos Aires, eh, el lunes.

―Sí…

―Ok ―me dijo y avanzó hacia la puerta de entrada al baño de hombres.

Regresé a la mesa. En el camino, ya había sentido la mirada de la novia de Martín y la había esquivado. Gustavo Almazán seguía de gran charla con Leandro y con Maura.  Cuando me senté en la silla, tomé un sorbo de vino y mantuve mi vista fija en el plato. Tenía miedo de que la culpa que sentía con la novia de Martín se me notara en la expresión. Por eso no quería cruzar miradas con ella.

El mozo dejó sobre nuestra mesa cuatro fuentes grandes, dos con rabas y dos con papas fritas, justo cuando Martín volvió a su silla. Su novia le dijo algo al oído que él respondió con pocas palabras.

Todos, menos Gustavo Almazán, nos servimos la comida, pinchando las rabas y las papas fritas con los tenedores y transportándolas así, desde las fuentes a los platos.

Le puse limón a las rabas y observé que Gustavo Almazán me miraba expectante. Subí las cejas y me encogí de hombros. Gestos que le preguntaban: “¿Qué carajo querés?”

―Anita, Anita ―me dijo moviendo su cabeza hacia los dos lados―, servime, Anita, ¡dale! ―agregó, como si fuera una obviedad, y me dio su plato. Lo miré con bronca. Hubiera querido espetarle: “¡Pero por qué no te servís vos! ¡No soy tu sirvienta, pelotudo!”, pero no me animé a hacerlo y le serví tres rabas y tres papas fritas en su plato. Cuando lo dejé en su lugar, crucé una mirada con Martín. Noté que tenía fruncido el ceño. << ¡Uh! Este pibe va a pensar que soy una boluda por haberle servido la comida a Gustavo>>, pensé. << ¡Seguro que me dice de todo el lunes! >>, me asusté. <<Igual, ya sabe que yo no salgo con Gustavo. Se tiene que haber dado cuenta. Si ni siquiera compartimos habitación en el hotel. Y además, Martín no tiene derecho a decirme nada. ¡¿Pero por qué soy tan boluda?! ¿Por qué tengo miedo a lo que piense de mí? ¡¿Por qué me hago tanto problema?! Si el tipo está acá, con la novia, y yo le tengo que disculpar eso y todo lo demás, porque lo de Verónica tampoco me queda tan claro que digamos… >>, me angustié.

Comí con mi cuello torcido hacia la izquierda, concentrada en el show musical. De vez en cuando, miraba de reojo a Martín. Siempre lo encontraba comiendo en silencio.

Cuando llegó el primer plato, Gustavo Almazán volvió a pedirme que le sirviera papas y un poco de mi ensalada en su plato. De nuevo, Martín me miró frunciendo el seño. Su novia también me dirigió una mirada, con los ojos bien abiertos. Yo los pasé de largo y posé mi vista sobre el dúo de cantantes.

Volví a prestarle atención a la mesa denuevo en el momento en el que el mozo vino a tomar el pedido del postre.

―Café ―dije.

― ¿Café, Anita?me preguntó Gustavo Almazán, que había pedido una copa compuesta de tres bochas de helado, nueces, almendras, crema, chocolate y dulce de lecha.

―Sí, café ―le respondí, resignada, y observé que Martín y su novia habían comenzado a discutir―. Si comiera lo que comés vos, pesaría doscientos kilos. ¡Qué suerte que tienen los hombres!

―Sí, sí, tenemos suerte ―me dijo Gustavo, apurado. Yo quería oír la discusión de Martín y su novia, pero no podía. Los dos hablaban en voz muy baja―. Acordate, Anita, que después nos vamos a ver al del micro estadio, eh. Me tiene que llamar igual… ―agregó Almazán.

<< ¡Ay, la puta madre! ¡Esto de irme con Gustavo es una cagada! Martín va a sospechar cualquier cosa>>, pensé y pregunté con ilusión:

― ¿Y si no te llama no tenemos que ir?

―Y no, no, Anita, si no me llama, no. Pero cruzá los dedos. Es buen negocio. Que me llame.

―Sí, sí, ya cruzo los dedos ―dije. <<Que no lo llame, que no lo llame>>, deseé y crucé los dedos para ello.

Observé que Martín y la novia habían dejado de discutir. Ahora los dos estaban en silencio, con expresión de enojo en sus caras. Crucé una mirada con él y luego, tomé el café con los ojos puestos en el arreglo floral de la mesa.

Un rato después, los mozos nos indicaron a todos los que estábamos en el restaurante que debíamos abandonar nuestros lugares, porque empezaba el baile y había que correr las mesas y las sillas hacia un rincón para hacer lugar.

Me quedé parada en el medio de la improvisada pista de baile. No quería bailar, pero la exnovia del enano maldito me tomó de un brazo y unos segundos después estaba moviéndome al ritmo de una cumbia.

El momento que estaba viviendo no era tan malo, pues ya no me incomodaba tanto bailar, ni me sentía tan dura y tosca en mis movimientos como en otros tiempos. Es que había sido perseverante en esta cuestión. Todas las noches, sola, frente a la pantalla de la computadora, había bailado imitando los pasos de Lucía Méndez o de otras cantantes y bailarinas latinas, y el ejercicio me había servido.

Martín se había quedado en un rincón, al lado de su novia. Leandro tomó de las manos a Maura para seguir bailando, y Gustavo Almazán me tomó de las manos a mí para hacer lo mismo.

―Bailas bien, Anita, eh ―me dijo. <<Martín no puede pensar que yo tengo algo que ver con Gustavo por estar bailando con él. ¡No! Porque hoy por hoy todo el mundo baila con todo el mundo sin que haya relaciones especiales de por medio. No es como en la época de mis padres>>, concluí, no muy convencida

―Ah, bueno, gracias ―le dije y vi que Leandro le hizo dar “la vueltita” a su novia. << ¡Ay, por favor, que este boludo no lo imite! Ahora bailo mejor, sí, pero “la vueltita” nunca la practiqué>>, pensé y Gustavo Almazán subió mi mano, invitándome a girar. << ¡La puta madre! ¡Se viene la puta “vueltita”!>>, exclamé en mi mente.

<<Bueno, bueno, voy bien, todavía no me siento enredada en brazos propios y ajenos>>, observé cuando ya había dado media vuelta y había quedado de espaldas a Gustavo Almazán. <<Ahora sigo, con tranquilidad, voy bien, y termino una “vueltita” perfecta, como cualquier mujer normal>>, me dije y ya no sentí la mano de Gustavo en la mía. Di la media vuelta que me quedaba y lo vi con el celular pegado a una oreja. <<Me dejó pagando para atender el teléfono>>, pensé.

―Anita, vamos ―me dijo cuando cortó la comunicación.

Nos despedimos de la exnovia de Rubén G., del franquiciado y de su esposa, y nos dirigimos al rincón en el que estaban Martín y su novia:

― Tincho, ¿ustedes se pueden volver solos al hotel, no? Porque nosotros nos tenemos que ir a otro lado. No los puedo llevar ―le dijo Gustavo.

―Sí, sí ―dijo Martín, sorprendido―, nos tomamos un taxi, no hay problema ―agregó, mirando a su novia―. ¿Te acordás de la dirección del hotel? ―le preguntó.

―Sí, sí, me la acuerdo, tengo una tarjeta del hotel en la cartera, además ―dijo ella y nos despedimos de los dos.

Salimos del restaurante.

―Anita, yo te cierro la puerta, eh, porque no hay caso, me vas a dejar sin camioneta ―me dijo Gustavo Almazán en el estacionamiento y me abrió la puerta para que subiera. Todo un caballero con su vehículo.

Nos detuvimos en un semáforo que estaba en rojo, sobre la famosa Avenida Colón de Mar del Plata. Otra camioneta, una que tenía el logo de Ferrari en el costado que podía ver, se paró al lado y su conductor empezó a pisar el acelerador. Bajó el vidrio de una ventanilla y desafió a Gustavo. Cuando la luz verde indicó que podíamos avanzar, me di cuenta de que él había aceptado el reto. Corrimos una carrera. Pasamos dos semáforos en rojo, dimos un salto tremendo en una lomada de la avenida y nos detuvimos cuando el mar era el único límite. Creí que mi corazón se iba a frenar ahí también.

―Bueno, Anita, no es para tanto. No te asustes así. Gané. ¿viste?

―No, sí, pero no tenés que hacer cosas así, es peligroso ―dije. Estaba agitada por el susto.

―Le gané, Anita, que se meta esa camioneta ya sabés donde. Es lo único que importa, que le gané. A la X6 no hay con qué darle. Buena compra hice ―me dijo, golpeando el volante con los dedos―. Nos sigue ahora el boludo, ¿viste? ―agregó, mirando el espejo retrovisor―. Se quedó caliente

Pocas cuadras recorrimos hasta que Gustavo Almazán estacionó la camioneta en la entrada del boliche. Un hombre de unos cincuenta años, elegante y apuesto, nos esperaba en cerca de la puerta principal. Cuando Gustavo le dio la mano, el conductor de la camioneta con el logo de Ferrari, le gritó:

―Mirá que voy a querer la revancha, eh.

―Es que yo no soy de acá ―le contestó Gustavo.

Pero esta noche quiero la revancha ―dijo el conductor―. ¿Para cuánto tenés? Te espero.

―Y… no sé… ―le dijo Gustavo Almazán y miró al hombre de cincuenta años.

―No, para una hora, no más ―dijo el hombre de cincuenta años.

Y entramos al boliche. Era lujoso. Había mucha gente bailando. El hombre de cincuenta años nos condujo hasta un lugar apartado, en el que había sillones, una barra de bebidas y pocas personas.

Tomanos champagne y el hombre de cincuenta años nos amplió la idea del negocio del micro estadio. Le di mi email para que me enviara la documentación que necesitaba para que pudiera hacer la evaluación del proyecto de inversión. Gustavo Almazán estaba feliz. La plata que había llevado la construcción del boliche en el que estábamos le hacía suponer que el hombre de cincuenta años era un buen empresario y que el proyecto del micro estadio era seguro.

Una hora después de nuestra llegada al boliche, cuando nos estábamos por retirar del lugar, porque ya habíamos hablado de todo lo que se podía hablar en ese momento respecto al negocio que nos reunía, el hombre de cincuenta años dijo que coleccionaba cuatriciclos, que los poseía de todas las marcas y modelos y que varios de esos aparatos y otras personas que los usaban, lo esperaban en una playa de las afueras de ciudad, para andar por los médanos durante toda la noche.

―Bueno, vamos, sí, sí, no me pierdo eso, ¡voy! ―dijo Gustavo con luz en sus ojos―. Anita, vamos, eh. Me encantan los cuatriciclos. Yo tengo uno, un Yamaha de dos cambios, pero nunca lo puedo usar, no tengo tiempo.  ¿Te conté? Qué lástima que no lo traje...

No quería pasar toda la noche en la playa corriendo el riesgo de ser atropellada por uno de esos aparatos, cuya función en este mundo no se me hacía tan clara. Pero, por timidez, no me atreví a negarme a acompañar a Gustavo.

Salimos del boliche y el conductor de la camioneta con el logo de Ferrari seguí ahí.

― ¡Quiero la revancha ahora! ―desafió a Gustavo y nos hizo sentir el ruido del motor de su vehículo al acelerarlo.

―Bueno, ya te la doy. Tengo que ir por la ruta a Miramar. ¿Corremos ahí?―le propuso Gustavo.

―Sí, perfecto. ¡Vamos!

<<Ah, no, no, la ruta a Miramar bordea el mar, no tiene luz, está lleva de curvas, lomas, es muy peligrosa, y más que eso para correr una picada. Y los cuatriciclos en una playa, de noche…, ¿qué voy a hacer yo ahí? No, no, por no saber decir que no, no voy a arriesgar mi vida. No es justo>>, pensé y vi varios taxis estacionados en la entrada del boliche, esperando pasajeros.

―Gus.. Gus…Gusta…ta…Gusvo ―me salió y me rendí―, yo… yo… es… es…estoy cansada. No sé, prefiero irme al hotel…

―Pero, Anita, ¿cómo te vas a ir ahora?

<<Bueno, vos me podrías llevar. No son muchas cuadras, pero ya sé que sería pedirte mucho>>, pensé y dije:

―Ahí hay taxis. Me tomo uno ―y en pocos minutos llegué al hotel.

Le pedí las llaves de mi habitación al conserje y emprendí el camino hacia la que, como siempre, seguía siendo la mejor hora de mi vida: la de dormir.

Mi cuarto estaba ubicado entre el de Gustavo y el de Martín y su novia. Caminé por el pasillo y oí gemidos de gozo. Cuando puse las llaves en la cerradura de la puerta se me fueron las dudas: los gemidos venían de la habitación de al lado y eran de una mujer, la novia de Martín. No había alternativas.

Nube viajera (IV)

Buenos Aires, septiembre de 2011.

― ¿Qué van a tomar? ―nos preguntó el mozo inmediatamente después de que el dúo terminara de cantar el tema “Aventura”.

― ¿Qué vas a tomar? ―le preguntó Martín a su novia. El show musical seguía, pero los cantantes estaban eligiendo a otras personas, ubicadas en mesas alejadas, para que les propusieran canciones.

―Agua mineral ―le respondió ella. << ¡Agua mineral! ¡Agua mineral elige! ¡Qué mina aburrida! ¡Por Dios!>>, pensé.

―Yo, Coca-Cola ―dijo Gustavo Almazán.

―Dos Cocas para nosotros también, pero light ―dijo Leandro, el nuevo novio de la exnovia de Rubén G.

― Y dos Seven Up free―dijo el franquiciado. << ¿Pero nadie toma alcohol acá? Esta campaña favor de la vida sana que hace mella en todo el mundo menos en mí, me pudre. Ahora voy a tener que tomar Coca Cola yo también >>, pensé.

― ¿Y vos qué vas a tomar, Ana? ―me preguntó Martín y me sorprendió.

―Eh… ―titubeé.

― ¿Vino? ―me apuró. Habíamos trabajado en riesgo crediticio. Ya nos conocíamos los gustos.

― ¿Por qué? ¿Vos vas a tomar vino? ―le pregunté.

―Sí, dale, tomemos vino ―me dijo y me guiñó un ojo.

―Bueno… ―le dije y sonreí. No por él, sino por la alegría que me daba encontrar compañía en el vicio.

― ¡Martín! ¡¿Vino vas a tomar?! ―protestó su novia.

―Y sí, ¿por qué?, ¿qué tiene? ―le dijo él.

―Pero nunca tomás ―afirmó su novia.

―No, no,  sí tomo, lo que pasa es que como vos no tomás… ―le dijo―. ¿Tinto, Ana?

―Sí, sí, tinto.

― ¿Cómo tinto, Anita? ¿Qué vas a tomar? ¿Vino? ―se metió Gustavo Almazán, que se había distraído antes, hablando con Leandro.

―Sí, sí, voy a tomar vino. ¿Qué tiene?

―No, Anita, no tiene nada, pero no sabía que tomabas vino.

―Pero yo tomo, tomo, eh. No mucho, pero tomo. Me gusta ―le dije y Gustavo Almazán me miró como si viera a un extraterrestre.

― ¿Qué uva? ―me preguntó Martín.

―No sé, malbec, carbenet, elegila vos.

―Bueno ―dijo Martín―. Un Trumpeter ―le ordenó al mozo y yo abrí los ojos bien grandes ―. ¿Es malbec, no?

―No sé, pero ese vino no, es muy caro, no, mejor otro más barato ―le dije.

― ¿Por qué? ―me preguntó Martín.

―Porque es muy caro. El franquiciado nos invita la cena y queda mal pedir un vino así.

―Bueno, lo pago yo, no es para tanto, son doscientos pesos nada más ―dijo Martín mirando la carta.

―No, pero no. Tampoco queda bien pagar si nos invitan…

― ¿Por qué? ―me desafió su novia.

―Porque no…

―No, no, está bien, Anita, no te preocupes ―dijo Gustavo Almazán al mismo tiempo―, pidan lo que quieran que voy a pagar yo. Salió todo muy bien hoy,  se lo merecen. Y además no quiero dejar que el  franquiciado pague la cena. Pidan, pidan todo lo que les guste. ¿Cómo era el vino, Tincho?

―Trumpeter, pero yo lo pago, eh ―insistió Martín.

―Bueno, traiga ese ―le ordenó Gustavo al mozo―.No vas a pagar nada, Tincho, dejate de joder. Muy bien lo tuyo. Anduvo perfecto el sistema, así que el vino va por mi cuenta.

―Sí, sí, anduvo bien, por suerte.

―Voy a tener que empezar a tomar vino, Anita, no sé nada de marcas, de uvas, de nada de eso. ¿Cómo sabés tanto vos?―me preguntó Gustavo Almazán sin ya prestarle atención a Martín.

―Bueno, no es que yo sepa mucho. Sé de algunos tipos de vino, o de uvas. Son malbec, carbenet sauvignon― dije y observé que Gustavo Almazán había sacado su BlackBerry del bolsillo de su pantalón y miraba la pantalla―, syrah, bonarda…―seguí y vi que apretaba teclas del teléfono. No me estaba prestando atención―.Bueno, esos…―agregué y el mozo trajo las bebidas. Destapó el vino, le sirvió un poco a Martín, y se lo hizo probar.

―Está bien ―le dijo él después de beber un sorbo y el mozo llenó mi copa y la suya.

Pedimos la comida. Todos elegimos una entrada de rabas con papas fritas. Yo pedí una ensalada con rúcula, nueces, palta, queso y tomates cherry de primer plato.

― ¿Eso solo vas a comer, Anita? ―me preguntó Gustavo Almazán.

―Y sí, sí, porque ya es mucho: rabas, papas fritas, más la ensalada después. Voy a estar rellena.

―Anita, ¿llena con eso solo? ―me preguntó y frunció la nariz. Claro, él había elegido un lomo a la pimienta con papas a la crema de primer plato. Y no sé por qué, todos los hombres que estaban en la mesa lo imitaron y pidieron lo mismo.

―Sí, con eso. Es que es mucho ―le respondí y el franquiciado pidió hacer un brindis por el éxito de la inauguración la sucursal. Chocamos copas los unos con los otros.

Luego, Gustavo Almazán me dio la espalda, porque empezó a conversar con Leandro y con el franquiciado. A su vez, Martín se puso de espaldas a su novia, para mirar el show musical. Ella lo abrazaba de atrás y recostaba su cabeza sobre uno de sus omóplatos. Yo podía apreciar el perfil de él. Muy perfecto, por cierto. Era demasiado para mí. No necesitaba tanta belleza física en un hombre. Es más, si había que negociar, aceptaba resignar una parte de esa belleza a cambio de buenos sentimientos.

Gustavo Almazán seguía entretenido, de espaldas a mí, hablando con Leandro y con el franquiciado, cuando la novia de Martín se puso de pie y se dirigió al baño. Martín bebió todo el vino que había en su copa y se sirvió más. Me miró y yo miré al piso.

―Ahora te toca a vos elegir una canción ―oí y levanté la vista. La cantante había puesto el micrófono muy cerca de la boca de Martín.

―Una canción… una canción… ―dijo él―.Bueno, no sé, porque tengo una, pero no creo que la sepan.

―No, no, decila, decila, que la sabemos seguro.

―Pero es como la figurita difícil, eh ―dijo Martín y me miró.

― ¡Uy, qué interesante! ―exclamó la cantante―.Pero nosotros la sabemos seguro.

―No sé, no sé, no creo, no creo.

―Bueno, decilo ―le exigió la cantante.

―Un tema que se llama “Corazón de piedra”, ¿lo tenés? ―le dijo Martín, mirándome y sonriendo.

― ¿Lo tienen? ―preguntó la cantante a los demás integrantes de la banda musical.

―Sí, sí, yo la tengo ―dijo un guitarrista―, pero es mexicana, no lo conocen todos.

―Bueno, nos ganaste, nos ganaste, no era conocida al final.

―No, no, lo sabía, lo sabía ―dijo Martín y observé que Gustavo Almazán lo miraba como quien observa a otro hacer el ridículo.

―Bueno, elegí otro, otro que sepamos.

―Sí, bueno, a ver… ―dijo Martín y se quedó pensando.

―Bueno ―se enojó la cantante.

― “Herederos”, la de David Bisbal.

―Ok ―le dijo la cantante y la canción empezó a sonar. Gustavo Almazán volvió a darme la espalda y yo me quedé sola, frente a la mirada de Martín.

“Es este amor que enciende al corazón”, se escuchó y Martín me sonrió. Yo solo pude mantenerle la mirada.

“Fui condenado a quererte sin razón…”, cantó el dúo. Martín, sonriendo, y manteniéndome la mirada, hizo un gesto de negación, moviendo su cabeza hacia los dos la lados.

“Nada impedirá que te ame…”, siguió la canción y yo bajé la vista y luego la subí enseguida. Sonreí. Mi voluntad se había hecho a un lado. Sentía que había perdido el dominio de mí misma.  Martín me dijo: “Yo… yo…”. No lo oí, pero lo leí en sus labios. “Te quiero”, remató y llegué a escucharlo.

―Ji ji ji ―me salió. Pero le mantuve la mirada, hasta que vi un brazo extraño atravesar su cuello. Levanté la vista y vi a su novia, que recién había regresado a la mesa.

Martín abrió la boca y se sonrojó. Se sirvió y me sirvió más vino.

 

Nube viajera (III)

Buenos Aires, septiembre de 2011.

Que Gustavo Almazán había manejado su camioneta a gran velocidad fue algo de lo que me percaté cuando llegamos a Mar del Plata. El reloj recién marcaba la una del mediodía. Solo cuatro horas le había tomado recorrer un trayecto de cuatrocientos kilómetros.

La novia de Martín, luego de saber que yo no trabajaba con él en sistemas, no volvió a dirigirme la palabra en todo el viaje. Se la pasó mirando hacia la ventanilla de su lado y, de vez en cuando, acarició el cuello y la nuca de Martín, que siempre permaneció inmóvil ante esos gestos.

Tardé en asociar los hechos y en justificar lo que tal vez no tenía que justificar: ¿Por qué nos estaba acompañando la novia de Martín en ese viaje? Después de dos horas me resultaba claro: Gustavo Almazán había encontrado a la pareja un mediodía, en un local de Mc Donald’s cercano a la empresa, y la había invitado a ella a Mar de Plata. Lo sabía, pues se había mencionado ese encuentro y el detalle de la invitación en el despacho de mi jefe, días atrás.

Cuando llegamos al centro de Mar del Plata, Gustavo Almazán se detuvo en otro local de Mc Donald’s, el primero que vio, y almorzamos ahí. Le exigió a Martín que se cambiara de ropa  y él tuvo que obedecer. Sacó su bolso del baúl de la camioneta y se dirigió al baño.

Estaba mordiendo una hamburguesa, sentada a una mesa, cuando lo vi venir hacia a nosotros ya vestido con un pantalón de gabardina, una camisa y zapatos de cuero. Su bermudas, sandalias y gorra había quedado en su bolso. Cruzamos las miradas y en mi expresión seguramente se notó el triunfo, pues ahora estaba probado que Gustavo Almazán no solo se metía con mi vestuario. Se metía con el de todos sus empleados, sin distinción de sexo ni de tipo de relación.

Después del almuerzo, fuimos a la sucursal de la empresa. Ahí nos estaban esperando el franquiciado, con su esposa e hijos (pequeños). Leandro, el chico de pelo largo, encargado del help desk de la empresa, y su novia, que no era otra que Maura, la exnovia de Rubén G., también estaban en el lugar:

― ¡Ani! ¡Ani! ―gritó ella cuando me vio y corrió a abrazarme―. ¿Cómo andás, nena? ¡Tanto tiempo que no nos vemos!

―Bien, bien, ¿y vos? ―le respondí mientras nos abrazábamos. Sentía la mirada de Martín. <<Va a pensar que soy una falsa, abrazando a la novia o exnovia (daba lo mismo) de un tipo que le metió los cuernos conmigo>>, concluí. << ¿Pero él que es? Si está con la novia y no la quiere, que no se haga el moralista>>, me dije y me conformé conmigo misma.

Gustavo Almazán controló una por una a las vendedoras de la sucursal. Revisó los uniformes que tenían puestos, inspeccionándolos hasta el último detalle. No le gustaron los zapatos que una chica calzaba y le pidió que se los cambiara. “No tengo otros”, le respondió ella. “Bueno, entonces andá ahora y compratelos. ¡Dale! Tenés tiempo antes de que abramos”, insistió Almazán. “Pero no tengo plata. Todavía no cobramos el primer sueldo”, afirmó la vendedora con razón y Gustavo Almazán sacó su billetera. “Bueno, tomá, compralos con esto”, le dijo y le dio trescientos pesos. La empleada salió del local con el dinero y volvió quince minutos después, con calzado nuevo.

Martín y Leandro se ubicaron en un escritorio situado en el fondo del local. Carolina, la novia de Martín, se quedó al lado de ellos. En cambio, Maura y yo permanecimos cerca de la entrada, cuchicheando:

―Ani, pensás que soy de terror por lo que le hice a G., ¿no? Decime, no me enojo, eh ―me dijo ella.

<< ¡No! ¿Qué voy pensar de vos yo? ¡Si te lo quería robar al enano maldito y te conocía, encima! ¡Y me caías bien, para peor! >>, pensé, pero dije:

―No, no, no pienso mal, nada que ver.

―Porque yo sé que quedé para la mierda, yo lo sé, porque dejar a G. por un tipo que trabaja en su misma empresa, y que conocí en la puerta, está mal, pero quedo así porque la gente no sabe lo que es G., es por eso, porque si supiera….

―No, no, no te preocupes, que todos saben cómo es G., eh. Hiciste buen negocio. Nadie piensa mal de vos, al contrario. No te hagas ningún problema. Ninguno.

― ¿En serio, Ani? ¿Te parece?

―Sí, sí, me parece, me parece.

―Entonces todos se daban cuenta menos yo ―me dijo con bronca de sí misma―.Porque te juro que caí recién cuando compramos el departamento, cuando empezamos a convivir. No sabés, fue tremendo, G. no ponía ni un peso. Me hacía pagar todo: el supermercado, los impuestos, las expensas. ¡Todo! ¡Todo! Hasta le tuve que comprar el cepillo de dientes. Con Leandro nada que ver, no es así. Hay una diferencia abismal.

―Y bueno, mejor entonces que encontraste a uno bueno. Mejor, mejor ―le dije. <<Menos mal que G. no me quiso como novia>>, pensé.

― Sí, sí, mejor, ya sé, estamos rebien con Leandro, no me arrepiento del cambio… ¿Y vos, Ani?

― ¿Yo?

―Sí, vos, ¿estás con alguien?, ¿estás de novia?

―No, no…

―Ah, porque yo pensaba que G. estaba enamorado de vos…

―Eh… ¿eh? ―le dije. <<¿Qué me está diciendo esta mina?>>, me pregunté y sentí fuego en la cara.

― ¿A vos no te parecía lo mismo?

―Eh… no…no…

―Yo igual re tranqui con eso, eh, porque sabía que vos no le ibas a dar bola a G.―me dijo riéndose.

―Y no… no…―mentí.

―Claro, porque tenías algo mejor, ¿no?

― ¿Eh?

―Vos estabas con Martín en ese momento, ¿no? ¿No te da cosa verlo con otra ahora? ―me preguntó y miró hacia el lugar adonde estaba Martín con su novia.

―No, pero no, no, yo nunca salí con Martín. Nada que ver.

― ¿No? Pero G. me había dicho una vez que había onda entre ustedes.

―¿Eh? ¿Eso te dijo G.? … pero no… no sé… ¿cuándo estábamos en riesgo crediticio decís?

―Sí, sí,creo que sí, cuando trabajaban todos juntos. Bah, G. me dijo que Ezequiel Z. le había contado que Martín estaba atrás tuyo. Eso es lo que sabia.

―Ah… ―dije con sorpresa―, pero no, no, Martín nunca me llegó a decir nada en ese momento

― ¿No? ¿No te dijo nada? ¡Pero qué lástima, che! Es un bombón Martín. Yo se lo decía a G.,eh, porque a mí me parecía que estaba celoso.

<< ¡Uh! Ahora me transformé en una mujer deseada por varios hombres>>, me cargué a mí misma mentalmente.

―No, bueno, si fue así, yo no me di cuenta de nada ―le dije con una sonrisa.

― ¿Y ahora Martín nada?

― Pero está de novio él, ¿no los ves? ―dije y miré hacia donde estaban Martín y su novia.

―Sí, sí, los veo, los veo ―dijo Maura y las dos nos quedamos mirándolos unos segundos. Martín trabajaba sentado, con una computadora, y ella le hacía masajes en la espalda―. Pero por ahí, donde hubo fuego… porque por algo Ezequiel Z. dijo lo que dijo, ¿no?

―No sé…

―Bueno, bueno, gente ―gritó Gustavo Almazán aplaudiendo―. Cada uno a su puesto que ya abrimos. ¡Vamos! ¡Anita, vení para acá conmigo y despejen la puerta! ¡Vamos! ¡Vamos!

La nueva sucursal de Mar del Plata era la más grande y la mejor decorada de toda la empresa. El comerciante que había adquirido la franquicia y Gustavo Almazán habían invertido mucha plata para que el local fuera la envidia de las grandes cadenas de electrodomésticos. Sin embargo, yo no pensaba que ese día, el de la inauguración, fuera a entrar mucha gente a comprar electrodomésticos. También supuse que se iba a trabajar a pérdida durante bastante tiempo y que el nuevo sistema informático, creado por Martín, iba a tener sus inconvenientes en su debut, como suele acontecer en estos casos. A veces mis pronósticos no solo eran pesimistas respecto de mi futuro, sino también respecto del de los demás.

Pero cuando se hicieron las diez de la noche y la sucursal cerró, se había facturado una cifra igual a la mitad de la inversión que llevó construirla, y el sistema informático había funcionado a la perfección. Entonces me di cuenta de lo equivocada que había estado en esperar lo peor y no lo mejor. Lástima que lo mejor, como había sido siempre, no era para mí, sino para otros, para Gustavo Almazán y para Martín esta vez.

Sentí un poco de envidia al ver la expresión de alegría en sus caras. Cada uno estaba regodeándose en su éxito. Gustavo, en la plata que ganaba, en el poder que acumulaba, en la libertad que disfrutaba. Y Martín, en su orgullo profesional.

¿Podría yo alguna vez sentirme tan bien como ellos se estaban sintiendo en ese momento? Creía que no y en ningún aspecto, encima, ni sentimental ni económico, porque, por más que me había esforzado mucho durante los últimos meses en tratar de modificar mis pensamientos para volverme más optimista, poco había logrado en ese sentido. En mi mundo interior no esperaba que nada bueno me pasara en esta vida, una imagen que se reforzaba al ver a Martín disfrutar de su triunfo junto a su novia. Ella no se había separado de él en ningún momento del día y había estado siempre atendiéndolo. La vi llevarle café, comida y pañuelos descartables. <<Es un trabajo tener pareja. ¿Valdrá tanto la pena hacerlo?>>, me pregunté varias veces durante esa jornada.

Recién a las diez y media de la noche llegamos al hotel. Me tocó una linda habitación,  que tenía un gran balcón, con vista al mar, y que justo estaba ubicada entre la de Gustavo Almazán y la de Martín y su novia.

Tuve que bañarme a las apuradas y evitar mojarme el pelo. No tenía tiempo de secarlo, pues a las once de la noche debía estar en el estacionamiento del hotel. El franquiciado nos esperaba a todos en un restaurante, para cenar y festejar el éxito de la nueva sucursal.

―Anita, nosotros dos comemos y después nos vamos enseguida, eh, pero no digas nada ―me dijo Gustavo Almazán en el estacionamiento del hotel.

― ¿Por qué? ¿Adónde nos vamos a ir nosotros? ―pregunté y noté que Gustavo Almazán no me miraba a los ojos. Su vista se dirigía más abajo, a mis pechos, y eso pasaba porque mi madre me lo había recomendado la noche antes de partir a Mar del Plata: “No creo que haga frío, así que si salís, ponete esta musculosa negra que te queda bien”. Yo le había hecho caso, por supuesto, y vestía la musculosa que me había elegido, tal vez, porque me resaltaba los pechos. La acompañaba con un jean ajustado, para conservar el estilo.

―A ver al tipo que me propuso la inversión del microestadio, Anita. ¿No te acordás? Te hablé del tema. Vamos a ir su boliche. Nos espera ahí. Tenés que venir conmigo a ver si me muestra papeles, porque los tenés que ver vos, Anita.

― ¿Pero en un boliche te va a mostrar papeles de una inversión de veinte millones de dólares?

―Bueno, Anita, no sé, no sé, por ahí tiene una oficina en el boliche, no sé… ―dijo. De nuevo, sus ojos no apuntaban a los míos, apuntaban más abajo, y yo deseaba no haberle hecho caso a mi madre―. Ya veremos qué nos dice, Anita, en fin… yo estoy acostumbrado a que los tipos con mucho escritorio, mucha formalidad, al final no sepan nada de buenos negocios, así que no importa si nos encontramos en un boliche o en un camping…Y no digas nada de adónde vamos, por favor, Anita, mirá que no quiero que nadie sepa de las inversiones que tengo afuera de la empresa, eh.

―No, no, ya sé, ya sé.

― ¿Y Tincho y la novia, Anita? ―me preguntó y miró su reloj.

―No sé…

― ¿No los viste?

―No, no, no deben haber bajado todavía.

―Pero  ya son las once y diez, Anita, el franquiciado nos está esperando. Andá a tocarles la puerta de la habitación y deciles que vengan.

― ¿Eh? ¿Eh? ¿To… to…car…car…les la puer…?

―Sí, Anita, dale, andá, andá ―me interrumpió Gustavo antes de que pudiera caer y vi venir a Martín caminando junto a su novia. <<Me salvé justo>>, pensé. Los dos estaban tomados de la mano, pero cuando se acercaron a nosotros, él la soltó, con la excusa de acomodarse el cuello de su remera. La noche era cálida. No había necesidad de usar abrigo.

En el restaurante, una pareja se lucía cantando canciones que los comensales solicitaban. El escenario, que parecía improvisado, se ubicaba en forma perpendicular a las mesas y estaba a nuestro mismo nivel.

Nos esperaban el franquiciado y su esposa sentados en el extremo de una mesa. A su lado, ya estaban ubicados la exnovia del enano maldito y su nuevo novio, Leandro. Los dos habían decidido no alojarse en el hotel con nosotros y pasar los las noches en un departamento que la familia de ella tenía en la ciudad.

Quedaban por ocupar cuatro lugares en la mesa. Lo ideal hubiera sido que Martín se sentara en un extremo, en frente de su novia, y yo al lado de él o de ella, justo delante de Almazán. Pero no se dio así:

―Ay, yo me tendría que sentar al lado del franquiciado, Anita, pero están ocupados los lugares. Estos dos se podrían mover, ¿no? ―se quejó Gustavo, en voz baja, y en referencia a Maura y a Leandro.

―Bueno, pero…―le dije.

Y entonces Martín se sentó en el extremo de la mesa, su novia se ubicó a su lado, y Gustavo, en frente de ella. <<Esto está mal, está muy mal, este lugar que me tocó no es el mejor, definitivamente>>, pensé cuando percibí la mirada penetrante de Martín al sentarme justo delante de él.

Pero no tuve más tiempo para reflexionar sobre el asunto, pues, apenas me acomodé en la silla, la cantante del dúo que hacía el show se acercó y me puso el micrófono en la boca:

―A ver, esta chica del grupo de los recién llegados, ¿qué tema querés que cantemos? Decí uno. En castellano, eso sí… ―me ordenó.

<<No, no, está bien, no aclares, no es necesario, porque yo, de canciones en inglés, mucho no sé… .>>, pensé y dije:

―Eh… eh… ―que se oyó amplificado  a través de los parlantes―. No sé…

―Bueno, dale, uno que te guste, ¡vamos! ―me dio ánimo la cantante y crucé una mirada con Martín, algo que era inevitable, pues estábamos sentados uno en frente de otro, solo separados por el ancho de una mesa bastante estrecha.

―Eh… eh… no sé… ―dije. Mi mente había quedado en blanco

― ¡Dale! ¡Vamos! ―insistió la cantante, casi apoyando el micrófono sobre mi lengua.

―Eh… no sé… ah, sí, pero no sé si la tienen, me parece que es muy nueva.

― ¿Por qué? ¿Cuál es? ―me preguntó ella.

―La de Abel Pintos y Marcela Morelo…

―Ah, sí, sí, “Aventura” se llama, ¿no? ―preguntó la cantante al resto del grupo que la acompañaba. Todos asintieron.

―Sí, creo que sí… ―dije y los músicos empezaron a tocar la canción. Martín volvió a mirarme y sonrió.

―Lindo tema elegiste ―me dijo.

―¿Sí? ¿La conocés? ―pregunté y la novia me miró.

―Sí, sí, me gusta, muy lindo, me encanta ―dijo y la novia, esta vez, lo miró  a él, con expresión seria.

―Anita, ¿esto qué es? ―me preguntó Gustavo Almazán, en voz baja, poniendo sus labios muy cerca de mi oreja derecha.

―Bueno, es lo que se me ocurrió ―le respondí.

―Ay, Anita, Anita, estas canciones no son realistas, ¿sabés? Pudren la mente de la gente. ¿Qué vas a comer, Anita? Elegí rápido, dale, que tengo hambre ―me ordenó y me entregó la carta.

―Bueno… ―le dije y la abrí. Algunas personas, que estaban sentadas a otras mesas, empezaron a acompañar con palmas a los cantantes. Martín se sumó al gesto. Parecía disfrutar de la canción y me miraba sonriendo.

Nube viajera (II)

Buenos Aires, septiembre de 2011.

Nube viajera (II)

―No, mamá, si el cierre centralizado del auto está roto, al bolso mejor lo pongo adelante. Seamos prácticos ―le dije. Eran las siete y media de la mañana del sábado. Estábamos en el garaje de mi casa.

―No, no, el bolso va en el baúl, porque adelante se te va a llenar de olor a perro ―me retrucó mi madre y puso el bolso en el baúl del auto.

―Pero si después no se puede abrir el baúl, ¿cómo hago para sacar el bolso?

―Sí se puede abrir, para algo está la llave, ¿no? ―dijo mi padre.

―No sé para qué me tienen que acompañar todos, incluida la perra, eh ―protesté. <<Lo único que falta es que me vean llegar Gustavo Almazán y Martín>>, pensé con miedo.

― ¿Y qué querés que hagamos? La casa de Almazán nos queda de paso a la quinta de Tío Rico y Famoso. No vamos a andar gastando plata en nafta haciendo dos viajes, Ana, la situación no está para eso. Pero si querés, la perra se queda.

―Ah, no, no, mamá, no me extorsiones, eh, ya sabés que no quiero que la perra se quede sola y encerrada todo el fin de semana. Que disfrute de la quinta ella también ―dije.  <<Son las siete y media y, si salimos ahora, voy a estar en la puerta del edificio de Almazán a las ocho y cuarto, como mucho. Nadie me va a ver llegar. La hora de encuentro era a las nueve>>, concluí y me tranquilicé.

―Bueno, entonces no te quejes ―me dijo mi madre, que nunca fue muy amante de los animales―. Vos andá adelante. Yo voy atrás con la perra, así no te llena de olor y de pelos.

―Pero mejor que maneje yo, mamá, ¡por favor! ¡Hacé algo! Porque con papá vamos a llegar tarde, va a veinte por hora, ya sabés―me quejé y subí al auto. Me senté en el asiento del acompañante. Noté que mi padre ya no estaba a la vista.

―No, no, ya sabés lo que es un viaje con tu padre manejando vos, eh, él piensa que vas a chocar en cada esquina. No, no quiero eso, me sube la presión. Dejá que maneje él. Total, es temprano, tarde no vas a llegar y ese Lamazán…

Almazán, mamá, no Lamazán ―la interrumpí.

―Bueno, es lo mismo, ese Lamazán, Almazán, o como se llame, te podría haber avisado antes del viaje a Mar del Plata, eh. Es un estúpido ―me dijo mi madre, ya sentada en el asiento de atrás del auto, junto a nuestra perra, Foca, que fue la primera en acomodarse en su lugar para emprender el viaje.

―Sí, ya sé…

― ¿Y papá qué está haciendo? ¿Por qué no viene?  ¿A dónde se metió? ―pregunté, cinco minutos después.

―No sé, estará buscando algo para llevar ―respondió mi madre

― ¿Y? ¿Por qué no viene? ¿Qué está haciendo? ¡Tarda mucho!―exclamé, pasados otros cinco minutos.

―Y no sé, no sé qué está haciendo.

―Bueno, andá a ver, apuralo ―le dije con desesperación. Cada minuto que pasaba aumentaba las probabilidades de que Martín N. y Gustavo Almazán me vieran llegar en compañía de mis padres y de mi perra.

―Bueno, voy ―dijo mi madre y se bajó del auto. Entró a la casa, a buscar a mi padre.

―Ay, Foca, Foca ―le dije a mi perra―. Cada minuto que pasa aumenta más mis probabilidades de que Martín N. y Gustavo Almazán me vean llegar con ellos dos, ¿entendés? ―la perra me miró―. A vos no tengo problemas en presentarte, eh. No sos de raza y sos fea, sí, pero bueno, para mí sos hermosa y te quiero mucho, pero mis viejos…llegar con ellos…. sería grave que los vieran. ¡¿Por qué tardan?! ¡¿Por qué tardan?

―Tu padre está en el baño ―me dijo mi madre, otros cinco minutos después, cuando regresó al auto.

―Ay, no, no, ya son ocho menos diez, mamá.

―Bueno, es temprano, en media hora estamos en lo de Lamazán.

―Almazán, mamá.

―Te podría haber venido a buscar ese tipo.

― ¿Qué le pasa a  papá? ―pregunté

―Nada le pasa, está en el baño, ya sabés que no tiene horario para cagar, le agarran ganas en los momentos más inoportunos ―me dijo mi madre y vi venir a mi padre hacia el auto. Reparé en su vestimenta: una remera de color celeste desteñido (el día era cálido), un pantalón bermudas (de mala calidad), de color amarillo, zapatillas de color gris, viejas (marca Acme), y medias blancas de algodón hasta los tobillos. <<Ay, no, no, ¡por favor!, Martín N. y Gustavo Almazán no pueden conocer a mi papá. ¡No! ¡No!>>, rogué al cielo.

― ¿Por qué tardaste tanto, papá?

―No tardé tanto, che, ¿qué pasa?, ¿por qué tanto apuro?

―Sí tardaste, tardaste. Ya son casi las ocho, eh. A las nueve tengo que estar, ¡y quiero estar antes!

―Y vas a estar a las nueve. Y si no que espere ese Almazán, che, qué tanto lío por ese narcotraficante.  Si quiere abrir una sucursal de venta de droga en Mar del Plata[i], yo no me voy a andar apurando por él. Encima que no se decide a casarse con vos… y ojo si los siguen en la ruta. Fijate, eh. Fijate y decile a Almazán que pare y se entregue. No te arriesgues a que se arme un tiroteo. Tirate al piso cualquier cosa…

― ¡Ay, basta, papá, basta, arrancá el auto y vamos! Encima que no me dejas manejar a mí…

―No te dejo manejar porque manejas como la mierda. Encima, vas muy rápido, y yo puedo tener un infarto yendo con vos… ―me interrumpió mi padre.

Y un viaje que podía haber durado, como mucho, veinte minutos, con un conductor sin tantas ideas extrañas en su cabeza, duró cuarenta y cinco con mi padre al volante. Por eso, recién a las nueve menos cuarto nos aproximamos a la entrada del edificio de Gustavo Almazán.  Vi su camioneta de frente, estacionada. Luego, noté que la puerta del baúl estaba abierta y que había gente cerca. <<Ay, no, no, ya están todos>>, pensé.

―No estaciones acá, papá, no estaciones acá, andá para adelante, para adelante, a la esquina ―le advertí a mi padre cuando nos acercábamos.

― ¿Por qué? ¿Por qué? Si acá es la entrada, no hay otro edificio en esta manzana. Qué bien que la pasan los narcos, eh, mirá adónde vive este tipo.

―¡Papá, no, no, ahí está, ahí está, ahí está, por favor, por favor, seguí para adelante, para adelante!

 ―¡¿Dónde?! ¡¿Dónde?! ¿Dónde está Almazán? ¿Quién es?! ¡¿Quién es?! ―exclamó mi padre, estirando su cuello hacia arriba, como E.T., y dando vuelta su cabeza para el costado derecho y pisando el freno  del auto, justo cuando pasábamos por al lado de la camioneta de Gustavo.

― ¡Ay, no, no, me vieron, me vieron! Seguí para adelante, para adelante, no quiero que me vean con ustedes, dale, seguí, pisa el acelerador ―grité, nerviosa.

―¿Por qué no querés que te vean con nosotros? ¿Qué? ¿Tenés vergüenza de tus padres? ―dijo mi padre.

―Sí ―afirmé ―.Andá más adelante, no frenes acá.

― ¿Y esas chicas quiénes son? ―preguntó mi madre.

―Las novias, mamá.

― ¿Pero quién es Almazán? ¿Quién es? ¡Quiero saber! ―insistió mi padre, al mismo tiempo.

―Qué te importa, papá.

―Pero decile ―dijo mi madre.

―Es el más bajito de los dos ―dije.

―Ah, ¿ese es? No tiene pinta de narco. Hay autos adelante, yo paró acá ―dijo mi padre y el auto se quedó detenido.

―Todos tienen novia, che. ¿El otro chico quién es? ―preguntó mi madre al mismo tiempo.

―No, no, ¡más adelante!, ¡más adelante! ―ordené, también al mismo tiempo.

―Decile algo a tu hija que tiene vergüenza de nosotros ―dijo mi padre, sin prestarme atención.

―No es de nosotros, es de estar con los padres, es de eso que tiene vergüenza. A esta edad ya tendría que vivir sola. ¿Quién es el otro chico, Ana?

―Vivir sola es de puta o de gente que quiere ocultar algo. A mí no me vengan con otra cosa, eh ―dijo mi padre.

―Martín, el gerente de sistemas.

― ¿Ese que te llamó una vez y te pasó la canción de Los Beatles?

―Sí, ese, ese.

― ¿Y ahora tiene novia? ―preguntó mi madre.

―Sí, tiene. Dame las llaves del auto, papá.

―Ay, no valen mucho que digamos las novias de estos dos…―observó mi madre con desprecio.

―Pero saben hacer caída de ojos… ―acotó mi padre.

― ¡Mamá! ¡No te des vuelta! ¡No te des vuelta! ¿No ves que me vieron? ¡Por favor!

―No me ven, estamos lejos ―dijo mi madre. Ya tenía las llaves en mis manos, pero no me animaba a salir del auto.

―No, estamos a… a… ―dije y calculé la distancia mirando por el espejo retrovisor ―un cuarto de cuadra será. Pero no hay nada en el medio. Nos pueden ver. Ustedes no se bajen, eh ―les pedí a mis padres y salí del auto. Caminé hacia el baúl mirando al piso. Puse la llave en la cerradura para abrirlo y no pude hacerlo. Intenté e intenté, en vano. No podía ver a Gustavo y a Martín, pues estaba de espaldas a ellos. <<Ay, no, no, no me puede estar pasando esto, ¡No! ¡No! Que no se les ocurra acercarse, ¡por favor!>>, pensé y recurrí a mi madre―. Mamá, bajá vos, no puedo abrir.

―Una está vestida con uniforme, ¿así va a viajar? ―dijo mi madre, cuando ponía la llave en la cerradura del baúl.

―Es la novia de Almazán. Siempre está con el uniforme. Es vendedora de la empresa ―le dije. Gustavo Almazán me saludó de lejos, con un gesto de manos―. Abrí, mamá, rápido ―le ordené y devolví el saludo. Inmediatamente, me puse completamente de frente al baúl del auto y quedé de espaldas a Gustavo y al resto.

―No, está trabado esto, no abre ―dijo mi madre, haciendo fuerza con la llave.

―Ay, mamá, mamá, te voy a matar, yo te dije, te dije, al bolso lo tendríamos que haber llevado adelante.

―Para que te quede olor a perro, qué lindo, eh, encima que no enganchas nada, y que tenés que viajar con dos parejas, lo único que te falta es que te digan que tenés mal olor también.

― ¡Ay, basta, basta! ―dije y vi que la puerta del lado de mi padre se abrió.

― ¡Hola, Anita! ―escuché al mismo tiempo.

― ¡Hola! ―dije cuando me di vuelta y tuve que saludar con un beso en la mejilla a Gustavo Almazán y a Martín. Sus novias habían decidido no acercarse.

― ¿Son tus padres, Anita?

―Sí ―dije y miré a mi padre. Sentí mucho calor en la cara.

―Un gusto, Gustavo Almazán ―le dijo a mi padre y le estrechó la mano. Mi padre solo le sonrió―. Un gusto, señora ―agregó cuando se dirigió a mi madre y le dio un beso en la mejilla. Mi perra, que estaba dentro del auto, en el asiento de atrás, empezó a ladrar con furia.

―Un gusto, un gusto ―dijo mi madre.

―Mucho gusto ―dijo Martín y también le estrechó la mano a mi padre.

―Mucho gusto ―le dijo mi padre, con expresión seria.

Luego, Martín le dio un beso en la mejilla a mi madre, con una sonrisa, sin pronunciar palabra. Los ladridos de la perra se hacían sentir.

― ¿Y ese perro? ―preguntó Gustavo.

―Es mi perra ―respondí.

―Ah, qué linda… ―me dijo y se acercó a la ventanilla de la puerta trasera del auto, para verla de cerca, alejándose de mis padres y de mí. Martín lo siguió.

Gustavo estaba vestido con un pantalón marrón, zapatos náuticos y una camisa de mangas cortas. Martín, en cambio, tenía puesto una pantalón bermudas blanco, una remera marrón, usaba sandalias en sus pies, y sobre su cabeza lucía una gorrita con visera.

Mi padre puso las llaves en la cerradura del baúl. Gustavo y Martín le hacían morisquetas a mi perra cuando, a través de mi oreja izquierda, escuché las palabras de mi madre:

―Ay, qué lindos chicos que son los dos, Ana, no sabés con cuál quedarte…

Y al mismo tiempo, por mi oreja izquierda, me llegaron las de mi padre:

―¿Y qué le vamos a hacer? La perra no es boluda. Siente en el ambiente el olor a cocaína, por eso ladra. Nunca ladra la perra. Después dicen que yo digo pavadas… mirá la pinta de delincuente que tiene ese, con la gorrita y las chancletas. ¡Qué atorrante!

― ¿Cómo se llama? ―me preguntó Gustavo, en relación a mi perra, que le mostraba los dientes, enfurecida.

―Foca, Foca se llama, ¿no? ―dijo Martín.

―Sí, sí, se llama Foca ―dije. <<Ay, se acuerda del nombre de mi perra. Pero Ferni se acordaba del número de mi celular, ocho años después, así que esas muestras de memoria prodigiosa no son prueba de nada. Y está con la novia. Menos mal que me dijo que no la quiere>>, pensé con desilusión.

Mi padre dio vuelta la llave en la cerradura por enésima vez. Hizo un ruido y la puerta del baúl se abrió. Respiré aliviada y saqué el bolso de adentro.

―Bueno, ¿vamos? ―les dije a Martín y a Gustavo.

―Sí, vamos, vamos ―dijeron los dos y todos saludamos a mis padres.

―Más de ciento veinte no se puede ir en la ruta, eh ―dijo mi padre y yo deseé ser adoptada.

―Sí, señor no se preocupe. Vamos tranquilos ―le respondió Gustavo―. Se preocupa por vos tu papá, eh, te cuida ―me dijo luego, cuando caminábamos hacia su camioneta. Martín iba un paso adelante de nosotros.

―Sí, sí, me cuida ― le dije. Cargaba el bolso en una de mis manos y me molestaba sobremanera que ni Martín ni Gustavo se hubieran ofrecido a llevármelo.

―Hola, ¿qué tal? ―le dije a la novia de Gustavo y le di un beso ―. ¡Hola! Yo soy Ana ―me presenté ante la novia de Martín y también le di un beso.

― ¿Qué tal? Yo soy Carolina, la novia de Martin.

―Ah… ―le dije y puse el bolso en el baúl de la camioneta de Gustavo.

―Tincho, vos vení adelante conmigo. Que las chicas vayan atrás.

―Bueno, buen viaje ―me dijo la novia de Gustavo.

― ¿Qué? ¿Vos no venís?

―No, no, ¿no ves cómo estoy vestida? Hoy me toca trabajar.

―Ah… perdón, no sabía, pensé que…―me interrumpí y le di un beso de despedida-. Chau entonces.

Subimos a la camioneta. Me senté en el asiento trasero, en el lado izquierdo, el del conductor. La novia de Martín se había ubicado a mi lado y él, en el asiento del acompañante de adelante.

Quise cerrar la puerta moderando la fuerza, para evitar la protesta de Gustavo si daba un golpe intenso. Pasaron uno, dos, tres, seis, diez intentos y la puerta no se cerraba.

―Anita, Anita, un poco más fuerte, pero un poco más, eh, un poco…

―No, no, dejá, dejá, yo se la cierro ―dijo Martín y se bajó de la camioneta. Llegó a mi puerta y la cerró.

―Tincho tampoco regula ―murmuró Gustavo.

La camioneta empezó a andar inmediatamente después de que Martín se subiera de nuevo.

―Tincho, ¿vos trajiste otra ropa?

― Sí, sí, está en el bolso.

― ¿Y vos trabajas en la empresa? ―me preguntó la novia de Martín al mismo tiempo.

―Sí, sí, trabajo en la empresa ―le dije. <<Y me quiero quedar con tu novio. ¡Soy una hija de puta!>>, pensé.

―Porque, Tincho, así en bermudas y sandalias muy bien no estás para la inauguración, eh, perdoname que te diga.

―No, no, si ya sé, ya sé, me vestí así para el viaje nada más. Cuando llegue al hotel me cambio.

― ¿Y en qué parte de la empresa trabajás? ¿En sistemas? ―continuó con la indagación la novia de Martín.

―No, trabajo en el directorio ―le respondí. <<Pero yo lo conocía de antes. ¿Eso no me da algún derecho?>>, me pregunté.

―Ah… ―me dijo ella.

―No sé si vamos a pasar por el hotel antes, Tincho. Depende de cómo sea el viaje. Además, el padre de Anita me marcó la velocidad máxima – dijo Gustavo, con un sonrisa-. Por ahí vamos directo a la sucursal. Por eso, por las dudas, mejor cambiate cuando paremos a comer algo, ¿sí?

―Bueno…


[i] Mar del Plata es una ciudad argentina ubicada cuatrocientos kilómetros al sur de la ciudad de Buenos Aires, aproximadamente. Sus playas son bañadas por el Océano Atlántico y es el destino turístico más importante y antiguo del país.

Nube viajera (I)

Buenos Aires, septiembre de 2011.

Luego de que Martín N. me depositara en mi casa, tuve que darles a mis padres las explicaciones del caso. Pero esta vez no fue como la mayoría: no brindé información relevante. No quería ilusionarlos, o, más bien, no quería correr el riesgo de que sufrieran una nueva desilusión por causa de mis desventuras sentimentales. Por eso les mentí diciéndoles que el compañero de la empresa que me había traído en su auto solo lo había hecho porque se había preocupado por mi salud y que se llamaba “Mauro”. Les aclaré que ellos no lo conocían, les dije que nunca se los había nombrado porque el hombre en cuestión me resultaba indiferente y que, además, tenía novia. Con este último dato, mis padres hicieron un gesto despectivo con las manos y se concentraron en la televisión.

Al otro día, cuando estaba trabajando en las oficinas de los contadores de Gustavo Almazán, recibí un mensaje en mi celular: “Cómo estás hoy? Te sentís mejor?”, me preguntaba Martín. “Hoy estoy muy bien. Gracias por preocuparte”, le respondí enseguida. “De nada. La otra vez te dije que necesitaba hablar con vos. Tranquilos”, me escribió luego de un rato. << ¿Y qué digo a esto?>>, me pregunté y contesté: “Me acuerdo. Cuando quieras arreglamos”. “El lunes podés?”, <<¡¿El lunes?! ¿Recién el lunes? Hoy es viernes. ¿Todo el fin de semana tengo que esperar? Claro, porque él seguro que sale con la novia, pero no, no es así, no, no, mejor que no piense mal, porque Martín se va a Mar del Plata mañana con Gustavo, para la inauguración de la sucursal… pero hoy a la noche, ¿qué? Ah, ah, ¡Ah! Me dijo que los padres festejaban el aniversario de casados. No puede entonces. Está justificado y no por la novia, o no por ella solamente>>, concluí y escribí: “El lunes está bien”. “Ok, entonces el lunes vamos a tomar algo a la salida de la empresa. Quedamos así?”. “Sí, quedamos así”. “Un beso y que estés bien”. “Un beso”, le respondí y supuse que no iba a verlo hasta el lunes.

Pero Gustavo Almazán me llamó ese viernes, cuando eran cerca de la seis de la tarde:

―¿Cómo va todo, Anita?

―Bien, bien, ya estoy terminando, acá, con tus contadores.

―Ah, bien, bien, ¿entendiste todo?

―Sí, todo, igual cualquier duda los puedo llamar. Son buena onda, no hay problema.

―Sí, sí, Anita, son buena onda, son buena onda.

―Sí.

―Bueno, Anita, mejor así, igual mañana me contás con más detalles todo, eh.

―¿Mañana?

―Sí, Anita, mañana, ¿por qué?

―Porque es sábado.

―Y sí, Anita, es sábado, pero inauguramos Mar del Plata, ¿no te acordás?

―Sí, sí, me acuerdo.

―Bueno, Anita, entonces nos vamos a ver. ¿Arreglamos la hora ya?

―No, no, ¿qué hora?

―Anita, Anita, la hora para ir a Mar del Plata, ¡Anita!

―Ah, ¿yo voy también?

―Y sí, Anita, sí, sí, ¿cómo no vas a venir vos? Tenés que estar, Anita. ¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿No podés?

―No, no, es que como no me habías dicho nada…

― ¿No te dije?

―No.

―Bueno, Anita, es que lo daba por hecho. Era obvio que tenías que venir, eh. Mañana te espero a las nueve, en la puerta de mi edificio. Salimos de ahí. A las cuatro abre la sucursal, así que llegamos con tiempo.

―Bueno…

―Un beso, Anita. Hasta mañana ―me dijo Gustavo Almazán.

―Un beso ―le dije y salí disparada para mi casa, a armar el bolso para el viaje.

El viaje

Buenos Aires, septiembre de 2011.

Salí de la empresa. Ya en la vereda, Martín se acercó a mí:

Dame, dame ―me dijo y me sacó de la mano el bolsito con la computadora ―.Vení ―agregó y me condujo hasta la puerta del acompañante del auto. La abrió y subí ―.Esto lo pongo en el asiento de atrás, eh ―me advirtió, mostrándome mi bolsito.

―Bueno ―le dije, y Martín cerró la puerta. Después entró por su lado y se sentó en el asiento del conductor. Me puse el cinturón de seguridad.

―¡Eh! ¡Tan mal no manejo!

―No, no, yo me lo pongo siempre. No es por vos. Ya me tomé la costumbre  ―dije. <<Voy a poder con esto, voy a poder. Voy a escuchar todo, absolutamente todo lo que me diga. Y no voy a tartamudear. Puedo, puedo, puedo>>, repetí en mi mente varias veces.

―Ah, bueno, yo no me lo pongo nunca ―me dijo y el auto empezó a andar.

―Hacés mal.

―Tenés razón ―me dijo y se lo puso ―. ¿Mejor así?

―Sí, sí, mejor.

―Bueno, indicame el camino. Sé más o menos dónde es, pero no qué camino me conviene tomar.

―Conviene Panamericana.

―Ah, sí, sí, me parecía ―me dijo y se produjo un silencio ―.¿Y eso qué es? ¿Te llevás trabajo a tu casa? ―me preguntó luego, en relación a la carpeta con los papeles de los impuestos de Gustavo Almazán, que llevaba sobre mis piernas.

―No, generalmente no me llevo, pero esto es un caso especial. Es un problema de Gustavo con unas liquidaciones de impuestos.

―Ah… me imagino lo complicado que debe ser, ¿no?

―Sí, bastante ―le dije y se produjo otro silencio, largo e incómodo.

―Este auto no es mío, es de mi viejo ―me dijo, luego de dos miradas que nos lanzamos de reojo.

―Ah… ―dije. <<Ya me parecía. Si no iba a tener que acogotar a Gustavo, porque si a vos el sueldo te alcanzara para tener un Vento cero kilómetro, ganarías diez veces más que yo>>, pensé.

―Igual yo me compré un auto, me lo entregan la semana que viene.

―Ah, ¡qué bien! ―le dije―. ¡Bien! ¿Y cuál te compraste?

―Un Sandero, pero el Stepway.

―Ah, sí, sí, es más lindo ese modelo que el Sandero simple.

―Sí, sí, es más lindo, mucho más lindo. Me iba a comprar un Clío, porque es más barato, pero mi viejo me prestó para la diferencia.

―Ah, qué bueno que te haya podido prestar la plata ― le dije. <<El padre de Martín debe tener una posición económica más o menos buena. En cambio, el mío está jubilado, no tiene un mango>>, pensé.

―Sí,  por esta época le van mejor las cosas a mi viejo y me pudo prestar.

― ¿Y por qué por esta época? ―pregunté. <<Mi papá no tiene ni esperanzas de que alguna vez le vaya mejor. Y encima es el padre de la novia el que tiene que pagar la fiesta… qué mal me veo…>>, pensé.

―Porque mi viejo es acopiador de cereales y ahora el campo está mejor, tiene más trabajo, porque es una actividad que depende mucho de las épocas, de los precios de los granos, de lo que se produzca. Hubo veces que las cosas estuvieron muy mal y no la pasamos bien económicamente.

―Ah, sí, sí, me imagino ―le dije.

―Además somos muchos en mi casa.

― ¿Muchos?

―Sí, yo tengo cuatro hermanos más.

―Ah, ¿cuatro más? Yo pensaba que dos más, nada más.

―No, no, dos son los que viven conmigo, en el lugar de siempre, vivimos en el mismo departamento desde hace varios años ya. Pero además tengo dos mayores viven en mi ciudad.

―Ah, son cinco en total. ¿Y todos hombres?

―No, no, tengo una hermana mujer, que tiene treinta y seis y se casa dentro de poco. Después tengo otro hermano que tiene treinta y ocho y trabaja con mi viejo. Está casado. Tengo dos sobrinos.

―Ah, bueno, bien, entonces vos sos el del medio, ¿no?

―Sí, sí, soy el del medio. Mi hermano más chico tiene veintidós y el otro, veinticuatro.

―Ah… ―dije y se produjo otro silencio.  <<¡Por Dios! ¿Qué más digo?>>, me pregunté.

―Y vos nada que ver conmigo: hija única, ¿no?

―Sí, sí, hija única.

― ¿Y sos apegada a tus padres?

―Sí, sí, la verdad es que sí. Y vivo con ellos, además.

― ¿Y tu viejo es cuida? ¿Es celoso de tus novios?

<<No, no, al contrario, está desesperado porque le traiga uno. Ya no sabe de qué religión hacerse para que algún Dios escuche sus plegarias>>, pensé, pero dije:

―Y… no, no, qué sé yo… no…

― ¿Por qué? ¿Tenés novio y le cae bien a tu papá?

―No, no tengo novio ―dije ―. Y tampoco salgo con Gustavo ―me animé a agregar.

―Bueno,  no te lo decía por él… ―dijo y me miró sonriendo.

―Por las dudas, me anticipo ―le dije, y también sonreí.

―Aunque estaría bien un novio como Gustavo, ¿no?, fachero, con una camioneta espectacular… ―me dijo entre risas―. Un Sandero al lado de la X6 es un carting.

―No… ―le dije con una sonrisa, pero con timidez. Se produjo otro silencio. El auto pasaba calles y dejaba atrás esquinas y a mí nada que pudiera decir se me ocurría.

― ¿No te sentís del todo bien todavía, no? ―me preguntó Martín después de un rato.

―No, o bah, bien del todo no estoy, pero no me siento mareada ya. Siempre me pasa, el día que tengo un bajón de presión, después quedo media media, nunca me recupero del todo.

―Sí, porque seguís un poco pálida, pero igual estás linda, eh ―dijo con una sonrisa y me miró. Frenó en un semáforo.

―Ah, gracias, jijiji ―me salió y bajé la vista, hacia la palanca de cambio.

―Avisame en qué subida me tengo que meter para ir a tu casa ―me dijo después de otro gran silencio, cuando entramos a la Panamericana.

―Sí, sí, te aviso. Falta un poco todavía.

― ¿Vas a Mar del Plata el sábado?

― ¿Eh? No, no, no creo, Gustavo no me dijo nada.

― ¿No?

―No, no, y además: ¿para qué voy a ir yo?

―No, no sé, pensé que por ahí tenías que ir, como estuviste con los procesos…

―Sí, pero no, no creo que sea necesario que vaya a la apertura de la sucursal.

―Yo tendría que viajar mañana, pero no puedo. Por eso lo mandé a Leo solo.

― ¿Leo?

―Sí, Leo, el de pelo largo, que está en Help Desk.

―Ah, ah, sí, sí, ya sé quién es ―dije. Leo era el nuevo novio de la exnovia de Rubén G.

―Él ya está allá, haciendo la instalación del sistema y de las computadoras de la sucursal. Sabe el pibe, pero igual no me quedo tranquilo. Tendría que haber viajado yo también, porque si algo sale mal, Gustavo me va a venir con todo a mí.

― ¿Y por qué no fuiste?

―Porque mañana es el aniversario de mis viejos. Cumplen cuarenta años de casados. Tenía que quedarme.

―Ah…

― Mis viejos vinieron a festejar acá, a Buenos Aires, porque mi hermano menor tiene un final mañana a la noche y no podía viajar a mi ciudad. Así que estamos todos en el departamento.

― ¿Los cinco más tus viejos?

―No, los cinco más mis viejos no. También está el novio de mi hermana y la mujer de mi hermano con mis sobrinos.

―Ah, todos apretados.

―Sí,  bastante apretados. Es de tres ambientes el departamento, no es tan chico, pero para tanta gente se complica.

―Sí, me imagino.

― ¿Y tus viejos?

― ¿Mis viejos?

―Sí, tus viejos, ¿cuánto tiempo llevan de casados?

―Eh… tengo treinta y uno, ellos se casaron un año antes de que yo naciera… treinta y dos creo…

―Ah, bastante también.

―Y sí.

― ¿Y están juntos desde chicos?

―No, no, se conocieron de grandes. Mi mamá tenía treinta y mi papá más, treinta y cuatro.

―Ah,  bastante grandes para esa época, porque mis viejos están juntos desde los quince años.

―Ah, un montón de tiempo.

―Sí, sí, pero bien, eh, muy bien lo de ellos.

―Sí… ―dije. <<¿Tengo que decir algo más?>>, me pregunté.

―Yo quisiera tener una relación así también.

―Bueno, pero ya pasaste los quince hace rato ―le dije riéndome.

―Sí, sí, ya los pasé, ya los pasé ―me dijo, también riéndose―. Sos cómica, eh.

―Sí, un poco, qué sé yo, a veces… ―le dije. Comencé a sentirme más suelta.

―Sé que te gusta reírte, pero que hagas los chistes vos es nuevo para mí, eh.

―Es que hago chistes, lo que pasa es que soy tímida y no siempre me animo. No me sale con todo el mundo.

―Sí, sí, la timidez es un gran problema, yo también soy tímido.

― ¿Sí?

―Sí, la timidez hasta me trajo problemas para conseguir novia ―dijo y me miró, con una sonrisa.

―Bueno, pero igual tenés novia, ¿no? ―me animé a decir―. En la próxima subida tenés que salir ―le indiqué.

―Ah, bueno, me corro de carril ahora entonces ―dijo―. Y sí, sí, tengo novia. O bah, estoy con alguien…

―Ah…

―Pero no estoy enamorado.

―Ah…

―Es así ―dijo y tomó la subida.

<<Ay, ¿qué digo?, ¿qué digo?>>, me pregunté. <<Tengo que atacar, tengo que atacar, me tengo que animar, no me va a pasar nada si lo hago>>, me di fuerzas.

―Pero me habías dicho una vez que estabas muy enamorado de tu novia… ¿o es otra esta que tenés ahora?―dije y el auto frenó en un semáforo.

―No, no, es la misma, es la misma.

―Ah…

―Y sí, es la verdad, te dije eso, pero no sé, no sé,  a lo mejor me quería convencer a mí mismo.

―Pero no sabés si estás enamorado, o es que no lo estás, no entiendo ―interrumpí. <<Bien, bien, muy bien>>, me felicité.

―No, no ―dijo y el semáforo se puso en verde. Martín quiso avanzar, pero pisó mal el embrague y al motor del auto se apagó―. ¡Ay, la puta madre! Este auto no lo manejo muy seguido y los pedales son muy sensibles―agregó y le dio arranqué. El coche que estaba atrás tocó bocina―. ¿Por esta tomo? ―me preguntó, señalando una avenida.

―Sí, si, por esta derecho. Yo te digo después donde doblar. Igual estamos cerca.

―No es que no sepa si estoy enamorado o no ―retomó el tema, para que mi taquicardia siguiera aumentando―. No estoy, nunca lo estuve.

―Ah…

―Y ella lo sabe, eh, se lo dije varias veces, por eso no me siento tan mal.

―Ah, ¿ y qué te dice?

―Y… ―dijo y suspiró―, me dice que el amor viene con el tiempo, que espere, que me quiere, que soy el hombre de su vida, y bueno, yo seguí, seguí, y sigo, y ya llevamos un año de relación. A lo mejor la tendría que haber cortado, ¿no?

―Y no sé…

― ¿Viste cuando una persona te parece ideal? Buena, inteligente, con muchas virtudes…

―Sí…

―Bueno, mi novia me parece así, pero no me alcanza con eso. Falta algo, no sé, las virtudes solas no enamoran.

―Y no, no, a lo mejor pasa por otro lado. Doblá en la próxima, a la izquierda.

― ¿Y vos?, ¿está enamorada ahora?

―No, si no estoy de novia, ya te dije.

―Bueno, pero eso no tiene nada qué ver, uno puede estar enamorado de alguien y no tener una relación con esa persona.

―Ah, sí, sí, eso sí…―dije. <<Mejor que me la juegue. No me va a pasar nada. A lo sumo, será un papelón más, pero con tantos que tuve en mi vida, ¿qué me preocupa?>>, pensé.

― ¿No te pasó nunca?

―Sí, sí, me pasó ―dije―. Me pasa ―agregué―. En la próxima doblá a la derecha.

― ¿Y te pasa ahora?

―Y… ―dije y miré hacia la ventanilla de mi lado.

― ¿Te pasa o no? ―atacó y me miró.

―Sí, sí, me pasa, me pasa ―dije y lo miré a los ojos. Aguanté pocos segundos y luego bajé la vista.

―A mí también me pasa ―me dijo, sin mirarme.

―Entonces estás siendo muy deshonesto con tu novia ―me salió.

―Sí, ya lo sé, ya lo sé. Estoy con ella pensando en otra. Está mal, ya lo sé, no te creas que no me doy cuenta, eh. Me doy cuenta y lo voy a… a… reparar… o… no sé, porque para ella no va a haber reparación…

―Y no, no… en la próxima a mitad de cuadra. A la derecha ―dije y busqué la llaves de mi casa en la cartera.

―No lo hice a sabiendas, eh… ¿en dónde?

―Ahí, la de las paredes amarillas.

―Bueno, que te mejores ―me dijo cuando frenó el auto en la puerta de mi casa― Hasta mañana―agregó y me dio un beso en la mejilla.

― No, mañana no voy a la empresa.

― ¿No vas? ¿Te vas a tomar el día por lo de hoy?

―No, no, tengo que hacer un trabajo en otro lado, en un estudio contable que le maneja los impuestos a Gustavo.

―Ah, bueno, hasta el lunes entonces.

―Hasta el lunes y gracias por traerme―le dije.

―No, de nada ―me dijo y me bajé del auto.

Llegué a la puerta de mi casa y puse las llaves en la cerradura. El auto de Martín seguía en el mismo lugar.

―Ana, ¡pará , pará! ―me dijo y me di vuelta. Martín se bajó del coche. Abrió una de las puertas traseras y sacó del asiento el bolso con mi computadora ―. Te olvidas de esto ―agregó, se acercó a la puerta de mi casa y me lo dio.

―Ah, gracias ―dije y lo agarré.

―Estás distraída.

―Sí, jijiji

―Bueno, chau, hasta el lunes ―me dijo y caminó hacia su auto.

―Hasta el lunes, chau, y gracias de nuevo ―le dije y él se dio vuelta para mirarme.

―No, gracias a vos―me dijo con una sonrisa y subió al auto.

Abrí la puerta de mi casa, la cerré detrás de mí, y Martín arrancó el coche y se fue. <<Le tendría  que haber preguntado la edad de los sobrinos>>, me reproché.

La reunión

Buenos Aires, septiembre de 2009.

― ¿Vamos, Anita? Ya es la hora ―me dijo Gustavo Almazán. Yo estaba sentada en mi escritorio, revisando los papeles de sus impuestos.

―Sí, vamos ―le dije y me puse de pie.

― ¿Cómo vas, Anita? ―me preguntó cuando salíamos de la oficina. Él pasó por la puerta primero, ni siquiera me la sostuvo abierta, y la tuve que atajar con una mano cuando se me vino encima, para evitar que el golpe me creara una nariz de boxeador.

―Voy por la mitad, bah, un poco más de la mitad, y lo que me queda es más simple que lo que estaba al principio.

― ¿Y está todo bien? ―inquirió y llamó al ascensor.

―Sí, sí, está todo bien hasta ahora. O sea, me parece bien lo que hicieron tus contadores y abogados.

―Sí, pero según ellos tengo que pagar ochocientos mil, Anita.

―Bueno, pero de dos millones a ochocientos mil… ―le dije y entramos al ascensor. Gustavo antes que yo, por supuesto.

―No quiero pagar nada, Anita ―me dijo y se miró al espejo. Se arregló el pelo―.Leé todo hoy, porque mañana hay que presentarlo antes de la nueve. Fijate si se puede hacer algo más.

―Sí, de eso estoy tratando.

― ¿Y con lo de México, Anita?

―No, no pude hacer nada con eso todavía.

― ¿No?

―Y no, no tuve tiempo.

―Estoy muy entusiasmado con México, Anita. Ya veo los carteles publicitarios con la foto de Luis Miguel sosteniendo nuestra tarjeta de crédito.

― ¡¿Luis Miguel?!

―Y sí, Anita, ¿no es mexicano Luis Miguel?

―Pero me parece que no nació en México…

―Bueno, es lo mismo, Anita, es como si fuera mexicano. ¿Es una buena cara para que nos represente, no? ―me preguntó cuando salimos del ascensor.

―Sí, es muy buena, pero no creo que Luis Miguel quiera.

― ¿Por qué?

―Y porque va a cobrar más de lo que vale la empresa. No creo que se pueda contratar a Luis Miguel, eh  ―le dije cuando caminábamos por el pasillo, hacia la puerta de entrada a la oficina de Riesgo Crediticio.

― ¿Te parece que no, Anita?

―Sí, sí, me parece que no. Muy caro sería. Impagable.

―Bueno, Anita, entonces en tu investigación hacé un inventario de famosos mexicanos, a ver quién puede servir de imagen de la empresa. Averiguá bien eso, porque es importante, Anita, es muy importante ese detalle para nuestro desembarco en México.

―Sí, sí, averiguo, averiguo, no hay problema ―le dije con gusto, pues no tenía mucho trabajo para hacer. Enseguida en mi mente pude ver el cartel publicitario de la empresa en su versión mexicana: una foto de Lucía Méndez sosteniendo una tarjeta “pedorra gold” gigante.

―Hola, ¿qué tal? ―dijo Gustavo Almazán al entrar a la oficina de riesgo crediticio. Todos estaban trabajando en sus escritorios y le respondieron el saludo con mucha seriedad y respeto. Yo me escondía detrás de él, que me servía de escudo, y abrazaba a un cuaderno.

―Ya está Martín en la sala de reuniones ―le dijo Analía Bagayo, cuando se acercó.

―Bueno, vamos pasando entonces ―dijo Gustavo y se dirigió a la sala de reuniones, que estaba a pocos pasos.

―Tincho, ¿qué tal? ―exclamó al abrir la puerta. Martín estaba conectando un proyector a una computadora.

―Hola ―le dije.

―Hola, ¿cómo andan? ―dijo Martín.

―Lo mejor que podemos, Tincho, ¿ya se puede pasar?

―No, espérenme dos minutos, que termino de ver si esto funciona.

―Ok, Tincho.

Me quedé en la puerta y Gustavo se acercó a Martín, para ver lo que estaba haciendo. Mis compañeros de riesgo crediticio se había puesto de pie y, de a poco, se iban aproximando adonde estaba yo. Comencé se sentir mi respiración entrecortada. <<Está Gustavo, va a estar él en la reunión, no me van a decir nada. Además, también tiene que venir el gerente de riesgo crediticio, con ese tampoco joden>>, pensé y me tranquilicé.

―Ana, ¿cómo andás tanto tiempo? ―me dijo Mauro L. y me dio un beso en la mejilla.

―Bien, bien, ¿y vos? ―le dije. Él nunca me había cargado por lo de mi virginidad tardía, pero tampoco me había defendido.

―Bien, todo bien yo ―me dijo y me miró de abajo hacia arriba―. Che, ¡qué bien que estás vos, eh! Muy bien, muy bien.

―Ah, bue… bueno, gracias.

―Ya pueden pasar ―dijo Gustavo y todos entramos. Me ubiqué en la mesa, pegada a la punta. Martín se sentó en frente de mí. A su lado quedó Mauro L. y a mi lado, Ezequiel Z..  Analía Bagayo prefirió sentarse lejos, casi en la otra punta, al lado de su novio, Marcelo F.. El gerente de riesgo crediticio no había aparecido por el lugar.

―Bueno ―dijo Gustavo, que estaba de pie, frente al proyector―, yo quise venir hoy a abrir esta reunión, como lo estoy haciendo estos días en otros sectores de la empresa. Aprovecho estas reuniones para conocerlos y para, bueno ―se trabó―, bueno, ustedes vieron que la empresa está creciendo, que tenemos muchos proyectos, y que eso, que, que, bueno, nada, que son parte de esto, de todo, digamos, ¿no? Ustedes son importantes, como les dije, y bueno, ahora estamos haciendo un video institucional. ¿Ya vinieron a filmarlos?

―No ―contestaron algunos de mis excompañeros.

―Bueno, ya van a venir, ya van a venir. Por eso es muy importante que vengan prolijos estos días, que vengan bien, queremos dar una buena imagen. Y además tenemos otra cosa, otro desafío por delante. ¿Saben lo del concurso de la frase de la empresa, no? ―preguntó Gustavo.

―No ―respondieron algunos. Martín me miraba a los ojos, con seriedad. <<Este pibe es un amargado, está todo el día con cara de culo. ¿Será por el gimnasio?>>, pensé y le mantuve la mirada unos segundos.

― ¿No lo saben? ¿Pero cómo? ¿Recursos humanos no les mandó la comunicación? ―inquirió Gustavo y yo bajé la vista.

―No ―le respondieron. Empecé a dibujar cuadraditos y círculos en mi cuaderno.

―Pero no puede ser, no puede ser ―dijo Gustavo y me miró. Le hice un gesto de desentendimiento―, tengo que arreglar eso. Y bueno, si nos les contaron, se los cuento yo, entonces: la idea del concurso es que ustedes creen una frase para la empresa. Estamos buscando algo cálido, que tenga sentimientos, que incluya a la palabra corazón y que sea corta, de cinco palabras. ¿Se entiende?

―Sí ―dijeron algunos y yo me volví a encontrar con la mirada de Martín. <<¿Este pibe qué quiere? No lo entiendo. Parecería que le gusto, pero no creo que sea así>>, pensé y mantuve mi vista fija en sus ojos.

―Bueno, mejor, mejor, ¿lo de la fiesta lo saben? ―preguntó Gustavo y yo relajé un poco mis labios y le sonreí sutilmente a Martín. Él me devolvió el mismo gesto. Me asusté y bajé la vista.Sentía calor en la cara.

―Sí, sí, lo de la fiesta sí ―respondieron mis excompañeros. Yo, de nuevo, dibuje un cuadrado pequeño en mi cuaderno.

―Bueno, en la fiesta vamos a conocer al ganador del concurso de la frase. Se lleva una notebook el que haga la mejor ―afirmó Gustavo y yo pensé: <<Soy una boluda, soy una boluda, me tengo que animar a levantar la vista y a mirar de nuevo a Martín>>

―Ah, ah, bien ―dijeron algunos y se miraron entre ellos, con entusiasmo.

―Y además, y esto es algo que se me está ocurriendo ahora ―dijo Gustavo―, y además, bueno, el video, gente, el video, a mí me gustarían que aporten ideas para crear el video. Si algunos saben algo de eso, o si saben música, a lo mejor hasta pueden crear una canción para la empresa, ¿no? Estaría bueno que alguien hiciera propuestas así, muy bueno estaría. Es más, si me gusta lo que proponen, tienen un cargo, un buen cargo en marketing de premio, ¿les parece?

―Sí, sí ―dijimos todos. Levanté la vista y la mirada de Martín seguía ahí, sobre mí. Fijé mis ojos en los suyos de nuevo. Él me sonrió y volví a sentir miedo, pero sonreí yo también.

― ¿Y la frase no puede ser de seis palabras, en vez de cinco? ―preguntó Ezequiel Z. y yo no me aguaté. Bajé la vista de nuevo. <<Pero no, no tengo que hacer esto. ¡No! Ahora la tengo que volver a subir. ¡Sí! ¡Sí! Rapidito la subo y es la caída de ojos. ¡Sí, puedo! ¡Con fe, con esperanza!>>, me dije.

―Sí, sí, seis puede andar, puede andar, pero no más de eso, no más de eso ―le respondió Gustavo Almazán y yo me animé a levantar la vista y a mirar a Martín de nuevo. Sonreí. Él arqueó las cejas y me sonrió también. Noté color rojo en sus mejillas.

―Ok, gracias ―le dijo Ezequiel Z. y yo arqueé las cejas, mirando a Martín. Luego, dirigí mi vista hacia Gustavo.

―Bueno, gente, muy contento estoy de conocerlos, los espero en la fiesta, no se la pierdan, va  a haber de todo, la estamos organizando muy bien, se van a sorprender, van a ver. Y piensen la frase, también ideas para el video si pueden, y bueno, bueno, ahora también tiren todo lo que se les ocurra para el nuevo proceso de riesgo crediticio. Acá está el amigo Tincho  ―dijo Gustavo y le puso una mano en el hombro―, que está haciendo el nuevo sistema de la empresa, les pido que colaboren con él  y los dejo…

<<¡No, no, no te vayas, no te vayas! ¡El gerente no viene, no viene, me voy a tener que quedar sola con todos estos! ¡No! ¡Venía bien, la puta madre que los parió! >>, pensé y comencé a sentir que me faltaba el aire.

―Los dejo con él y con Anita, que sabe mucho de los procesos de esta empresa. De nuevo, un gusto, chau, hasta pronto ―agregó.

―Chau, chau ―dijeron todos y Gustavo salió por la puerta. Martín se puso de pie, de frente a su computadora, que estaba sobre la mesa, y el proyector reflejó sobre la pared las imágenes que él estaba viendo en la pantalla, que eran las del nuevo sistema de la empresa.

Martín comenzó a hacer su exposición y los murmullos y risas por lo bajo comenzaron. Oí un “inmaculada” y empecé a sentir un zumbido en mis oídos. Tenía que respirar hondo, para evitar la sensación de asfixia. Me estaba hiperventilando, lo sabía, pero no podía frenarme. Mis manos habían comenzado a humedecerse.

Claudio C. largó una carcajada muy sonora. No sé en respuesta a qué.

Entonces:

―Chicos, paren, paren, eh ―les dijo Mauro L., el jefe. Martín los miró con expresión de enojo y continuó con su exposición. Por un rato no se sintieron otras voces, hasta que, de nuevo, comenzaron las risas, y:

―Porque el proceso que están usando actualmente podríamos decir que ya está obsoleto, ninguna empresa lo usa… ―dijo Martín cuando la hiperventilación ya me estaba provocando mareos.

―Ay, ay, ay, obsoleto, obsoleto, y qué dolor, qué dolor, usar algo así después de tantos años, casi treinta de antigüedad en su momento, si es que ya se usó… ―lo interrumpió Claudio C., a quien reconocí por su voz, porque no estaba mirando a ninguno de mis excompañeros. Tenía mi vista clavada en la pared por donde pasaban las imágenes del proyector.

―Che, por qué no la paran, párenla, no sean así ―dijo, para mi sorpresa, Ezequiel Z., y yo me encontré de nuevo con la mirada de Martín. Esta vez no se me ocurrió sonreír.

―¡Basta, chicos, basta, en serio, presten atención, vamos! ―dijo Mauro L. al mismo tiempo.

A Martín le quedaban bastantes cuestiones por exponer, pero:

―Bueno, es todo. Terminanos acá por hoy ―dijo y cerró la notebook, de manera intempestiva. Las imágenes desaparecieron de la pared y yo cerré mi cuaderno y me puse de pie inmediatamente. Salí de la sala y caminé con rapidez a través de la oficina de riesgo crediticio, hasta llegar al pasillo. Mis manos estaban mojadas y las líneas que marcaban las paredes parecían moverse.

Cuando me faltaban poco pasos para alcanzar el ascensor, oí:

― ¡Ana! ¡Ana! ―y me di vuelta ―Mirá que no les dije nada porque iba a ser peor ―me dijo Martín cuando estuvo cerca de mí.

―Sí, sí, no te preocupes, está bien ―le dije con vergüenza y caminé unos pasos, hasta alcanzar la puerta del ascensor. No quería hablar del asunto.

―Si yo reaccionaba y los puteaba, te iban a decir más cosas, ya lo sé, ya los conozco, y encima yo tengo la culpa, pero no lo hice a propósito, te juro que nunca hubiera querido esto… ―dijo acercándose a mí y vi a Ezequiel Z. venir a nosotros.

―No, no, está bien, está bien, igual son chismes, nada más,  no te preocupes ―le dije a Martín haciéndome la superada y llamé al ascensor.

¿Qué hacés, pibe?, ¿cómo andás tanto tiempo? ―le dijo Ezequiel Z. y le apoyó una mano en el brazo.

―Nada hago, ¿qué mierda querés? ―le dijo Martín y le corrió el brazo.

―Bueno, qué mala onda, che, yo quería hablar un rato…

―No, no tengo nada que hablar con vos, ¡borrate! ―le dijo Martín.

―Ok, como quieras ―le dijo Ezequiel y se alejó.

―Ay, qué rencoroso que sos… ―me salió decirle.

― ¿Yo?¿Rencoroso? ―exclamó Martín.

―Sí, porque te quería hablar Ezequiel, no era para contestarle así.

―Mirá que lo que pasó con vos pasó por culpa de él, eh, él contó el chisme, ¿y me decís rencoroso a mí?

―Bueno, sí, pero en la reunión se portó ben… ―dije. Sentía que la cara de Martín daba vueltas. Respiré hondo.

― ¿Qué te pasa? ¿Te sentís mal? Estás pálida.

―Sí, sí, un poco mal me siento… ―le dije y el ascensor, por fin, abrió su puerta en frente de nosotros. Estaba vacío.

―Pará, pará, si te sentís mal no vas a volver a la oficina ―me dijo Martín y entró conmigo al ascensor. Pulsé el botón del último piso.

―Sí, sí, voy a volver, ya se me va a pasar.

― ¿Esto es lo mismo que lo que te pasó en la fiesta de Rosita, no?

―Sí, sí, me baja la presión ―dije. Todo me daba más vueltas. <<Ay, me voy a desmayar acá, ¡qué papelón! Encima que cuando me desmayo se me van los ojos para atrás y muevo brazos y piernas, como si fuera epiléptica>>, pensé.

―Bueno, entonces te tenés que sentar ―me dijo y el ascensor se detuvo en el último piso. Martín salió conmigo. Atiné a ir por el pasillo hacia la entrada de mi oficina, pero Martín me detuvo tomándome de un brazo ―No, pará, ¿a dónde vas? Vení ―agregó y me llevó con él hacia la escalera ―. Sentate acá ―me ordenó, señalándome un escalón.

―¿Pero vos no tenés la computadora y el proyector en riesgo crediticio? Los tenés que ir a buscar… ―le dije mientras me sentaba.

―No pasa nada, después voy ―me dijo y puso sus manos sobre mi nuca ―Agachate, dale ―agregó y yo lo hice. <<¡Ay, Dios, estoy mareada pero caliente! ¡Qué buena sensación que dan la manos de Martín sobre mi nuca!>>, pensé.

Martín me hizo repetir varias veces la operación de hacer presión hacia arriba con mi cabeza, mientras él la hacia abajo.

― ¿Estás mejor? ―me preguntó cuando sacó sus manos de mi nuca.

―Un poco… ―le dije. Todavía la línea recta que separa el piso de la pared que tenía en frente, se movía para mí.

―Bueno, sigamos ―me dijo y volvió a poner sus manos sobre mi nuca. Y yo volví a calentarme.

Cuando estaba agachada, viendo solo el piso, oí la voz de Bety:

― ¿Qué pasa? ―preguntó.

― Nada, Ana se siente mal, le bajó la presión… ―le respondió Martín.

― ¿Te sentís muy mal, Ana? ―me preguntó Bety, agachándose, para mirarme de cerca.

―Más o menos.

― ¿Querés que te traiga un vaso de agua? ―se ofreció.

―Bueno ―le dije y ella se alejó.

Martín siguió con los ejercicios, hasta que:

―Anita, Anita, ¿qué te pasa?, te me descompusiste, Anita ―me dijo Gustavo, que había venido al pasillo. Bety estaba a su lado. Me dio el vaso con agua.

―Me bajó la presión.

―Bueno, bueno, Anita, llamemos al médico. ¿Tenemos empresa de emergencias, no, Bety?

―No sé…―le dijo ella.

―No, no, al médico no, siempre me pasa, no es nada ―les dije.

―No, no, siempre te pasa, pero no, mejor llamar al médico antes de irte ―dijo Martín.

―Sí, sí, Anita, llamemos al médico.

―No, no, ya se me pasa, ya se me pasa ―insistí.

―Bueno, pero no te vayas sola, que alguien te lleve a tu casa ―dijo Martín.

―Sí, sí, después vemos, después vemos ―dijo Gustavo―. Pero mejor que se recupere acá primero… ¿cómo estuvo la reunión, Tincho?

―Bien, bien ―le respondió Martín.

<<Gustavo no me va a dejar ir hoy. Tengo que terminar el asunto de sus impuestos. Y salvo que me muera, me va a hacer quedar>>, concluí.

Los cuatro estuvimos un rato en el pasillo. Cuando me pude parar, dejé a Martín cerca de la escalera y regresé a la oficina, escoltada por Bety y por Gustavo.

―Anita, ahora sentate, comé algo…―me dijo Gustavo.

―No, no tengo hambre ―lo interrumpí cuando me senté en mi silla.

―Sí, Anita, pero tenés que comer sal, así te sube la presión. O si no llamemos al médico, así te da algo y te recuperas rápido.

―No, no, está bien, con el correr de las horas voy a estar mejor, esto es así―le dije.

―Sí, Anita, pero hay pocas horas hasta mañana, mirá que lo de mis impuestos hay que presentarlo antes de la nueve, eh.

― ¿Y no se lo puede llevar a la casa y terminarlo ahí? ―preguntó Bety.

―No, no, tiene que ver cosas del sistema de esta empresa. No puede irse a la casa. Pero llamemos al médico y listo. Que le de algo para que se le pase ―dijo Gustavo.

―No, no, no hay nada que me haga bien. Y no te preocupes, ahora me pongo de nuevo con lo tuyo ―le dije.

―Bueno, Anita, cualquier cosa decime.

Gustavo, en las horas que siguieron, me preguntó varias veces cómo me sentía. Siempre le respondí la verdad: “Más o menos”, y él se preocupaba, se preocupaba mucho, pero no por mí, sino por sus impuestos.

A las seis de la tarde me quedé sola en la oficina. <<Ay, si me desmayo ahora, nadie me va a socorrer>>, me preocupé. <<Bueno, pero estoy sola, me puedo acostar en el piso sin problemas. En posición horizontal no me voy a desmayar>>, me tranquilicé y seguí revisando los papeles de los impuestos de Gustavo Almazán.

A las siete de la tarde, mi celular sonó:

―Hola.

―Hola, ¿cómo estás? ―me preguntó Martín.

―Bien, bien, mejor, mejor.

― ¿Ya se te fueron los mareos?

―Sí, sí, no estoy diez puntos, pero estoy mucho mejor.

―Ah, bueno, ¿estás acostada?

―No, no, estoy en la oficina.

― ¿Cómo que estás en la oficina? ¿Por qué no te fuiste a tu casa? ¿Gustavo no te llevó?

― ¡No! ¡Qué me va a llevar! Y encima hoy, hasta que no termine una cosa importante de él, no me puedo ir.

― ¿Pero cómo? Si te sentís mal, dejarte trabajando…

―Bueno, no le importa cómo me sienta…

―Ah, es bueno que lo sepas a eso. ¿Pero te lleva a tu casa después, no?

―No, no, ya se fue Gustavo. Y no me iba a llevar, eh. No salgo con Gustavo, ya te lo dije ―aclaré. <<Ahora no tenés ningún impedimento para tirarte un lance conmigo, hasta me salió la caída de ojos y todo…>>, pensé.

―Pero te hizo cambiar de ropa…

―Pero no lo hizo por eso, hace esas cosas con todo el mundo, vos porque no lo conocés bien ―le dije. <<El impedimento no es mío, es de él. Tiene novia. ¿Por qué no me dejo de hacer ilusiones con este tipo? Si encima de tener novia, va al gimnasio… y yo, después de Ferni, pretender a un tipo como Martín. Estoy pidiendo demasiado>>, pensé.

―Bueno, no sé, no sé… ¿Y cómo te vas a volver a tu casa? ¿Te viene a buscar alguien?

―No, no me viene a buscar nadie, pero no pasa nada, ya estoy mejor.

―No, pero no te podés ir sola. Yo te llevo. Estoy con el auto de mi viejo ―me ofreció Martín y me asusté.

―No, pero…pe… pe… pero no sé,  mirá que tengo que terminar con algo muy importante y me voy tarde.

―No importa, te espero, yo también me quedo hasta tarde hoy. No hay problema.

―No, pe… pero…

― ¿A qué hora terminás? ―me interrumpió.

―Y no sé, a las nu… nue… nueve creo…

―Bueno, a las nueve nos encontramos en la puerta.

―Pero es lejos, no sé…

― ¿Seguís viviendo en el lugar de siempre, con tus viejos?

―Sí, sí.

―Bueno, no es tan lejos…

―Más o menos…

―No hay problema por la distancia, a las nueve te veo abajo ―me dijo Martín.

Y a las nueve menos diez, llamé a mi casa:

―Mamá, me va a llevar un compañero a casa. Por favor, no salgan, eh, no salgan, no se asomen por la puerta. Abro yo, con mi llave, y ustedes no aparezcan, por favor, eh, ¡por favor! Que no se los vea. Tampoco se asomen por la ventana. Quédense en la cocina.

― No, bueno, no nos asomamos, no te preocupes, ¿pero por qué te va a traer un compañero? ¿Quién es?

―Porque me sentí mal, después te cuento.

― ¿Cómo que te sentiste mal? ¿Qué tuviste? ¿Qué tenés? ―preguntó mi madre, con desesperación.

―Nada, mamá, me bajó la presión, pero no me desmayé, quedate tranquila. Chau ―corté.

A las nueve, estuve en la puerta de la empresa. Martín ya estaba ahí, esperándome, con la espalda apoyada sobre la puerta delantera de un auto estacionado.

El día de la vuelta

Buenos Aires, septiembre de 2011.

Entré a la oficina y saludé a Ernestina. Luego, a Bety:

―¿Qué hacés acá, Ana? ¿No habías renunciado? ―me preguntó con cierto fastidio.

―Sí, pero Gustavo me llamó y volví―le dije y me instalé en mi escritorio.

―Ah, ¿te llamó?

―Sí, me llamó.

Prendí la computadora y Gustavo Almazán entró. Saludó con un beso a cada una y me pidió que fuera a su despacho.

―Anita, ¿cómo estás? ―me dijo cuando ya estaba sentado en su sillón.

―Bien, bien.

―Bueno, mejor así, Anita, mejor así. Mirá ―me dijo y me mostró dos carpetas gigantes. Contendrían más de mil papeles cada una―, esto es todo lo que hicieron mis contadores y mis abogados. Hay que presentarlo el viernes antes de las nueve de la mañana. Hoy es miércoles, ¿no?

―Sí…

―Bueno, Anita, lee todo, fijate que esté todo bien y me decís, ¿eh? Tenés dos días.

―Pero leer todo eso, no  sé si llego en dos días.

―Sí, Anita, ocupate de esto solo.

―Bueno.

―Ah, pero no, no, también está la apertura de Mar del Plata, el sistema nuevo, de eso también algo vas a tener que hacer seguro. Si no llegas con algo, decime.

―Bueno.

―Y otra cosa, Anita,  antes de que me olvide, el viernes, el viernes…

― ¿El viernes?

―El viernes, Anita, no vas a venir a trabajar acá.

―¿No?

―No, no, Anita, vas a ir al estudio de mis contadores, porque estuvieron viendo algunas cosas de esta empresa, y necesitan que se les pase la información de una determinada manera que ellos te van a decir.

―¿Yo se las voy a pasar?

―Y sí, Anita, sí, porque ya te dije, ese es mi equipo de trabajo aparte, y no quiero que tengan relación con gente de esta empresa. Sería para problemas. Así que vos vas, ellos te van a explicar todo, y después te encargas de pedir la información acá. Serías una especie de nexo. Y calculá que una vez por mes vas a tener que ir a trabajar al estudio de mis contadores, Anita, porque no quiero que me vuelvan a pasar estas cosas. ¿Mirá si tengo que pagar los dos millones?

―No, no, está bien, claro, bueno.

―Y otra cosa, ¿qué hago con Tincho, Anita?

―¿Cómo que qué hacés?

―Y sí, Anita, sí, no me gusta que sea así. Además, estuve pensando: es poco perceptivo Tincho, Anita, porque creer que vos mandaste ese mensaje en la fiesta esa que tuvieron,  y para ascender a un mejor puesto, demuestra poco conocimiento de la gente. Y él tiene gente a cargo ahora,  y si es así, le van a vender cualquier buzón, ¿no?

―Bueno, no sé…

―Me parece que voy a despedir a Tincho, Anita ―me dijo y su teléfono sonó. Atendió, habló varios minutos durante los cuales mi corazón latió a velocidad supersónica―. ¿En qué estábamos, Anita? ―me preguntó cuando cortó―. Ah, sí, sí, ya sé, ya sé ―se respondió él mismo―, en Tincho estábamos. Bueno, Anita, no sé, ¿te parece que lo despida?

―No, no me parece, no me parece. Mirá, no sé quién te habrá contado lo del mensaje y esas cosas…

―Anita, se dice el pecado pero no el pecador.

―Bueno, igual no quedan muchas posibilidades, eh.

―¿No, Anita?

―No, no quedan.

―Cerrá la puerta, Anita ―me ordenó y lo hice.

―Igual se oye todo, Gustavo, con la puerta cerrada o abierta, eh ―le dije cuando me senté de nuevo.

―Bueno, Anita, hablá bajo entonces.

―Sí, hablo bajo, pero ya sé, ya sé cómo fueron las cosas. Ya me imagino cómo Ernestina le contó a Bety lo que sabía y ella te lo contó a vos.

―Anita, sos jodida, eh.

―No, los demás son los jodidos, no yo. Y lo de Martín no me parece, esperá a ver cómo rinde.

―Pero vos tenés problemas con él, Anita.

―No, no tengo problemas, lo que pasó con lo de la reunión, bueno, no sé, no me avisó de la mejor manera, sí, pero eso no quiere decir nada, las cosas se fueron arreglando, y no son tan así  como te las contaron. Yo pude trabajar bien con Martín el otro día.

―Bueno, Anita, la verdad es que Tincho me sale más barato que otro gerente de sistemas, mucho más barato, y por eso muy convencido de despedirlo no estoy. Por ahí no es buen negocio. Aunque igual, hasta ahora, no sé si es bueno o no en lo suyo, no lo sé. Por eso, me parece que lo mejor es hacer una cosa: voy a ver el sistema nuevo y  si está bien, Tincho sigue. Si no, si el sistema no está como yo lo quiero, afuera Tincho, lo echo después de que inauguremos Mar del Plata el sábado.

―¿Y cuándo quedó en mostrarte el sistema?

―Y no sé, Anita, calculo que me lo va a mostrar hoy, porque mañana viaja a Mar del Plata un chico de sistemas a hacer toda la instalación de las computadoras de la sucursal. No hay tiempo, Anita.

<<Ay, ¿qué hago? , ¿lo llamo a Martín y le digo lo que me dijo Gustavo? ¿Le pido que me muestre el sistema primero a mí? ¿Y si tiene errores? Mucho tiempo de repararlos no va a tener…>>, pensé cuando salía del despacho de Almazán.

Me senté a mi escritorio y, cuando iba a marcar el número del interno de Martín, vi a Analía Bagayo entrar a la oficina. Era la primera vez que estaba en ese lugar. Caminaba con timidez y observaba todo a su alrededor. Saludó a Bety y a Ernestina, y luego, se acercó a mí:

―¿Qué hacés, Ana, tanto tiempo? ―me dijo y me dio un beso

―Bien, acá, ¿vos? ―le dije y Bety se metió en el despacho de Gustavo. Cerró la puerta.

―Bien, acá también, ayer me llamó la secretaria de Gustavo Almazán y me dijo que viniera hoy a esta hora, porque él quiere tener una entrevista conmigo, ¿sabés para qué es? ―me preguntó Analía Bagayo en voz baja.

―No, no, no sé nada.

―Estoy preocupada, ¿para qué me querrá hablar? Si ni me conoce…

―Ah, no sé, no sé, ni idea.

―¿Y cómo es Gustavo Almazán? ¿Trata bien a la gente?

―Sí, sí ―le dije y Bety salió del despacho.

―Ya podés pasar ―le dijo a Analía.

Y cuando la vi sentada en frente de Gustavo, llamé a Martín:

―Hola, ¿cómo estás? ―me dijo con expresión de sorpresa.

―Bien, bien, ¿vos? ―le dije y me di media vuelta en la silla giratoria, para quedar de espaldas a Bety.

―Bien, bien también, trabajando.

―Bueno, escuchame una cosa, ¿ ya tenés el sistema listo?

―Sí, lo estoy revisando justo ahora, ¿pero qué, qué…?, ¿vos dónde estás?

―Acá, en la empresa.

―Ah, ¿volviste?

―Sí, sí, volví.

―Ah, mirá vos, mirá vos. Arreglaste las cosas.

―Sí, sí, arreglé las cosas, las arreglé, pero bueno, mirá, te llamo porque Gustavo sabe todo lo del mensaje y lo de la pelea conmigo, eh.

―Ah, ¿le contaste?

―No, no, yo no le conté nada, le contó Ernestina. Y también sabe que no mandé el mensaje, eh, para que sepas. Todo riesgo crediticio lo sabe también, como te había dicho.

―Bueno, pero a mí nadie me dijo nada.

―Porque nunca preguntaste, pero dejalo ahí, porque igual no es eso para lo que te llamo.

―¿Y para qué me llamás?

―Para otra cosa, para que me muestres el sistema antes de que lo vea Gustavo. Mirá que está enojado por lo que pasó, ¿a vos no te dijo nada, no te preguntó nada más?

―No, no, no me dijo nada, después de que me hicieron lo del altavoz, no salió el tema de nuevo.

―Yo no te lo hice lo del altavoz, eh. Y él está, no sé si es enojado con vos, pero no está bien con vos, te aviso.

―¿Conmigo?

―Sí, sí, por eso mejor que el sistema esté perfecto, si no, no sé… te aviso para que estés prevenido.

―Sos muy buena, gracias.

―Ay, ¿qué me decís? Encima que te aviso, que te estoy tratando de ayudar, ¿¡me decís así!?

―No necesito que me ayudes. En un rato subo y le muestro a Gustavo el sistema.

―¡No! Te dije que me lo muestres a mí primero, por las dudas.

―No, no te lo voy a mostrar a vos primero. Además, no tiene sentido, porque si hay algo mal, ya no hay tiempo de corregirlo para el sábado. Yo se lo muestro directamente. Si le gusta bien, y si no, bueno, que sea lo que Dios quiera, tampoco me voy a matar por seguir en esta empresa. A lo mejor me hace un favor si me echa.

―Pero…

―En un rato subo, chau ―me interrumpió y me cortó. <<¡Morite, que te echen, pelotudo!>>, le dije en mi mente. <<Parece que Martín se olvidó del encuentro que quería tener conmigo. Nunca se va a dar, ya lo sé…>>, pensé luego.

―Me preocupé al pedo, no dormí en toda la noche por esto y resulta que me llamó porque está conociendo a todos los mandos medios de la empresa. Para eso me llamó, para conocerme. Igual está bueno, ¿no? Porque quiere decir que le da importancia a mi función ―me dijo Analía Bagayo cuando salió del despacho de Gustavo Almazán.

―Ah, sí, sí, claro, sí ―le dije.

―¡Anita! ¡Anita! ―me llamó Gustavo Almazán cuando Analía Bagayo recién había salido de la oficina―. Cerrá la puerta ―agregó riéndose ―.Sentate, Anita, sentate. Ay, ay, ay, este Tincho, Anita, este Tincho, ¿de qué se queja?, ¿de qué se queja? Qué gustos raros que tiene, ¿no?

<<Ay, este hijo de puta la llamó a Analía Bagayo para ver cómo es, ¡qué tipo!, ¡qué chusma!>>, pensé y dije:

―Sí, no sé…

―Anita, Anita, un favor le hicieron con lo del mensaje, eh

―Bueno…

―Porque la novia de Tincho está bastante buena, pero esta Analía, ¡uh!, azafata del tren fantasma, comisario de a bordo ―me dijo riéndose, y yo no podía más de los celos. Gustavo Almazán veía linda a la novia de Martín. Me había clavado un puñal en el pecho.

―¿Y tu amiga, Anita?

―¿Qué amiga?

―Tu amiga, Anita, esa que salía con Tincho también, ¿cómo era esa? ―me preguntó riéndose.

―Ay, qué sé yo…

―¿Mejor que Analía?

―Y sí, sí, físicamente, sí.

―Ay, este Tincho, ¡Dios mío, Dios mío! Con razón se puso a hacer fierros… mirá de lo que uno se viene a enterar, de todas las cosas que me enteré en estos días…

<<¿De lo de mi virginidad tardía también?>>, me pregunté.

―Sí, me imagino ―dije, entre dientes.

―Y Anita, Anita, ¿para qué le dijiste a Bety que yo te había llamado para que volvieras?

―¿Eh? Ah, bueno, le dije, ella me preguntó.

―Pero no, Anita, no le tendrías que haber dicho, no se lo tendrías que haber dicho, porque Bety se me pone celosa cuando ve que yo soy tan flexible con vos, ¿entendés?

―Ay, bueno, no me di cuenta, no se me ocurrió, no sabía

―Y no se te ocurrió, no sabías, pero con cuidado, Anita, con cuidado de lo que decís, eh,  a ver si Bety se me rebela también ―me dijo―.¡Tincho! Vení, abrí la puerta, pasá, pasá ―agregó, elevando la cabeza. Yo me di vuelta y lo vi, detrás del vidrio.

Martín entró al despacho, saludo y abrió una notebook sobre el escritorio. Parecía estar preocupado. Atiné a irme.

―No, no, Anita, quedate, así lo ves también ―me dijo Gustavo y yo me quedé.

―Perfecto, Tincho, está perfecto el sistema. Buen trabajo, excelente, muy bien, Tincho, muy bien, te felicito ―le dijo Gustavo cuando terminó de ver el despliegue del nuevo sistema.

―Bueno, gracias ―le dijo Martín―, pero falta la parte de riesgo crediticio. No llegué con eso y además hablé con el gerente del sector. Me pidió armar una reunión con los empleados para contarle los cambios que queremos hacer y para que ellos propongan ideas también.

―Ah, bien, bien ―dijo Gustavo―. ¿Y ya la acordaron a la reunión? ¿Cuándo es?

―Mañana a las tres, en la sala de reuniones de riesgo crediticio.

―Está bien, está bien, bueno, yo voy a estar, voy a ir a esa reunión,  así aprovecho y les recuerdo lo de la fiesta, lo de la frase que tienen que hacer. ¿Y vos, Tincho, pensaste alguna frase para la empresa con la palabra “corazón?

―Eh… no, no ―le dijo Martín.

―¿Y vos, Anita?

―Y no, no, tampoco.

―Bueno, esperemos que alguien esté pensando, ¿no?

―Sí.

―Bueno, Tincho, entonces, ¿el chico este que va a hacer la instalación cuándo viaja a Mar del Plata?

―Mañana a la mañana.

―¿Y llega a capacitar a los empleados de la sucursal con el sistema?

―Y sí, sí, tiene todo el viernes, y es muy simple, muy simple de aprender.

―Sí, eso sí, eso sí. Y además la sucursal va a abrir el sábado a las cuatro de la tarde. Tiene la mañana de ese día también… Tincho, ¿vos venís conmigo, no?

―Eh… no sé…

―Y sí, Tincho, sí, no vamos a andar pagando dos viajes. Venite conmigo el sábado en la camioneta.

―Ah, ¿el sábado vamos?

―Y sí, sí, salimos el sábado temprano, cosa de llegar a la una, dos a Mar del Plata, un rato antes de que abra la sucursal.

―Está bien ―le dijo Martín―.Bueno, ¿es todo?

―Sí, Tincho, andá, andá, nos vemos mañana en la reunión de riesgo crediticio.

―Ok, chau ―dijo Martín y salió del despacho.

Yo atiné a ponerme de pie.

―No, no, Anita, quedate, quedate. Siempre te querés ir vos, eh.

―No, no, es que pensé que ya estaba.

―No, Anita, no está. Escuchame una cosa: ya sé que no quedaste en muy buena relación con la gente de riesgo crediticio.

<<¡Uh, Uh, este potus contó todo, batió todo!!! ¡La puta madre que los parió!>>, pensé.

―No… no…

―Anita, Anita, no te preocupes, de mí también dijeron muchas cosas. Es que vos y yo somos parecidos, Anita, estamos en otras cosas, trabajamos todo el día, no tenemos tiempo para… para… ―movió la cabeza hacia los dos lados varias veces―, bueno, Anita, para muchas cosas. Por eso de mí llegaron hasta a decir que soy puto, ¿te acordás, Anita? Como si yo tuviera pinta de puto…

―Sí, sí, me acuerdo, me acuerdo.

―Bueno, Anita, te digo todo esto porque mañana quiero que estés en la reunión de riesgo crediticio que dijo Tincho, necesito que veas cómo quieren hacer las cosas, eh, ¿no tenés problema en ir, no?

―No… no… ―le dije. Estaba aturdida. Gustavo Almazán también sabía de mi virginidad tardía. No me quedaban dudas. Y no se preocupaba por disimularlo, encima.

Esa noche revolví todos los cajones de todos los muebles que había en mi casa. Buscaba con desesperación alguna pastilla de clonazepan.

―Te las tiréme dijo mi madre cuando le pregunté al respecto.

―¡Pero no, mamá! ¡Cómo me las vas a tirar!

―Y sí, sí, si ya no las tomas más, además a mí no me gusta que tomés esas cosas. ¿Y ahora para qué las necesitás? ¿Qué? ¿Te sentiste mal de nuevo?

―No…

―Al final no sé para qué le sigue regalando la plata a la psiquiatra chanta esa a la que va, si sigue necesitando tomar clonazepan ―dijo mi padre.

―No es que necesite, pero por las dudas… ―dije y no agregué nada más.

Al otro día iba a tener que soportar estar en una reunión con todos mis excompañeros de riesgo crediticio. Temía sentirme mal o ponerme muy nerviosa ante sus burlas. Necesitaba una dosis de clonazepan, pero no la iba a tener. Me resultaba desesperante.

<<Igual, va a estar Gustavo en la reunión. No creo que se animen a decirme nada delante de él>>, pensé y me dormí, más tranquila.

¿Regreso con gloria?

El martes a la noche, Martín N. me envió un mensaje de texto:

“Bety me dijo que renunciaste. Qué pasó?”

“Parte fue lo que escuchaste. Después siguió una discusión y tuve que renunciar”, le respondí.

Y se sucedieron varios más:

“Entonces sabías que Gustavo estaba hablando conmigo.”

“Sí, obvio que sabía. Escuché toda la conversación. El teléfono estaba en altavoz, no te diste cuenta?”

“No, no me di cuenta. Para qué me hicieron eso? Qué siniestros!!”

“Yo no te lo hice!! Fue Gustavo. Siempre lo hace con todo el mundo cuando quiere averiguar algo. Conmigo fue la primera vez que lo hizo y no me lo banqué.”

No entiendo para qué te cela tanto si sigue con la novia”

<<Este pibe sigue pensando que yo salgo con Gutavo. ¡Me pudre con eso!>>, pensé y escribí:

“No fue por celos que lo hizo. Ya te lo dije mucha veces: No tengo nada que ver con Gustavo.”

“No, no tenés nada que ver, seguro!!!!!”

“Pero para que me escribís? Para molestarme? Si pensás que soy una mentirosa, qué te importa si renuncié o no????

“Te escribí porque de alguna manera me siento responsable de lo que pasó. Tendría que haberte avisado de la reunión de otra manera”

“Sí, estuviste muy mal. Pero no importa, no podías imaginar esta consecuencia, supongo.

“Suponés bien. Y no te avisé, entre otras cosas, porque me dijiste pelotudo.”

“Ya me venía bancando muchas cosas de vos. Lo de pelotudo estuvo bien.”

“No creo que haya estado del todo bien.”

“Bueno, no me voy a poner a discutir por mensajitos.”

“Yo tampoco. Y tenés otro trabajo en vista?”

“No, no tengo.”

“Bueno, si te puedo ayudar en algo, decime.”

<<¿Y en qué me vas a poder ayudar?… Ah, ya sé, te podrías casar conmigo y mantenerme>>, pensé y escribí.

“Ok, te digo, gracias.”

“Me gustaría hablar con vos con tranquilidad. Tengo que decirte varias cosas. Te puedo llamar un día de estos y arreglamos para encontrarnos?”

<<Ay, ¿qué me tiene que decir Martín? ¿Pero “un día de estos”? ¿Por qué no uno bien definido?>>, me pregunté y le escribí:

“Sí, no hay problema. Llamame y arreglamos.”

“Ok, quedamos así. Un beso.”

<<¿Tengo que contestar algo más? Y sí, ¡quiere decirme algo! Tengo que ser simpática. Lo tengo que saludar bien>>, pensé y le envié:

“Un beso.”

A los pocos minutos, mi celular sonó:

―Hola.

―Anita, Anita, hoy no viniste a trabajar tampoco, te estuve esperando y encima Bety me dijo que mandaste un telegrama de renuncia. ¿Qué pasa, Anita? ―me dijo Gustavo Almazán.

―¿Cómo que qué pasa? Renuncié. Te mandé el telegrama, es lo que se hace en estos casos.

―Pero, Anita, sos drástica, eh.

―Y bueno, sí, sí, soy así.

―Anita, no me podés desautorizar como me desautorizaste delante de todo el mundo. Me dijiste “ridículo”, no está bien eso, Anita.

―Y no está bien que me hagas el cono de la verdad. No me gustan esas cosas.

―No te hice nada, Anita, no fue para tanto. No sabés lo mal que estoy con todo esto, muy mal estoy, Anita, muy mal. No me gusta enojarme con vos. Sabés que te quiero mucho, Anita. Nunca haría nada para herirte.

<<Me imagino cuánto me querés, seguro que se te está por vencer el asunto de los impuestos y no sabés a quién consultarle>>,pensé y me animé a seguirle el juego:

―Sí, Gustavo, yo también te quiero mucho y nunca haría nada para herirte, pero bueno, hay cosas que no me gustan, que me hacen sentir mal. Yo no merezco que me hagas el cono de la verdad.

―Y a mí no me gusta lo que me hiciste vos, Anita, porque no me dijiste cómo eran las cosas, eh, me las ocultaste. Ahora ya las sé, y estoy muy dolido, Anita, muy dolido por tu actitud.

―No, no sé qué te oculté.

―Anita, vamos, las paredes hablan acá. Ya sé lo que pasó con Tincho cuando estaban en riesgo crediticio. Ya me enteré

―Ah… ―dije y empecé a atar cabos mentalmente. ¿Quién le había dado esa información a Gustavo?

― ¿Nada más que “Ah” tenés para decirme, Anita?

―Y no, no, nada más.

―Ok, Anita, si no me lo decís vos, te digo lo que yo sé: Tincho salía con una jefa de riesgo crediticio y también con una amiga tuya, ¿no?

―No, no, ya no salía con la jefa. Y lo de mi amiga, que no era mi amiga, no sé…

―Bueno, no importa, Anita. Un amigo tuyo, que no sé quién es, pero trabaja en finanzas ahora, mandó un mensaje desde tu celular descubriendo a Tincho. Lindo amigo tenés, Anita.

―Sí, sí, estuvo mal, ya sé ―dije. <<Fue “el potus”,  tiene que haber sido ella la que contó lo del mensaje. No queda otra>>, pensé.

―Y Tincho todavía cree que el mensaje se lo mandaste vos. Por eso no se llevan bien. ¿Ves? Me lo hubieras dicho y listo. Yo lo arreglaba, porque al final perdí plata con todo esto, Anita.

―¿Perdiste plata? ¿Por qué?

―Y sí, Anita, perdí plata. Tincho hizo mal el sistema, Anita, y lo hizo mal  porque no vio los procesos con vos, fue por eso. Yo me la comí, no dije nada en el momento, pero fue así, Anita, fue así.

―Bueno, pero ya se está arreglando. No pasó nada.

―No, no, Anita, sí pasó, fueron muchos días, muchos empleados trabajando en algo que al final no sirvió. Eso es pérdida de plata, Anita, es pérdida de plata para la empresa.

―Sí ,puede ser, bueno…

―¿Y por qué no me lo dijiste, Anita?

―Bueno, no sé, pasó hace mucho.

―Porque yo estoy muy mal con todo esto, Anita, muy pero muy mal estoy, porque yo confiaba en vos y me ocultaste las cosas, me mentiste diciéndome que no había ningún problema cuando sí lo había.

―Bueno, pero era algo personal, no pensé en que te hacía perder plata, no lo vi como vos, no me di cuenta –dije. <<¿»El potus» habrá contado lo de mi virginidad también>>, me pregunté y me preocupé.

―Está bien, Anita, está bien, por esta vez te voy a perdonar. Pero que no vuelva a pasar, eh. ¿Mañana venís?

<<No, no quiero ir. ¡Qué fastidio, qué falta de libertad tener que seguir trabajado cuando no quiero hacerlo! Y lo único que falta es que ahora Gustavo Almazán también sepa lo de mi virginidad tardía>>, pensé, pero dije:

―Sí, voy. Pero arreglá lo de mi telegrama de renuncia, y lo de mi sueldo, y lo de mi BlackBerry también, porque me dijeron que me lo tengo que comprar yo y no es justo, Gustavo.

―Anita, vos siempre pensando en la plata, eh.

―¿Yo? ¿Justo yo pensando en la plata?

―Sí, Anita, todo plata, plata, plata. Nos vemos mañana. Chau ―dijo y cortó, sin esperar a que me despidiera yo también.

 

Viernes (II) y días que siguieron…

Buenos Aires, septiembre de 2011.

Intenté cerrar de un golpe certero la puerta de vidrio del despacho de Gustavo Almazán, pero, por más que usé todas mis fuerzas, quedó entreabierta.

Regresé a mi escritorio pensando en qué hacer. No vi más alternativa que juntar mis cosas, que no estaban desparramadas, pues ni había llegado a abrir la cartera ese día. Tomé mi abrigo, abrí los cajones, que ya había revisado no muchos días atrás, la otra vez que había renunciado, miré dentro y no encontré nada que tuviera que llevarme. Los cerré. <<¿Y Dios, qué hago ahora?>>, me pregunté con miedo. Bety y “el potus” me miraban. El cono de la verdad nunca encontraba el hermetismo pretendido y ellas habían escuchado mis gritos, con seguridad.

Cuando me colgué la cartera del hombro, Gustavo salió del despacho:

―¡Anita! ¡A mí no me vas a desautorizar así! ―me gritó, enojado―.¿Quién te pensás que sos? ¿Estás loca? ¡No te hice nada!

―¡Sí me hiciste, sí me hiciste! Yo no voy a permitir que hagas el cono ese de la verdad conmigo. ¡No! ―le grité, nerviosa, y comencé a revolver papeles que estaban sobre mi escritorio.

―¿Qué cono de la verdad, Anita, qué decís?

―Eso que hacés con el celular en altavoz, cerrando todo, eso es el cono de la verdad, parecés el Súper Agente 86, ¡ridículo! Y hacelo con otros a eso, con los chantas, con los que no te cumplen, pero no conmigo, eh, que me mato laburando y al final tengo problemas porque no me dan ni un BlackBerry en esta empresa, y ni siquiera me pagaron el sueldo que habíamos quedado―dije y observé cómo Bety y Ernestina me miraban sorprendidas.

―¡Mirá, Anita, acá el que manda soy yo, que te quede bien claro eso! ¡Y yo tengo derecho a saber lo que pasa en mi empresa, y a hacer lo que me parezca para averiguarlo y vos no me vas a venir a decir lo que puedo o no hacer, con vos o con cualquiera! ¡Ni tampoco voy a aceptar que me digas ridículo! ―gritó con más fuerza. Las venas de la cara le empezaron a sobresalir ―. ¿Entendés? Y te pago demasiado para que sepas, ¡mirá a la hora que llegaste hoy!

―¡Ah!, ¿y hasta qué hora me quedé el otro día? ¡Hasta las once! ¿Y eso qué?, ¿qué?, ¿eh? Y todos los días me quedo hasta las ocho, cuando me tendría que ir a las seis, lo sabés. Y ahora tanto lío porque llego tarde un día, ¡un día! ¡Encima que en esta empresa cualquier pelotudo que no hace nada gana más que yo y tiene BlackBerry!

―Mirá, Ana, disculpame que me meta, pero vos no podés trabajar mirando lo que ganan o lo que hacen los demás, ni si tienen o no BlackBerry, eso no te tiene que importar ―dijo Bety, desde su escritorio, con voz pausada y calma.

―Claro, claro ―le dio la razón Gustavo.

―Sí me tiene que importar, ¡Sí! Obvio que me importa, porque no es justo, por algo la Contitución―dije―, la Constitución ―me corregí― Nacional dice “igual remuneración por igual tarea”, eh, no me vengan a cambiar las cosas. <<Ay, Dios, me voy a morir de un infarto. Me tiemblan hasta los cachetes de la cara>>, observé.

―Bueno, Anita, acá las cosas no las vamos a cambiar por vos. Si no te gusta, ya sabés, ahí tenés la puerta. El cementerio está lleno de imprescindibles ―me dijo Gustavo, más tranquilo.

―Por supuesto, ya sé que tengo la puerta ―le dije y él dio media vuelta y regresó a su despacho sin pronunciar palabra.

<<Ah, no, no, ¡me estoy quedando sin laburo! ¡No! ¡Y mi tarjeta “pedorra gold” explota! ¿Cómo voy a hacer para pagarla? Espero que Tía Linda me ayude. Pero ahora me tengo que ir, me tengo que ir de acá. No me queda otra, me tengo que ir>>, pensé y les di una última mirada a Bety y a Ernestina.

―Chau ―les dije y salí de la oficina.

―¿Y te fuiste así como así y Almazán no te dijo nada más?

―Y no, mamá, no, bajé por el ascensor, salí de la empresa, caminé hasta la estación, con el celular en la mano siempre, esperando que Almazán me llamara, pero nada, nada. Me dejo ir. Así nomás.

―¿Y por qué le dijiste idiota a un gerente?

―Ay, bueno, papá, se lo dije, se lo dije. Tenía razón. No me avisó de una reunión.

―¿Pero ese gerente no es el que trabajaba antes con vos en riesgo crediticio? ¿No es ese Martín, el que te había llamado pasándote una canción de Los Beatles?

―Sí, mamá, es ese, es el mismo.

―Drogadicto es si le gustan Los Beatles ―observó mi padre―. A mí nunca me gustaron esos atorrantes.

―Y a él lo nombraron gerente y a vos no, ¿por qué?

―Y no sé, mamá, no sé, no me jodas ahora con eso también.

―No, no te jodo, ya está, dejá. Pero después no te dio más bola ese Martín, ¿no?

―Y no, no, mamá, no me dio más bola, ya me ves acá, ¿no?, y eso fue hace dos años ya. Tendría dos hijos si me hubiera dado bola…

―Y por qué no te habrá dado más bola quisiera saber…―siguió mi madre.

―Esta no le hizo caída de ojos a ese Martín tampoco, por eso no le dio más bola ―acotó mi padre―. Y ahora le dice idiota, encima. Es una boluda, una boluda. Y encima justo arma este quilombo cuando Almazán estaba en la red, en la red, ya casi pescado del todo.

―¿Por qué no te dio más bola, Ana? ¿Le hiciste algo a ese Martín antes?

―¡Ay, mamá, no, no le hice nada, eh! ¡Basta! ¿Qué puedo hacer yo? ¿Qué decís?

―Ahora no se va a querer casar Almazán, una mina tan quilombera no le va a gustar. Igual, bueno, mejor así, porque si le llegan a descubrir la cocina de cocaína, caemos todos… al final, bueno, ¿qué puedo pensar? Te lo perdiste a Ferni…

―¡Ay, papá! ¡No! ¡No! ¡Lo único que te faltaba! ¡A Ferni no lo nombres! Ya sabés, eh, ya sabés que lo tenés prohibido de por vida. No me jodas con eso, ya sabés todo lo que pasó, ni en joda me lo nombres, ¡por favor!

―Para mí Almazán te va a llamar, vas a ver, te necesita, te necesita. Tu tía me dijo que estaba muy desesperado la otra vez que renunciaste. Te va a llamar, te va a llamar. Yo estoy tranquila porque Almazán no te va a dejar ir así nomás ―vaticinó mi madre.

―Pero no me llama, no me llama. Hoy ya es martes, van cuatro días, y no tuve más noticias. Ninguna. Y eso que ayer mandé el telegrama de renuncia ―le dije a mi psiquiatra, la Doctora Delia Rincón.

―Y eso llega hoy seguro, ¿no?

―No sé, supongo que sí.

―Igual, en estos casos, cuando dejan pasar los días, no sé, me parece que ya no hay vuelta atrás―me dijo Delia Rincón, con expresión de “El paciente no va a sobrevivir”.

―Sí, sí, la verdad es que yo tampoco creo que haya vuelta atrás esta vez. Gustavo me hubiera llamado el fin de semana, o ayer, lunes, cuando no me vio en la oficina de nuevo, con lo ansioso que es… Y además, nunca lo había visto así. Estaba sacado. Y yo tenía trabajo para hacer. Mucho trabajo. Eran cosas urgentes, así que no, no, ya estoy afuera.

―Bueno, entonces, de aquí en adelante, tenés que aceptar que la situación te excedió, que no pudiste maniobrar adecuadamente. Eso es algo que tenés que cambiar, para no llevar las cosas a un extremo como las llevaste esta vez. Quiero decir, tenés que aprender de esta situación, para no perder tanto por causa de tu reacción, para no ponerte al borde de la ruptura siempre.

―Ah…pero yo… bueno… hice lo que pude, porque a mí el cono de la verdad ese me pareció una humillación.

―Pero demasiadas cosas te parecen una humillación a vos. Tener jefes o la relación de dependencia en un trabajo es así, es así. Son las reglas, es el mundo.

―Bueno, si es así, no es para mí.

―¿Y qué pensás hacer de tu vida si eso no es para vos?

―Ay, no sé, estoy un poco preocupada.

―¡¿Un poco?!

―No, no, ya sé, no un poco, estoy muy preocupada.

―¿Y si lo llamas a Gustavo y le pedís hablar?

―No, no, eso no lo voy a hacer. ¿Para qué? ¿Para habilitarlo a que me humille de nuevo? No, no.

―Bueno, pero no es una humillación, ya te dije.

―Pero para mí sí lo es.

―¿Y Martín qué hizo? ¿No te llamó, no te mandó mensaje?

―No, no, Martín no hizo nada. Y eso que oyó lo que le dije a Gustavo antes de salir del despacho, porque el teléfono estaba en altavoz. Pero no, no, no me llamó ni me mandó mensaje. Nada. Eso también me angustia ―le dije a Delia Rincón. <<Igual ya sé que Martín va al gimnasio, ya está confirmado, así que no era para mí. Me hice problemas, ilusiones con él, todo al pedo, por un tipo que va al gimnasio>>, no se lo dije.

―¿Y qué hacés con la angustia?

―¿Y qué voy a hacer? Me pongo peor, me angustio más y más, veo todo negro, y hasta  pienso en Ferni.

―Ah, bueno, te das con todo, para tener y repartir.

―Y sí, sí,  me doy con todo, y pienso en Ferni, en que la mantenía a la novia, en que la protegía, en que yo necesitaría tener a alguien así ahora.

―¿Un tipo que solo sirva para mantenerte? Un papá querés en vez de una pareja…

―Bueno, pero no es solamente lo material.

―¿Y Ferni para qué te podría servir ahora fuera de lo material?

―No sé, para tener a alguien que me quiera.

―Bueno, pero eso con Ferni…

―No, ya sé, ya sé. Pero bueno, me estuve acordando de los últimos días con él, por esto que me pasó y porque fui con Orlando Duarte a un restaurante al que había ido con Ferni.

―¿Y de qué te acordaste?

―Que después de la vez del restaurante, Ferni me prometió que me iba a llamar todos los días, porque habíamos llegado al acuerdo de que él iba a dejar a la novia en enero de 2010. Y estábamos en octubre de 2009 recién…

―Sí, sí, ya sé que fue por esos años. Ya sé. ¿Ves? Tenés que decir el año, porque pasó mucho tiempo, ¿no?

―Sí, sí, ya sé, ya sé que pasó mucho tiempo, pero igual lo tengo presente. A veces pienso que nunca lo voy a poder superar,  que siempre voy a estar recordando cosas y haciéndome reproches por lo que pasó con Ferni. Ahora me acordé de eso, de la última semana con él. Porque Ferni cumplió, me llamó todos los días esa semana. Y yo fui tan boluda, tan boluda, no puedo dejar de insultarme por eso, porque el tipo me llamaba, sí, me llamaba, ¡pero para qué me llamaba! Si me contaba lo que había hecho con la novia, como si yo fuera un amigo. Me decía: “Hoy fui con Andrea a comprarle un regalo al hermano, porque mañana es el cumpleaños. Hoy fui con Andrea a una conferencia de búsqueda de empleo, porque ella quería ir, después nos tomamos algo, en un bar que está re bueno. Te voy a llevar”. Eso me decía, ¡eso! Pero ojo, eh, porque siempre se despedía con un “Te amo”, “cuidate, mi amor”. Y como a mí nunca me habían dicho “mi amor”…

―Y bueno, pero ya pasó, ya pasó eso. Ahora estás en otro año, en otra historia, en otra cosa.

―¿Y en qué cosa estoy? Si estoy cada vez peor, ahora ni trabajo tengo…

―Bueno, me parece que te apuraste mucho al mandar el telegrama de renuncia. Además, ¿para qué renunciaste? Hubieras esperado a que te despidiera, así cobrabas la indemnización.

―No, no, yo no quería eso. Me parece una humillación aceptarle a Almazán la plata de la indemnización. Que se la meta en el culo.

―Pero no son así las cosas. Es tu derecho, no es ninguna humillación cobrar lo que te corresponde.

―Bueno, pero igual, ahora ya está.

―Mirá, yo no estoy aquí para dar consejos, porque no es lo que hay que hacer en este espacio, pero te recomendaría que pienses en llamar a tu jefe, aunque sea para terminar bien la relación con él. Pensalo.

―Bueno, no sé, voy a ver… ―le dije a Delia Rincón. <<Ni en pedo lo llamo>>, pensé.

Salí de la sesión tan desahuciada como había entrado.

Viernes I: «El cono de la verdad»

Buenos Aires, septiembre de 2011.

A las seis de la mañana, sonó mi despertador. Tardé unos segundos en recordar lo que me había sucedido el día anterior. <<¿Pero Orlando Duarte qué se pensaba? Me revienta la gente que deforma lo que uno dice, porque: ¿de dónde sacó que a mí no me interesa el sexo? Yo no le dije eso, interpreto lo que quiso, lo que le convenía. Y es una falta de respeto salir con una mina para morfarse todo delante de ella sabiendo el problema que tiene, que no se le para si come grasas. Y el otro imbécil con: “La vida me enseñó”, ¡qué pedante! ¡Que se vaya a la reputa madre que lo remil parió! No quiero ver nunca más a nadie>>, me dije y acomodé mi cabeza en la almohada.

A las ocho de la mañana, me di cuenta de que me había quedado dormida. Me levanté y me cambié apurada. Corrí hacia la estación de tren y lo tomé. Calculaba que llegaría a la empresa a las diez y cuarto. <<Bueno, quince minutos tarde. No es nada. Bety, con la excusa de los hijos, llega diez y media muchas veces>>, pensé y me tranquilicé.

Pero a las nueve y media mi tranquilidad se alteró cuando mi celular sonó:

―Anita, ¿dónde estás? ―me preguntó Gustavo Almazán.

―En el tren, yendo para la empresa ―le dije.

―¡¿Pero cómo, Anita?! ¡Te estamos esperando!

―¿Cómo qué me están esperando? ¿Para qué? No sabía…

―Anita, a las nueve y media teníamos la reunión con la gente de la empresa de informes comerciales, la arregló Tincho ayer. Me dijo que te avisó.

―Ah, no, no, yo no sabía, no sabía ―le dije.

―Tincho, ¿vos le avisaste a Anita? ―oí que Gustavo Almazán le preguntó.

―Sí, le mandé un mail ayer ―le respondió.

―¿Oíste, Anita? Te mandó un mail.

―¿Y a qué hora me lo mandó? Mirá que yo no tengo BlackBerry.

―¿A qué hora se lo mandaste?

―Ayer, no sé, tarde, no me acuerdo ―dijo Martín.

―¿Cómo puede ser que todavía no tengas BlackBerry, Anita?

―No, no lo tengo, no me lo dieron.

―¡Pero te dije que te ocuparas! ―exclamó Gustavo, enojado.

―Y me ocupé, me ocupé, lo pedí, pero ahora no hay más equipos, ¿qué querés que haga?

―Ay, Anita, Anita, no sabés lo nervioso que me ponen estas cosas. ¿Cuánto te falta para llegar?

―Y mucho, Gustavo, mucho, estoy en el tren. Llegaré diez y cuarto.

―Ah, encima tarde.

―Bueno, sí, sí, ya sé que es tarde, te iba a avisar ―le dije y ya no oí nada del otro lado del teléfono. Gustavo Almazán había cortado la comunicación. Estaba enojado y la culpa no era mía, era de Martín, que había vuelto a jugarme sucio mandándome un mail tarde, a sabiendas de que no iba a poder leerlo.

<<Este pibe sabe, sabe bien que no tengo BlackBerry. Me lo hizo a propósito. Es un estúpido. Ayer me mandó el mensaje de “la vida me enseñó”, ¿No me podría haber avisado lo de la reunión de hoy también por mensaje?>>, pensé y no dudé en exteriorizar mi enojo:

“SOS UN IDIOTA!! Sabés que no tengo BB y que no puedo leer los mails cuando no estoy en la empresa!!!”, le escribí a Martín y se lo envié.

Media hora después, recibí su respuesta: “Seré un pelotudo y un idiota pero soy mejor tipo que otros. Te lo puedo asegurar”

“No sé qué me querés decir con eso ni qué tiene que ver con mi BB”, le envié.

“Ya sabés lo que te quiero decir”, me respondió enseguida.

“No, no sé”, insistí, pero ya no obtuve respuesta. <<A lo mejor más tarde me contesta>>, deseé.

Mis cálculos habían sido demasiado optimistas. Pensaba llegar a la empresa diez y cuarto, pero el tren permaneció detenido en una estación más tiempo del que acostumbraba, y recién a las once menos veinte entré a la oficina.

―¡Anita! ¡Anita! ―me llamó Gustavo Almazán desde su despacho apenas me vio llegar.

―Hola, ¿qué tal? ―le dije y le di un beso en la mejilla.

―Sentate, Anita, sentate ―me pidió y lo hice.

―Sí.

―Anita, once menos veinte, once menos veinte, ¿qué te pasó?

―No, nada, bueno, el tren se demoró, el despertador no me sonó.

―¡Anita! ―me retó.

―Bueno, pero es la verdad, es en serio. Y además es una sola vez. No llego tarde nunca.

―Sí, pero llegas tarde justo hoy, que tenías que estar en esa reunión porque no quiero dejar las cosas del sistema nuevo en manos de Tincho solamente, eh.

―No, no, ya sé.

―Y no te lo digo porque no confíe en Tincho, te lo digo porque siempre es mejor que las cosas las sepan dos personas, no una sola.

―Sí, sí.

―¿Y qué pasa con Tincho, Anita? ―me preguntó, fijando su vista en mis ojos.

―No, nada, na…nada ―le dije.

―¿Estás segura, Anita?

―Sí… sí…

―¿Vos tenés mucha confianza con Tincho, Anita?

―¿Confianza con Tincho? No…no… no, qué sé yo, no ―le dije y Gustavo se puso de pie.

Cuando Gustavo Almazán sospechaba que alguien le mentía, aplicaba un procedimiento especial para conocer la verdad, que consistía en retener al sospechoso en su despacho y llamar por teléfono a un testigo (o también al eventual próximo acusado), conectar el altavoz y hablar de los hechos controvertidos. Cada vez que Gustavo debía llevar a cabo este expediente, en forma previa se ocupaba de cerrar la puerta de su despacho y se aseguraba de que por todas las ventanas no pudiera entrar ni un hilo de aire. Por el hermetismo buscado y no conseguido, yo había  llamado al procedimiento “el cono de la verdad”, en homenaje  al cono del silencio que utilizaba el Súper Agente 86. Siempre me causaba gracia ver a Gustavo llevarlo a cabo. Y claro, porque nunca lo había hecho conmigo.

―¿No? ¿No tenés confianza, Anita? Pero trabajaron juntos hace tiempo… ―me dijo y cerró la puerta del despacho.

―Sí, sí, pero no sé, no sé si tengo mucha confianza ―le dije.

―¿No sabés, Anita? ― repreguntó, mientras se aseguraba de que una de las ventanas de su despacho estuviera bien cerrada.

―No… no sé… ―respondí con miedo.

―¿Y por qué le dijiste “idiota” hoy? ―me preguntó cuando volvió a sentarse.

―¿Eh?

―Anita, le mandaste un mensaje de texto a Tincho hoy más temprano. Estaba sentado al lado mío y lo vi. El mensaje venía de vos. Empezabas diciéndole que era un idiota, después no pude ver cómo seguía…

―Bueno, sí… ―le dije y Gustavo Almazán puso sobre el escritorio el Iphone que utilizaba para llevar a cabo “el cono de la verdad”.

―¿Y por qué le dijiste así, Anita?

―Bueno, porque no me avisó de la reunión bien, porque me mandó un mail tarde.

―Claro, y porque él sabe que vos no tenés BlackBerry, ¿o no?

―Y no sé…no sé…

―Anita, el lunes, cuando estábamos en el shopping, tuvimos que hacer un lío bárbaro con Martín por un mail, porque vos no tenés BlackBerry, ¿te acordás?

―Ah, sí, sí, me acuerdo.

―Bueno, entonces Martín sabe que no tenés BlackBerry.

―Pero puede pensar que ya me lo dieron, o no sé, por ahí se olvidó.

―¿Y si pensás eso y no sabés si tenés confianza con él, por qué lo de “idiota”, Anita?

―Bue… bueno, fue una cosa del momento. Me dio bronca.

―Una cosa del momento… puede ser, puede ser. Pero puede ser que haya un problema desde antes entre ustedes también, ¿no? Digo, porque si él no te avisó de la reunión o te avisó tarde por mail a propósito, y me parece que no es la primera vez que pasa, por ahí hay un problema que yo no sé…

―No, no, no hay ningún problema.

―Bueno, Anita, a lo mejor vos no tenés ningún problema, pero Tincho sí, vamos a ver, vamos a escuchar qué nos dice él ―dijo y marcó el número de Martín en el Iphone ―. No hablés, Anita ―me indicó cuando el tono de llamada ya se podía oír.

―Hola ―dijo Martín. Lo escuchaba porque el Iphone estaba en modo altavoz.

―Hola, Tincho, habla Gustavo.

―Ah, ¿Gustavo?

―Sí, sí, soy yo, pero te estoy llamado desde otro teléfono. ¿Todo bien, Tincho?

―Sí, sí, todo bien.

―¿Esperando que llegue el fin de semana, no? Ya es viernes, estamos todos cansados… ¿Qué vas a hacer, Tincho? ¿Vas a ir a hacer fierros?

―No, no, el fin de semana no voy al gimnasio.

<<¡Ah!! ¡Ah!!! ¡Martín va al gimnasio! ¡Va al gimnasio! ¡Confirmado! ¡Confirmado de su propia boca! Entonces no es para mí, no es para mí. Esto lo prueba acabadamente>>, pensé y me distraje del momento tenso que estaba viviendo. Aunque no estaba tan nerviosa desde que imaginaba que Martín no iba a ser tonto, e iba a ratificar mi versión y a responder de manera terminante: “No tengo ningún problema con Ana”.

―Ah, pero hay que trabajar mucho para sacar músculos, mucho.

―No, pero yo no voy para eso. Voy porque el médico me dijo que tengo que descargarme haciendo actividad física.

―Ah, mirá vos, mirá vos, bueno Tincho, me alegro, me alegro… ―le dijo Gustavo Almazán. <<¿Pero de qué se alegra? Le está diciendo una incoherencia>>, observé ―.Tincho, yo te estoy llamando porque quiero saber una cosa: ¿hay algún problema con Anita?, ¿se llevan mal?

―¿Eh?… no, no ―dijo Martín. Se lo notaba sorprendido―. No, yo no tengo ningún problema.

―Vos no tenés ningún problema me decís, ¿por qué?, ¿ella lo tiene? ―le preguntó Gustavo y me miró fijo a los ojos.

―Ah, no sé, no sé, eso se lo tendrías que preguntar a ella, me parece  ―le dijo Martín y yo lo insulté en mi mente. <<¿Para qué tuvo que decir lo último?>>

―Pero te lo estoy preguntando a vos ―replicó Gustavo, que no sacaba la mirada de mis ojos.

―No… no sé a qué viene la pregunta.

―De onda te lo pregunto, Tincho, ¿no me lo podés decir?, ¿tan secreto es?

―No, no es nada secreto. O bah, no, no, lo que pasa es que no me parece que yo te tenga que decir cosas de Ana. Se las tenés que preguntar a ella, no a mí.

―Entiendo, entiendo, pero también entiendo, por lo que me decís, que hay un problema entre ustedes que yo no sé.

―No, no hay ningún problema, ya te dije.

―Pero no, antes me dijiste otra cosa, Tincho, me diste a entender que vos no tenés ningún problema y que Ana sí puede tenerlo.

―No, no, te dije que no sé, que no sé qué te dijo ella.

―No me dijo nada ella, Tincho, pero Ana hoy te trató de idiota por mensaje de texto. No te espié el celular, estabas al lado y lo vi, eh, no lo hice a propósito. ¿Pero siempre te trata así Anita?

―No, no…

―Y vos no le avisaste de la reunión, Tincho. O le mandaste un mail cuando sabés que ella no tiene BlackBerry.

―No, no, yo no sabía eso, o bah, me olvidé del detalle del BlackBerry de Ana.

―¿Te olvidaste?

―Sí, sí, o no sé, no me di cuenta.

―Tincho, ¿pero estás seguro de que no hay un problema entre ustedes que venga de antes, de cuando trabajaban en riesgo crediticio?

―No, no. Yo no tengo ningún problema, ni de antes ni de ahora.

No me pude contener y atiné a hablar, pero Gustavo me frenó poniendo un dedo índice sobre sus labios, en gesto de que hiciera silencio. <<Esto es otra humillación, ¿por qué la tengo que soportar?, ¿por qué este tipo me paga el sueldo? ¡La vida es una mierda si es así!>>, pensé.

―De nuevo lo mismo, Tincho, “vos” no tenés problemas, ¿pero ella?

―Bueno, es una manera de decir. No sé, a veces uno no tiene problemas y resulta que del otro lado sí y uno no lo sabe, por eso te lo digo. Si Ana tiene algún problema conmigo yo no lo sé, por eso te digo que le preguntes a ella.

―Ah…―dijo Gustavo y pareció convencerse.

―Además, yo tengo novia, Gustavo. Vos la conociste, me viste con ella el otro día, en Mc Donald’s, cuando le dijiste que viniera a Mar del Plata con nosotros ―dijo Martín.

<<Ay, ay, ¿para qué dijo eso este idiota?, ¿para qué? Si ya estaba convencido. ¡Por Dios!!! ¡¿Para qué meter a la novia?!>>, pensé.

―Sí, sí, me acuerdo, me acuerdo ―le dijo Gustavo, riéndose―. ¿Pero a qué viene lo de tu novia, Tincho? No entiendo. ¿Qué pasa?  ¿Anita te está acosando? Dan resultado los fierros, Tincho, entonces…

<<¿Pero qué está diciendo este tipo? ¿Se cree que yo me voy a quedar acá tan tranquila mientras dice eso? No, no, mi tía ya me tiene apalabradas las horas como docente. Esto no me lo voy a bancar. No sirvo, no sirvo para humillarme en un trabajo, no sirvo para humillarme por plata. No lo soporto>>, pensé.

―No, no, Gustavo, yo no lo dije por eso… ―siguió Martín.

―Mirá ―interrumpí y me puse de pie―, andá a hacerle estas cosas a todos los pelotudos que se banquen humillarse por dos mangos con cincuenta, pero a mí no, a mí no, eh ―agregué y salí del despacho.

Jueves

Buenos Aires, septiembre de 2011.

Cerca de las diez de la mañana, cuando tomaba un café en el bar al que siempre iba, vi, a través de la ventana, pasar caminando por la vereda a Martín N. de la mano de su novia.

<<¡Morite!>>, pensé. <<Nunca me va a rogar perdón. ¡Sigo siendo la misma boluda ilusa! Eso que últimamente no veo tantas novelas!>>

Cuando llegué a la oficina, encontré sobre mi escritorio el recibo de sueldo del mes de agosto. Lo agarré y lo acerqué a mis ojos. Quería ver el número “seis mil” escrito al lado de  “sueldo neto”. En vez de eso, leí: “seis mil” al lado de “sueldo bruto” y “cinco mil doscientos cincuenta y dos” al lado de sueldo neto.

<<¿Qué? No, no puede ser, se equivocaron. Era seis mil en mano, no esto>>, pensé y Gustavo Almazán entró a la oficina. Cuando se acercó a saludarme, le dije:

―Gustavo, mirá ―y le mostré le recibo.

―Sí, Anita, ¿qué pasa? ―me preguntó al verlo.

―Que no era lo que habíamos quedado. Habíamos quedado en que me duplicabas el sueldo. Yo ganaba tres mil netos. Y ahora pensé que iba a cobrar seis mil netos, y no es así, me pagaron seis mil en bruto y con los descuentos me quedan cinco mil doscientos.

 ―Ay, Anita, Anita ―me dijo ladeando la cabeza ―, ochocientos pesos más, ochocientos pesos menos, no es nada, no es para tanto. Yo por ahí tengo que pagar dos millones por impuestos, Anita.

―Bueno, pero para mí…

―Me debe haber entendido mal el gerente de recursos humanos. Le dije que te subiera el sueldo a seis mil y no le aclaré que eran netos. Después lo hablo. No te preocupes ―me dijo Gustavo Almazán y se metió en su despacho.

El día transcurrió en espera continua. Esperé que Martín se acercara y se disculpara y que Gustavo Almazán me dijera que lo de mi sueldo ya estaba solucionado, con la diferencia depositada en mi cuenta. Por supuesto, como era habitual para mí, nada de lo que esperaba sucedió. De Martín no tuve novedades en toda la jornada, y Gustavo Almazán, seguramente, olvidó hablar de mi salario con el gerente de recursos humanos.

<<Yo no sé para que espero algo de Martín. Lo vi hoy con la novia. Y ya sé cómo son estas cosas. Ya lo sé. ¿Para qué me hago ilusiones? Además, la novia. ¡Pobre la novia si el tipo la deja por otra! Es horrible que te pase eso. Y yo soy tan hija de puta que sé lo que puede sufrir una mujer cuando la abandonan e igual quiero que Martín la deje y se quede conmigo. No puedo ser tan egoísta>>, pensaba cuando retocaba mi maquillaje en el espejo del baño de la empresa. Eran cerca de las ocho de la noche y tenía que encontrarme con Orlando Duarte a las ocho y media.

<<Ahora me voy a encontrar con un tipo soltero, disponible. ¿Por qué no me entusiasmo un poco con él? Ya sé, por el problema que tiene, pero no, no es por eso, nunca estuve ilusionada con Orlando Duarte, antes de saber lo que le pasaba tampoco. Y eso que es atractivo, culto, pero yo pienso en Martín, soy tan boluda que hasta parece que le soy fiel>>, rumiaba mientras caminaba las diez cuadras que me separaban de la esquina en la que había quedado en encontrarme con Orlando Duarte.

<<¿Y si me animo a tener relaciones con él hoy? A lo mejor eso me hace comprometerme más y dejar de pensar en Martín. Si estoy bien depilada…>>, pensé. En los últimos meses había cambiado. Ya lo dije. Lo que todavía no dije es que uno de esos cambios  se manifestaba en mi depilación. Ya no dejaba pasar más de veinte días sin visitar a la depiladora.  No había una razón valedera para que lo hiciera, pues no tenía ante quien desnudarme, pero igual perseveraba en el ritual y lo cumplía a rajatabla.

Orlando Duarte me estaba esperando en la esquina pactada. Tiró el cigarrillo que estaba fumando cuando me vio. Me saludó con un beso en la boca, bastante intenso. Otra vez, no sentí nada más que sabor a tabaco en mi lengua.

―¿Te parece que caminemos un rato? Porque es temprano para ir a comer ―propuso.

―Sí, sí, dale, caminemos.

Y Orlando Duarte rodeó mis hombros con sus brazos. Recorrimos media cuadra en un silencio que me incomodaba. Mi mente trataba de buscar algo para decir, pero parecía bloqueada.

―Ayer fui al cumpleaños de mi jefe ―quebró el silencio y prendió un cigarrillo.

―Ah, ah, ¿y?, ¿la pasaste bien?

―Sí, sí, muy bien, muy bien ―respondió y me contó detalles de la celebración.

Después relató anécdotas divertidas de la convivencia con sus compañeros de trabajo y con los clientes de la sucursal del banco en la que trabajaba. Ya habíamos caminado más de cinco cuadras, a paso lento.

―¿Y vos? ¿Tenés compañeros divertidos? ―me preguntó y prendió otro cigarrillo. <<Ya van tres en poco tiempo>>, observé.

―Ahora no, no tengo. Somos pocos en la oficina. Pero antes sí los tenía, cuando estaba en riesgo crediticio ―le dije. Era la verdad. Me había divertido mucho con mis compañeros de riesgo crediticio. La relación terminó mal, pero ese final no cambiaba lo mucho que me había reído gracias a ellos.

También conté anécdotas de bromas en la oficina luego.

Cuando llegamos a la cuadre número diez, Orlando Duarte me dio otro beso intenso, que me resultó más placentero que el anterior. Tal vez estaba más relajada.

―Estás muy linda ―me dijo luego, acariciándome la cara.

―Ah, jijiji, gracias ―le dije y seguimos caminando, tomados de la mano esta vez.

―¿Vamos ahí? ―me preguntó, señalándome la fachada de un restaurante.

―Sí, vamos ―le respondí y entramos.

Nos sentamos a una mesa ubicada en un patio interno, en el que estaba permitido fumar. Supuse que Orlando Duarte había elegido ese lugar por esa razón.

―¿Conocías este restaurante? ―me preguntó apenas nos sentamos y prendió un cigarrillo.

―No, nunca vine ―le respondí.

―Está bueno, se come bien… 

―Ah… bueno, mejor. 

―¿El sábado podríamos ir al cine, no? 

<<Ah, piensa salir de nuevo conmigo el sábado>>, observé.

―Sí, sí, podríamos ir.

―¿Qué películas te gustan?

―Ay, no sé, ni idea de cuáles están en cartel ahora. Pero mientras no sean de acción,  está bien ―le dije, sonreí y el mozo nos trajo las cartas.

―¿No te gustan las de acción? Pero algunas están buenas…

―Sí, algunas sí, pero muy pocas. Bueno, en realidad vi muy pocas, será por eso, porque en general no las aguanto. Cuando dan una en televisión, cambio.

―Ah, no, yo no. Igual no iría al cine para ver una de acción, eh, no pagaría una entrada por eso. Pero a veces, si estás aburrido, para pasar el rato, una de Chuck Norris no viene mal ―me dijo y se concentró en la carta.

Yo hice lo mismo y busqué un plato sano. Estaba desfalleciendo del hambre y con gusto me hubiera comido una buena mezcla de frituras grasosas, pero sabía que  no podía hacerlo, pues tenía que acompañar a Orlando Duarte en los cuidados que necesitaba por su enfermedad.

―¿Qué vas a querer tomar? ―me preguntó.

―Una gaseosa, una Coca Light ―le dije.

―Ah, sí, yo también, pero común, no me gusta la light. 

<<Pero la Coca común tiene azúcar>>, observé, pero nada dije.

Orlando Duarte apagó su cigarrillo en el cenicero y siguió leyendo la carta. Yo también lo hice, pero solo para entretenerme viendo las composiciones de los diferentes platos.

―¿Y de comer ya elegiste?

―Sí, sí, voy a pedir una suprema de pollo a la plancha, con limón, y un puré de calabaza. ¿Vos?

―Y yo estoy entre “el lomo de la casa”, que es espectacular ese plato, no sabés lo bien que lo hacen acá, o una milanesa a la napolitana, que también es buena ―me dijo―. Pero me voy a quedar con el lomo ―remató y cerró la carta. Me sonrió.

Yo le sonreí y bajé la vista. Busqué en la carta la composición del plato elegido por Orlando Duarte: “Lomo de la casa: exquisitos bifes de lomo fritos en manteca, acompañados por panceta, arvejas y cebolla,  con guarnición de papas fritas”, leí. <<Ah, no, no, yo le tengo que decir algo. Esto no puede ser. No es que yo quiera coger hoy, o no sé, bueno, está bien, seguro que no, que no voy a querer, pero igual, él es un hombre, tiene que querer, estar siempre listo. Y además no es por lo del sexo solamente, el tipo es diabético, va a reventar comiendo así>>, pensé y dije:

―¿Pero no es un poco pesado el plato que querés comer?

―Y sí, sí, es un poco pesado, pero lo bueno de ser diabético es que comés y comés y no engordás ―me dijo sonriendo―. Una buena tenía que haber, ¿no? ―agregó y el mozo se acercó para tomarnos el pedido.

<<¡¿Eh?! ¡¿Qué me dijo este tipo!? Está loco. Yo le tengo que decir que está mal lo que está haciendo, se lo tengo que decir>>, pensé y Orlando Duarte le pidió la comida y la bebida al mozo.

―Mi… mirá, no… no… no me parece lo que pediste de comer ―le dije.

―¿Qué? ¿Por qué? ―me preguntó.

―Por el problema que tenés, te hace mal.

―Bueno, no es para tanto. Hay que darse los gustos en vida, ¿no?

―No, pero… ―dije y no me animé a seguir. Bajé la vista.

―¿Pero qué? ―me preguntó y prendió otro cigarrillo.

―Mirá, está bien darse lo gustos, te entiendo, pero no, no está bien que comas el lomo ese. No está bien.

― ¿Pero qué es lo que te preocupa de que me coma el lomo?, ¿qué tiene? ¿por lo que te dije el otro día me lo decís?, ¿no era que el sexo no te interesaba?

―No, no, yo no te dije eso, yo no te dije que el sexo no me interesaba.

―¿Pero si no querías?

―No, pero una cosa no tiene nada que ver con la otra, que no quiera cuando no conozco a la otra persona es una cosa, y que el sexo no me interese es otra. Y además lo de la comida no te lo digo por eso solo, te lo digo porque es peligroso. Te puede agarrar un shock glucémico. No es joda, eh.

―Bueno, bueno, vamos por partes, por partes. Mejor tener las cosas claras desde ahora. Antes que nada, yo soy el dueño de mi cuerpo y de mi vida. Si yo quiero comer, fumar, o hacer lo que sea, yo me banco las consecuencias. Otra persona no me va a decir hacé esto o aquello, porque no, no me va eso ―afirmó.

―Bueno, pero…

―Y otra cosa―me interrumpió―:la persona que esté conmigo tiene que saber, tiene que asumir que está con un enfermo, porque yo estoy enfermo, entonces el sexo pasa a un segundo lugar, o a uno quizás peor en la relación, porque yo puedo tener relaciones de vez en cuando solamente

―Pero eso es porque no te cuidas, porque si te cuidaras podrías tener relaciones con normalidad.

―Sí, sí, claro, sí ―me dijo, burlándose―. Por más que haga dieta, a veces no me baja la glucemia con eso solo, y los médicos me dicen que es porque no hago actividad física también. No es tan fácil, eh. Son demasiadas cosas.

―Y bueno, hacé actividad física. 

―¿Y cuándo querés que la haga, por Dios, mamita? 

<<¿Mamita>>, observé.

―Bueno, no sé, cuando salís de trabajar.

―Salgo a las seis, cansado. Quiero llegar a mi casa y tirarme a ver televisión, como todo el mundo

―Sí, te entiendo, pero si estás enfermo lo tenés que hacer. Y tampoco la pavada, no es todos los días que necesitás hacer actividad, eh.

―¿Y vos por qué sabés tanto de eso? –me preguntó y el mozo nos trajo las bebidas.

―Porque mi papá es médico. Ya te había dicho.

―Yo no entiendo, no entiendo, la otra vez me dijiste que no te interesaba el sexo y ahora me salís con esto.

―¡No! No vuelvas a repetir lo mismo porque no. Entendiste cualquier cosa. Ya te dije: que no haya querido tener relaciones en la primera salida no quiere decir que el sexo no me interese

―Y si querías tener relaciones hoy, me hubieras avisado cuando hablamos por teléfono el martes. Me hubieras dicho, me hubieras dicho que querías tenerlas y listo, yo iba al cumpleaños de mi jefe y no comía, pero fui y comí, no sabía…

―¡Ay, pero cómo te iba a decir eso por teléfono! ―lo interrumpí―. Y no, no es que quiera tener relaciones hoy. Es más, seguro no las hubiera tenido, pero no es el hecho ese, es tu conducta. Si fumás y si comés así, te estás suicidando.

―Eso es cosa mía, ya te dije. Parecés mi exmujer, tenés el mismo discurso.

―Bueno, si tu exmujer te decía lo mismo que yo tenía razón, eh, para mí tenía razón. Es por tu bien. Perdoname que me meta, pero es así. Es así.

―Mirá, me parece que estamos discutiendo al pedo, ¿no? Porque ayer comí, ya está con eso. Hoy, por más que me coma un zapallo hervido, no voy a funcionar, eh. Y si querés hacer algo, te lo propuse la otra vez: hacemos petting y listo. Te hago buen sexo oral para terminar. No hay problema. Te lo hago mucho tiempo, tengo paciencia. La vas pasar genial.

―No… no me gusta lo que me estás diciendo ―le dije y bajé la vista. Sentía mucho calor en la cara. <<Me levantó y me voy>>, pensé, pero no me animé a hacerlo.

―Bueno, disculpame si soy muy explícito. Pero somos grandes, ¿no? No es para tanto.

Nada dije, seguí mirando el piso.

―Mirá, Ana: yo soy así y no voy a cambiar. No me voy a hipotecar mis días por una enfermedad. Me gusta comer. No pienso dejar de hacerlo. También me gusta fumar. No lo pienso dejar. Y no me gusta moverme. No lo voy a hacer. El sexo me gusta, pero, lamentablemente, no voy a estar todo los días cuidándome para eso. Si a vos te interesa el sexo, no sé… pero conmigo… ―negó con la cabeza y dio una pitada―.Es así, las cosas son así conmigo. O lo tomás o lo dejas. Queda en vos,  mejor decidí ahora, ¿qué decís?

―Que lo dejo ―le dije.

―Está bien, me parece perfecto, como quieras ―me dijo y puso sus manos en el bolsillo de su pantalón. Sacó la billetera y llamó al mozo, que estaba en la mesa de al lado.

Cobrate las cocas, cancelamos lo otro, nos vamos ―le dijo y le dio el dinero.

<<Ay, ay, ¡qué feo momento! ¡Qué feo! ¿Qué hago?>>, me pregunté.

―Bueno, Ana ―me dijo cuando el mozo se alejó―, fue un gusto. Adiós ―se puso de pie y se fue.

Sentí unas tremendas ganas de llorar. Me contuve hasta que entré al baño del restaurant y me descargué en la soledad del lugar. <<¿Por qué esto? ¿Por qué esto?>>, me pregunté en vano. <<Pero está bien lo que hice, tengo razón. El tipo no puede pretender lo que pretende. Creo que cualquiera en mi lugar hubiera hecho lo mismo>>, me consolé y me enjuagué la cara.

Tomé un colectivo para regresar a mi casa. Ya no usaba un reproductor de mp3. Las canciones ahora estaban guardadas en mi celular. Me puse los auriculares y me recosté sobre el asiento. Cuando me clavaba puñales escuchando “Siempre estoy pensando en ti”, de Lucía Méndez, el teléfono me advirtió que había recibido un mensaje de texto.

<<Debe ser Orlando Duarte>>, especulé y miré el display. Me sorprendí al ver que el mensaje era de Martín. “La vida me enseñó que no hay que pedir disculpas cuando uno siente que no tiene que pedirlas. Por eso no te las pido. Y no te traté de falsa ayer”, leí.

<<Ay, ¡pero qué pedante! ¿Quién se cree que es?… ¿Qué le contesto? No se…, mejor lo llamo a Samuel y que me diga él>>, pensé y busqué el número de mi amigo en la memoria del teléfono. <<Pero no, no, ¿por qué lo tengo que llamar a Samuel? ¿Por qué él me tiene que dictar la respuesta? ¿No puedo contestar yo, por mí misma? ¿Pero qué le contesto? ¿Qué le contesto?>>, me pregunté. Después de un rato surgió en mi mente: “Y a mí la vida me enseñó que a los pelotudos es mejor esquivarlos”. <<¿No es muy agresivo? Si le contesto así nunca me a dar bola. ¡Pero qué me importa! Al final él no se preocupa cómo me cae a mí lo que me dice, eh. Y yo siempre con miedo de lo que digo, de lo que hago, siempre pensando en si voy a caer mal o bien. Los demás no tienen ese miedo. Hacen lo que quieren, dicen lo que quieren. ¿Y yo qué? Siempre pendiente de agradar, de no quedar mal. Al final no tengo libertad de ser como soy. ¿Y para qué me sirve? Porque si me sirviera, pero no, no me sirve. Me banco un montón de cosas que no me tendría que bancar e igual me sigue yendo mal. No, no va esto. No va. ¡Qué me importa lo que piense! Si le gusta, le gusta, y si no, bueno, si total tiene novia…>>, me dije y escribí el mensaje tal cual se me había ocurrido: “Y a mí la vida me enseñó que a los pelotudos es mejor esquivarlos”. Después de dudar unos segundos, apreté el botón verde, “enviar”.

Cuando ya era muy tarde a la noche, me acosté a dormir en mi cama. No había recibido respuesta de Martín.

Miércoles

Buenos Aires, agosto de 2011.

Cerca del mediodía, sonó mi teléfono interno:

―Hola.

―¿Hola, Ana? ―me dijo Samuel, con voz temerosa. Supuse que temía una demostración de enojo de mi parte, pues no nos hablábamos desde el incómodo momento en el que Martín N. nos había encontrado charlando en mi oficina.

―Sí, boludo, soy yo, ¿quién va a ser?

―Ah, sí, sí, ya sabía, ¿cómo estás? ―me dijo, un poco más descomprimido.

―Bien, ¿y vos?

―Bien, bien, ¿pero todo bien vos? ―insistió.

―Sí, ya sabés que todo bien. Yo siempre estoy bien. Bah, ni muy bien, ni muy mal, como siempre, porque a mí nunca me pasó ni me pasa nada. Ni muy malo ni muy bueno. Ya conocés mi historia: no me violaron, mis viejos no se separaron, no viví ningún trauma importante como para estar mal. Nunca me pasó nada tan grave, bueno, si, conocí a un asesino una vez, pero no se la agarró conmigo, así que sigo en la misma. Nada. A lo mejor ese es el problema―le dije.

―Ah, sí, sí ―me dijo riéndose―, ya sé, ya sé.

―Sí, sí, ya sé que ya sabés, y dale, nene, sacate el miedo, que nunca esperé que fueras a confesar lo del mensaje, eh.

―No, pero yo te dije que cuando me vaya de viaje lo voy a hacer.

―Sí, Samuel, sí, no importa ―le dije, burlándome―, dale, dejate de joder, ya sé que no lo vas  a hacer. Y no importa. Ya te conozco.

―No, no, pero en cuanto junte coraje lo hago, te juro que lo hago. Te extraño.

―Sí, yo también, aunque no confieses le dije, riéndome.

―No, lo mío va en serio, ¿hoy podés salir a comer?

―Sí, sí, me viene bárbaro, salgamos y vamos a algún lugar adonde pueda tomar alcohol, que necesito, hoy voy a necesitar.

―¿Por qué?

―Después te cuento.

―Ay, no, no me dijo Samuel riéndose a carcajadas y dando palmadas sobre la mesa del bar en el que estábamos tomando cerveza y comiendo papas fritas ―¡A vos sola te pasan esas cosas, a vos sola, es muy impresionante, no, no!

―Bueno, Samuel, no es para reírse tampoco. Pobre tipo, fijate lo que le pasa, no seas así.

―Ay, no, yo no soy así. Pobre tipo, sí, pero venir a decirte en una primera salida que tiene problemas de erección es too much. ¡No! Nunca pero nunca lo había escuchado ―siguió Samuel, riéndose.

―No, ya sé, en una primera salida, no, está bien, no era su mejor carta de presentación.

―Tenés mala suerte, nena, tenés mala suerte ―me interrumpió, con más seriedad.

―Bueno, no sé si es tan así. Mirá, lo pensé así cuando me pasó, cuando volví a mi casa. No dormí en toda la noche, pensando y pensando, pero no me quejé esta vez, no me quejé de mi destino como hubiera hecho otras veces. No tenía derecho tampoco, eh. El que está enfermo y lleva la peor parte es Orlando Duarte. ¿Y sabés qué? Fue sincero, el tipo fue sincero, y eso es algo que valoro.

―Vamos, nena, se podría haber comido una ensalada en vez de ser sincero. Dejate de joder.

―Sí, eso sí, en eso estuvo mal. Pero en lo demás, en decírmelo, no. Mirá, yo no fui nada sincera, le inventé todo un pasado de novios, de relaciones truncas, que jamás existió. Al lado de él, la impresentable soy yo.

―¿Pero eso qué tiene que ver?

―Tiene que ver, porque si yo avanzara en la relación con el tipo, ¿qué?, ¿tendría que mantener la mentira?

―Ay, el pasado no interviene. No importa. Y no creo que estés contenta de salir con un tipo que no se le para, eh, ¿para qué te hacés problema? No seas hipócrita.

―No, ya sabés que no soy hipócrita. Es un bajón lo que le pasa al tipo, ya lo sé. No te digo que no lo sea ni que esté contenta. Ya lo hablé con mi psiquiatra esta mañana.

―Ay, Delia Rincón anotó esto seguidito, seguidito después de lo de Antonio Lombardo. ¡Seguro!

―No sé, no le pareció tan raro. Además, opinó lo mismo que mi papá, que el problema del tipo tiene reversión, solamente tiene que cuidar los niveles de glucemia y listo.

―No sé, si fuera tan fácil, ¿para qué te lo dijo?

―Porque es sincero, por eso me lo dijo.

―Lo de la sinceridad no lo sé. Pero igual, por más que haya sido sincero, te tiene que haber molestado el problema del tipo, tenés que haber sentido ganas de salir corriendo.

―Sí las sentí, las sentí, obvio que las sentí, no te lo voy a negar, pero después pensé y pensé y cambié. Y está bien, también pensé algo feo, pero bueno, me viene solo, no tengo la culpa.

―¿Qué pensaste?

―Que como Orlando Duarte tiene ese problema, a lo mejor está acomplejado y por eso se podría quedar conmigo, estar contento conmigo, ¿entendés?  O sea, porque él tiene el problema se quedaría conmigo, si no lo tuviera, tal vez no se quedaría conmigo. Conclusión: su problema hace que me sienta más segura con él, ¿se entiende lo que quiero decir?

―Se entiende, pero no, no, ¿qué segura?, ¿con un tullido? ¿Se lo dijiste a tu psiquiatra?

―Sí, esta mañana se lo dije.

―¿Y qué te dijo?

―¡Uh! Un montón de cosas. La primera, que mi grado de desvalorización personal no tiene límites, porque pensar que solamente un tipo con problemas me puede querer, ya es mucho. Y la segunda, que soy mala conmigo y con Orlando Duarte también, por pensar lo que pienso. Que también lo desvalorizo a él con mi pensamiento. Pero igual fue algo de un momento. A veces la cabeza no me para y no puedo dejar de pensar cosas feas, es eso.

―No sé si fue de un momento, porque vas a salir mañana de nuevo con él.

―Sí, voy a salir, pero no es porque pienso eso, lo de la seguridad, voy a salir porque, después de todo, el tipo me resultó atractivo y fue sincero.

―Pero no estás entusiasmada, Ana, no te veo entusiasmada.

―Es que recién lo conozco, ¿qué entusiasmo querés que tenga?

―El normal, uno que vos no tenés ahora

―Nunca lo tengo con alguien que recién conozco.

―Es por lo que te dijo ―siguió Samuel sin escucharme―.Claro, ¿quién podría estar entusiasmado en una situación así, con un tipo que te dijo que tiene problemas de erección? Nadie.

―Ay, ya te dije que el problema es controlable. Y Orlando Duarte fue sincero, eso es algo que hay que valorar en estos días.

―Que la mantenga parada cuarenta y cinco minutos como te dijo, eso es algo para valorar en estos días, no la sinceridad.

―Para mí no es así.

―No estás contenta, no estás entusiasmada, Ana, por más que la quieras maquillar, no te va el tipo.

―No es que no me vaya, es que ya sabés, no es eso, yo estoy… bueno, ya sabés…

―¿Martin?

―Sí, sí, no te quería decir, porque al final no sé lo que te pasa a vos con él todavía…

―No me pasa nada con él, Ana, ya te dije. Yo estoy con Hernán, estoy bien. Que no haya dicho todavía lo del mensaje no quiere decir que Martín me importe. Me da vergüenza, es eso solo. No te hagas historias que nada que ver, eh.

―Bueno, no sé…

―No, no, nada que ver. Ya lo voy a decir, voy a confesar y vas a ver.

―No, no es necesario que confieses, Samuel. Dejalo así, ya hablé con él de eso varias veces. Si Martín hubiera querido saber la verdad, ya podría haber averiguado. La tiene a Ernestina a mano. Lo del mensaje lo usó para molestarme. Y además, yo estoy segura de que algo me cree, así que dejalo así, no te hagas problema.

―¿Y por qué pensás que te cree? ¿Pasó algo más con Martín? Contame.

―Sí… ―le dije y le conté todo lo sucedido con Martín N. en los últimos días―. Y así son las cosas ―agregué luego ―,un rato me trata más o menos bien, otro rato me agrede. Y lo peor es que ahora, a las tres, me tengo que reunir con él, en su despacho, a solas.

―Ah, ah, por eso las cervezas.

―Sí, sí, para que un poco de alcohol me da más flexibilidad, más relajación. Haceme acordar de que me compre pastillas de menta, para disimular el aliento, eh.

― Sí, sí, te hago acordar, no me olvido.Pero, che, es evidente que Martín sigue interesado, pero vos estás fallando en la reacción. Eso es lo que está pasando. Es obvio que está interesado. Por ahí te agrede para buscar un detonante y decirte algo más.

―No sé, no sé, no creo en que las cosas tengan tantas vueltas.

―Nena, con las vueltas que tenés vos, dejate de joder. Haceme caso. Cuando Martín te agreda de nuevo, ofendete más, hacele más escándalo. Eso nunca falla, porque conmueve. A los hombres les da culpa esas reacciones de las mujeres.

―Sí, puede ser…

―No, puede ser no, es. Nena, acordate de lo que hizo “el potus” con el osito, acordate, un escándalo de la puta madre armó por nada. Y todos los boludos siguiéndola. Eso tenés que hacer con Martín.

―Pero yo aprendí la lección del escándalo de Ernestina, la apliqué con el enano maldito y muy bien que digamos no funcionó, eh, acordate.

―Pero el enano maldito no se puede tomar como parámetro de nada, Ana.

―Bueno, sí, pero si estoy a solas con Martín, no me va a salir hacer un escándalo, no me va a salir, me va a ganar la timidez, ya sabés.

―Pero hay un remedio a eso. La jugás de “ofendida en retirada”

―¿Qué?

―Eso, nena, a la primera que te agrede, que seguro que hoy te lo hace de nuevo, le decís con pocas palabras que te ofendió, y te levantas y te vas. Te vas de su despacho, bien herida. Llorá si podés, hacé que Martín tenga que salir corriendo a seguirte para pedirte disculpas. Y ahí lo encarás, le preguntás qué le pasa con vos.

―Ay, pero no, eso no lo voy a hacer. No me va a salir llorar y no me gusta además. Y a mí no me pasan esas cosas. Por más que llore, a mí nadie me sigue para suplicarme nada, eh. Y no me voy a animar a encararlo con el “qué te pasa conmigo”. Olvidate. Es demasiado.

―Bueno, pero hacé el principio aunque sea, demostrá un enojo importante y escapate de la escena si no te bancás el después, pero empezá por algo, lo que te salga.

―Voy a tratar. Igual muchas veces reaccioné, no es que nunca le dije nada, eh. Bastante le dije ya…

―No, ya sé, pero tiene que ser más potente, más escándalo, con llanto si es posible. Eso mata, el llanto desarma. Si podés, decile: “Nadie nunca me ofendió tanto como vos lo hiciste, es muy humillante, muy doloroso”, y te vas dando un portazo.

―No sé, ¿decirle eso? ―dudé.

―Sí, Ana, decile eso, y después no aflojes enseguida. En estos casos es básico hacerse rogar varios días.

―¿Varios días?

―Sí.

―No aguantaría yo…

A las tres de la tarde, me acerqué a la puerta del despacho de Martín N. con las recomendaciones de Samuel en la mente.

―Hola ―le dije cuando me asomé adentro, detrás de la puerta entreabierta.

―Hola ―me dijo él, seco, y me paralicé ―.Pasá, pasá, vení agregó después de una pausa y me sacó la parálisis ,sentate ―y  yo lo hice, en frente de él.

―Bueno, veamos ―me dijo con la vista clavada en el monitor de su computadora ―. Tu informe empieza por inventarios, expedición y depósitos.

―Sí.

―Se entiende lo que está escrito, pero necesito una idea de tiempos, de botones.

Se las dije. Luego pasó a otro proceso y luego a otro y  luego a otro. Martín N. me hizo muchas preguntas y yo se las respondí a todas. Pero jamás me miró. Su vista siempre estuvo fija sobre la pantalla de la computadora. Fueron dos horas en las que pude desenvolverme bien. Logré decir oraciones completas, sin tartamudear ni saltear sílabas de las palabras. Empecé a sentirme un poco más segura.

―Bueno, ya terminamos con lo que está en el informe, pero el proceso de riesgo crediticio no está, ¿eso se va a modificar o no?

―Y no…

―Porque yo tengo una idea.

―Ah, ¿cuál?

―Ya la hablé con Gustavo. Hay que reformular el contrato con las empresas de informes comerciales porque me tendrían que pasar los datos de otra forma, para procesarlos acá automáticamente y que, solamente con el número de documento del cliente, sepamos si está al día o no con sus otras deudas. La idea es que el primer filtro lo haga el sistema y no los empleados, como se hace ahora.

―Ah, es bueno eso, le sacaría mucho trabajo a Riesgo Crediticio.

―Sí, despedirían a varios, pero a vos eso no te importa, ¿no? Gustavo va a estar contento ―me dijo. Supe que sus palabras tenían la intención de agredirme.

<<Aprovecho ahora, aprovecho ahora y me hago la ofendida, como me recomendó Samuel>>, pensé, pero dije:

―No, sí me importa,eh. Pero no, no habría despidos, porque la empresa está abriendo muchas sucursales, no te olvides de eso. Va a haber más demanda de créditos y el plantel de riesgo crediticio quedaría igual, aunque se implemente la mejora que po… que pro… proprosiste… no, que propusiste, eso ―dije. Merecía la muerte con torturas previas por haberme trabado así.

―Ah, sí, viéndolo por ese lado, sí, si hay muchas más sucursales, van a quedar los que están.

―Sí.

―Bueno, armo una reunión con la empresa de informes comerciales, ¿te parece?

―Sí, a mí me parece, pero decile a Gustavo.

―Ah, claro, claro, le digo a Gustavo, obvio, no se hace nada sin Gustavo ―me dijo con un sonrisa burlona y me miró a los ojos. Fue la primera vez, en todo el tiempo que habíamos estado en ese despacho, que sacó su vista de la pantalla de computadora.

―Sí, decile y no te burles ―reaccioné.

―No me burloafirmó, serio.

― No sé, pero bueno, ¿ya terminamos, no? ―le pregunté y cerré el cuaderno que había llevado a la reunión.

―No, no terminamos ―me dijo.

―¿Qué falta? ―le pregunté―. Si ya vimos punto por punto todo el informe.

―Falta esto ―me dijo y sacó del cajón de su escritorio una pila pequeña de papeles atados con una gomita. Cuando me los puso cerca, me di cuenta de que eran recibos de sueldo ―. Son mis recibos de cuando estaba en riesgo crediticio. Fijate, fijate.

Me encogí de hombros. No entendía lo que me estaba pidiendo.

―Fijate, fijate en la categoría ―me dijo―. Tomá ―me los acercó más ―, revisalos, fijate. Mirá si alguna vez me cambiaron de categoría, si me ascendieron.

<<Ah, es por lo que dije ayer sobre Analía>>, caí.

―No, pero no, no me voy a fijar, está bien.

―No, no, ahora fijate, miralos.

―No, no, está bien, está bien.

―No, no está bien, para mí no está bien. ¿Ves? dijo, les sacó la gomita que los ataba y empezó a pasarlos ―. Categoría auxiliar inicialleyó uno y pasó a otro―, auxiliar inicialpasó a otro―, auxiliar inicial…

Martín N. seguía repitiendo “auxiliar inicial” mientras pasaba los recibos de sueldo, y yo pensaba en qué hacer, en qué decir. <<Si este pibe se tomó el trabajo de traer los recibos de sueldo para mostrármelos, tengo que ser importante para él>>, concluí.

―Pero, bueno, Martín, ya está ―lo interrumpí―, te creo, ya está.

―No, no, pero yo prefiero que loes veas todos así no te quedan dudas.

―No, no, con esto no me quedan dudas. Lo que sí, no sé qué necesidad tenés de mostrármelos, ¿los trajiste solamente para eso, para mostrármelos a mí?

―Sí ―afirmó y me miró a los ojos.

―Y…y…, ¿por… por… qué?

―Porque me jodió lo que me dijiste ayer, porque yo te hablé una vez de mi relación con Analía, de que me había equivocado al salir con ella. Justo fue en la fiesta, en la fiesta de Rosita te hablé de eso,  y vos ahora me decís que salí con ella por interés. ¿Por qué no me lo dijiste en el momento si lo pensabas, eh?

―Bueno… no era que lo pensara…

―Si lo dijiste ahora, seguro lo pensabas en ese momento. Pero ya sé, ya sé que no decís lo que pensás, que las minas como vos son así, ya lo sé.

<<Otra agresión. No se la tengo que dejar pasar. Tengo que aprovechar>>, pensé y me animé:

―No sé que me estás queriendo decir con eso de las “minas como vos.”

―Lo que estoy diciendo, que dicen una cosa pero piensan otra.

―Falsa sería, ¿no? ―ataqué. A la taquicardia la sentía hasta en mis pies.

―Eso lo dijiste vos.

―No, no, no lo di…di…dije yo, es lo que es… es…tás dando a en… en…tender vos, nene. ¿Qué te pensás? ¿Qué soy boluda también? Si no parás de agredirme y de ofenderme desde que… que… vol…vol… volviste a la empresa― dije, tomé mi cuaderno y me puse de pie―. No me lo voy a bancar máslo miré a los ojos un instante, desde arriba, porque él permanecía sentado. Entonces me di fuerzas y fui por más―. Y metete estos recibos sabés dónde, ¿no? ―y los empujé contra él―.En mi vida nunca nadie me ofendió tanto como vos  ―afirmé cuando ya había empezado a caminar hacia la puerta de salida, después de haber dado una media vuelta con ímpetu telenovelero.

Esperé que me dijera algo, pero tuve que conformarme con dar un portazo en el medio de su silencio.

Ya en el pasillo, caminé hacia el ascensor apurada. <<Ay, ay, estuve mal, no reaccioné bien, a lo mejor exageré. Soy un desastre, por eso no me dijo nada. Le debo haber parecido una loca. Encima tartamudeé. Por eso no me sigue. Igual no lo iba a hacer, no me iba a seguir, porque a mí esas cosas no me pasan>>, me dije y mi pie chocó contra un objeto. Alcancé a ver que se trataba de una impresora vieja cuando ya estaba en el piso y dos chicos de sistemas me ayudaban a levantarme.

―¿Estás bien? ―me preguntó uno.

―Sí, sí, estoy bien, gracias, graciasle dije, sacudiéndome el pantalón a la altura de las rodillas. <<Menos mal que Martín no me siguió. Si no, ¡qué papelón hubiera pasado si me veía caer! Soy una boluda, boluda, torpe, y más boluda>>, autoafirmé.

―Hay que sacar estas cosas del piso, ponerlas en otro lado, no acá en el medio del camino ―comentaron los empleados que me habían socorrido mientras yo me alejaba por el pasillo.

Entré a la oficina todavía nerviosa. Estaba un poco agitada.

―¡Anita! ¡Anita! ―me llamó Gustavo Almazán antes de que pudiera sentarme en mi silla.

―Sí ―le dije cuando entré a su despacho.

―Sentate, Anita, sentate ―me dijo y lo hice―. ¿Qué te pasa, Anita?

―Nada, ¿por qué?

―Estás con cara de preocupada.

―¿Eh? ¿Yo? No…

―Sí, sí, ¿de dónde venís?

―Eh… de una reunión con Martín, por lo del sistema.

―¿Y qué? ¿Te pasó algo en la reunión?

―No, no, no me pasó nada ―le dije, sintiéndome descubierta. Tal vez se notó.

―¿Seguro, Anita?

―Sí, sí, seguro, seguro.

―¿Y todo bien con el sistema?

―Sí, sí, todo bien.

―¿Te parece que Tincho lo tendrá listo para la apertura de la sucursal de Mar del Plata?

―Sí, supongo que sí, lo de procesos ya está todo, salvo lo de riesgo crediticio, eso hay que hablarlo con la empresa de informes comerciales.

―Ah, sí, sí, ya me había dicho Tincho algo de eso. Ocupate, Anita, mirá que yo estoy con el tema de mis impuestos.

―¿Y alguna novedad más con eso?

―No, Anita, nada, les di a los contadores el resumen que armaste. Están estudiando todo, vamos a ver qué pasa ―me dijo y subió las cejas. Luego bostezo y estiró los brazos ―Ay, Anita, Anita, ¿qué te tenía que decir?… ah, sí, sí, mirá, ya tenemos la fiesta de la empresa organizada, eh, es en dos semanas más o menos, un miércoles a la noche.

―Ah, ¿ya?, ¿tan pronto?

―Sí, Anita, sí, conseguí un buen boliche, me lo dejan barato.

―Ah, qué bien.

―Sí, sí, eso bien, Anita, pero te quería preguntar otra cosa, ¿viste lo de la consulta a los empleados por lo de las actividades o las sugerencias para que trabajen más contentos?

―Sí.

―Bueno, Anita, a ver qué te parece, ¿hago anónima la consulta o que todos pongan nombre y apellido?

<<Por lo que yo voy a pedir, me parece que va a convenir que sea anónima>>, pensé y dije:

―Anónima, sí, anónima es mejor. La gente se va a poder expresar con mayor libertad me parece.

―Sí, sí, Anita, yo también había pensado lo mismo. Que sea anónima. Ya le digo al gerente de recursos humanos que la formule así.

<<Ah, tengo que llamar a la empleada de recursos humanos por mi BlackBerry>>, recordé.

―Está bien.

―Y lo del video institucional ya está encaminado, Anita. Ya van a venir a filmarnos a todos en estos días.

―Ah, bien, bien.

―Y lo del concurso de la frase de la empresa también lo lanzamos, pero quiero que se le dé mucha importancia, así que si tenés alguna reunión en estos días, en donde haya mucha gente, avisame, así voy yo antes y les refresco lo del concurso, ¿eh, Anita?

―Sí, sí, te aviso.

―Bueno, Anita, es todo ―me dijo y me puse de pie.

Regresé a mi escritorio esperando que Martín N. entrara por la puerta y me pidiera perdón de rodillas. También deseé encontrar un mail de él, o un mensaje en mi celular, o una llamada perdida. Me quedé con las ganas, como siempre. <<¿Por qué a otras mujeres los hombres las siguen, les suplican, se humillan por ellas? ¿Por qué a mí nunca me pasa?>>, me pregunté con rabia y llamé a Recursos Humanos.

―Sí, sí, ya verificamos que estás en el directorio, pero el problema es que en este momento no tenemos disponibilidad de equipos ―me dijo la empleada del sector.

―¿Cómo que no tienen disponibilidad?

―Se nos acabaron. Tenemos que esperar que la empresa telefónica nos mande más equipos.

―¿Y eso cuándo va a ser?

―Ni idea. Pero si lo necesitás urgente, lo que te puedo proponer es que te lo compres vos y nosotros te damos el chip de la empresa. Lo único: te reintegramos el valor del equipo pero al precio que nosotros lo pagamos, que, como compramos muchos, nos sale mucho más barato de lo que te va a salir a vos en un negocio. Te aviso por las dudas.

―Ah, no, pero no, no, no es lo que corresponde. Tengo que poner plata de mi bolsillo. ¡Pero si a todo el mundo se lo dieron gratis! ¿Por qué a mí no? ―dije y vi a Ernestina T. jugando con su BlackBerry. Me llené de bronca.

―No es mala voluntad. Es que no tenemos disponibilidad.

―Bueno, bueno ―dije, enojada, ya veré qué hago. Chau y corté.

Todavía tenía esperanzas de que Martín apareciera y se disculpara. Pero cuando se hicieron las ocho de la noche y tuve que retirarme de la empresa sin novedades de él, las perdí por completo.

Cabizbaja, caminé hacia la estación de tren rogando que el día siguiente me deparara un lindo encuentro con Orlando Duarte.

Martes

Buenos Aires, agosto de 2011.

Entré a la oficina. Salude a Bety y a Ernestina. Gustavo Almazán estaba en su despacho. Hablaba por teléfono. Por eso evité acercarme.

Observé que “el potus” ya había tomado posesión de su BlackBerry. Le había puesto una funda rosa, con dos o tres calcomanías para decorarla. Manipulaba el aparato y se reía al mirarlo. <<Seguramente está chateando con amigas, para eso lo necesita esta piba>>, concluí y  me indigné. Llamé a Recursos Humanos:

―No, no, no tengo un BlackBerry pedido para vos ―me dijo la empleada del sector que me atendió.

―¿Pero cómo no lo tenés pedido? Si mandé varios mails…

―No, no, pero no te corresponde un BlackBerry, porque trabajas en el archivo, ¿para qué lo necesitás? ―me preguntó.

―¡No! ―exclamé―. Yo no trabajo más en el archivo. Hace varios meses que trabajo en el Directorio.

―Pero en el sistema te tenemos en el archivo. 

―Ah, no sé, pero estoy en el directorio, no estoy más en el archivo. Desde hace mucho ya y necesito un BlackBerry. 

―Bueno, bueno, pero ya te dije que en el sistema figurás trabajando en el archivo.

―Pero yo estoy en el directorio. 

―Pero no lo veo en la pantalla. 

―Bueno, vení a verme acá si querés ―le dije. <<Bien, bien, a veces puedo contestar bien>>, pensé.

―Ah, ¿qué te vaya a ver al directorio decís? 

   ―Y si tenés dudas, sí, vení a verme acá, pero igual yo ya tengo en mis mail el nombre de mi puesto y el sector adonde estoy, eh. Lo tendrían que haber visto a eso cuando pedí el BlackBerry. Mandé varios mails ya. 

―Es que nosotros nos guiamos por el sistema, no por otra cosa, y vos no estás en el directorio,  pero dejame ver tu caso y te llamo más tarde, ¿ok? ―me dijo.

―Sí, sí, ok, ok, chau ―le dije y corté.

―¡Anita! ¡Anita! ―me llamó Gustavo Almazán.

Caminé hacia su despacho con las palabras de mi padre en la mente: “Te va a volver a hablar de casamiento, vas a ver, vas a ver…”

―Sí, hola, ¿qué tal? ―le dije al saludarlo con un beso.

―Mal, muy mal, muy mal. Cerrá la puerta, Anita ―me dijo, compungido.

―¿Por qué? ¿Qué pasó? ―le dije mientras la cerraba.

―Sentate, Anita, mirá ―me dijo y puso sobre su escritorio dos carpetas que parecían expedientes públicos ―: esto es un procedimiento de determinación de impuestos que me hicieron. Dicen que presenté mal las declaraciones de ganancias y que debo dos millones de pesos.

―Ah…

―Me llamó mi contador ayer a la noche, Anita. Hoy temprano nos reunimos y saqué copia de todo. No sé qué hacer, Anita, no sé qué hacer. A Maradona le cortaron las piernas, pero a mí, a mí, no sé qué me cortaron. Todo, todo me cortaron con esto, Anita ―me dijo, con los ojos mojados.

―Bueno, ¿pero dos millones?, ¿quebrás si tenés que pagar eso?

―No, Anita, no quiebro, pero dos millones… ¿sabés lo que puedo hacer yo con esa plata? Abrir más sucursales, dar laburo a la gente, porque yo, está bien, gano plata para mí, pero también doy laburo, Anita, laburo bueno, porque pago todas las cargas sociales de los empleados, vos lo sabés. No dejo a ninguno sin registrar.

―Sí, sí, ya sé…

― Pero ahora, nada, Anita, le tengo que regalar dos millones de pesos al estado. No es justo, Anita, no es justo.

―Bueno, ¿pero ya es definitivo?

―No, Anita, no, hay una última esperanza, ¿ves estas dos carpetas? ―me dijo y puso sus manos sobre ellas―.Tengo diez días para contestar las acusaciones que me hacen ―agregó y yo observé las carpetas. Podrían contener doscientas hojas cada una ―Mañana me vuelvo a reunir con el contador  y quiero saber bien cómo es todo.

―¿Y qué tenés que decir en la contestación?

 ―Demostrar que no tengo que pagar lo que me piden, Anita. Mirá, yo tengo un equipo de contadores y de abogados aparte de esta empresa, porque tengo otros negocios además de este, ya sabés.

―Sí, sí.

―Bueno, Anita, te pido que guardes reserva de este asunto, eh, porque esto no lo voy a manejar con la gente de acá. Lo voy a manejar con el equipo aparte y con vos, nada más.

―Sí, sí, está bien.

―Los contadores y los abogados están trabajando en esto, pero yo igual no me quedo tranquilo, Anita. Quiero ver yo bien cómo son las cosas. Imaginate que si tengo que pagar dos millones de pesos..,

<<Ya sé, te olvidas del casamiento>>, pensé.

―Me mato, Anita, me mato ―siguió―. Por eso vamos a hacer esto: vos agarrá una carpeta. Lee todo.

―Pero yo no sé mucho de impuestos, Gustavo ―me atajé.

―Ya sé, Anita, ya sé, pero es lo mismo. Leé todo, buscá las pruebas que tiene contra mí, fijate si las liquidaciones que figuran están bien, y haceme un resumen, de diez hojas como máximo. Yo leo la otra carpeta y hago lo mismo, ¿eh?.

―Bueno…

―Y hoy no te levantes de la silla hasta que no termines. Dejá de lado todo, Anita, dedicate a esto solamente, por favor.

―Ok ―le dije. Tomé la carpeta y regresé a mi escritorio.

La jornada transcurría. Yo leía y leía las copias del expediente. <<¡Dios, hoy me voy a ir de acá a las tres de la mañana si tengo que terminar con esto!>>, pensé cuando ya eran las cinco de la tarde y mi celular sonó.

―Hola. 

―Hola, Ana, Orlando habla. 

―Ah, sí, sí, ya vi que eras vos cuando leí el número, ¿qué tal? 

―Bien, bien, ¿y vos? 

―Bien, bien también. 

―¿Trabajando? 

―Sí, sí, trabajando.

―Yo también. Aproveché ahora para llamarte, pero si estás muy ocupada, te llamo más tarde…

―No, no, está bien ―le dije y observé que Bety me miraba.

―Ah, bueno, igual voy a ser breve. Te llamo para ver cuándos nos vemos, si mañana o el jueves, ¿qué te parece?

―No sé…, como a vos te venga mejor, yo no tengo problema.

―Y mira, mañana tengo el cumpleaños de un compañero de acá, de la sucursal del banco, ¿querés venir?

―Y… no sé, no conozco a nadie… 

―¿Pero tu amiga no va con mi jefe? 

―Ah, ¿mi amiga? No, no creo… 

―Ah… yo pensé que sí, por eso te dije de venir, perdón. 

―No, no, está bien. 

―Bueno, entonces lo dejamos para el jueves, ¿no?

―Sí, sí ―dije y mi teléfono interno comenzó a sonar. Bety me hizo una seña y levantó la llamada desde el suyo.

―¿Querés ir a cenar de nuevo? 

―Sí, sí, a cenar está bien. 

―¿A qué hora nos encontramos? 

―Ana, tenés una llamada ―me dijo Bety, con actitud de sargento.

―A las ocho y media, porque siempre salgo a la ocho de trabajar ―le dije a Orlando Duarte y le hice una seña a Bety para que hiciera esperar al que me estaba llamando.

―Sí, sí, me habías dicho ―me dijo Orlando Duarte y Bety me hizo otra señal para que cortara y atendiera la otra comunicación.

―Orlando, perdón, me están llamando por el interno.

―Ah, sí, sí, te dejo, te dejo, ¿arreglamos por mensaje de texto adónde nos encontramos el jueves?

―Sí, sí, por mensaje o nos hablamos. Nos vemos el jueves. Perdón.

―No, no importa. Un beso.

―Un beso ―le dije y corté.

―Es Martín N., Ana, ¿te lo paso a tu teléfono?

―Sí, sí , pásamelo ―le dije a Bety―. Hola ―saludé a Martín.

―Hola. Estoy acá con tu informe ―me dijo, afeminando la voz.

<<¡Uh! Este pibe empezó a atacar de nuevo. Me tengo que defender. Puedo, Puedo>>,pensé.

―Sí ―le dije, seca. Bety no me quitaba la vista de encima.

―Muy bueno tu informe, imprescindible. Cómo te luciste, eh

―No, no sé qué me querés decir ―dije y me di vuelta sentada en la silla giratoria, para quedar de espaldas a Bety.

―Eso, que me dejaste como un boludo y te llevas todos los méritos vos.

―Ay, no, eh, no digas boludeces porque no es así.

―Sí es así. Resaltó bien que yo hice todo mal y vos, todo bien.

―Porque no me quisiste consultar. Acordate.

―Sí, justamente por eso, por eso. Seguro que se lo dijiste a Gustavo para que estuviera prevenido cuando yo le presentara el sistema ―me dijo―. Ay, Gustavo, mirá, Martín no me consulta nada del sistema nuevo. No sé cómo lo va a hacer sin mi ayuda ―agregó afeminando la voz y pretendiendo imitarme.

<<Ay, ¡este pibe se arma cada historia! Se parece a mi papá>>, observé.

―No, nene, ya sabés que yo no soy así, ya trabajaste conmigo en Riesgo Crediticio, ya sabés que yo nunca busqué lucirme con nada, y menos a costa de los demás. No soy así, eh, yo no dije nada.

―¿Ah? ¿No? ¿Y cómo Gustavo supo que los procesos no estaban bien reflejados en el sistema nuevo si no se lo dijiste vos, a ver?

―Porque él sabe los procesos que quiere en la empresa ―le dije y vi que Bety se acercaba a un mueble que estaba muy cerca de mi escritorio.

―No, no sabe, qué va a saber Gustavo de procesos…

―Sí sabe, y para que sepas, el informe ese no es mío, bah, yo lo hice, pero después Gustavo lo vio y le agregó un montón de cosas, porque tiene mucha capacidad para ver las ineficiencias, para ver adónde puede reducir costos… ―le dije. Bety se puso a ordenar unas carpetas que estaban en el mueble.

―Sí, me imagino, es una luz Gustavo.

―Sí, sí, para estas cosas es una luz. Y además, ya te dije, laburaste conmigo. Ya sabés que no soy garca ―le dije en voz baja.

―No, bueno, sí, laburé con vos, pero nunca tuvimos mucho contacto. Igual te tenía como buena mina, eso sí, hasta que, obvio, pasó lo del mensaje…

―Ah, bueno, de nuevo con eso… ―le dije, de nuevo en voz baja.

―No,  de nuevo con eso, no, quedate tranquila, ya fue lo del mensaje, ¿ y qué pasa? , ¿por qué hablás bajo?, ¿tenés miedo de que te oiga Gustavo?

―No, nene, no tengo miedo, pero no quiero que me oigan discutir con vos ―le dije, en voz más baja.

―¿Y qué tiene si discutís conmigo? , ¿qué?

―Nada, pero no me tienen por qué oír acá. Ni Gustavo ni nadie.

― Claro, así le hacés ver a Gustavo que vos te llevas bien con todo el mundo, ¿no? ¿Qué le querés demostrar?, ¿qué sos la mujer perfecta, así te asciende a primera dama?

―Estás diciendo una cosa que no es y que no sé de dónde sacaste. Y además, es una falta de respeto. Sos muy ofensivo, nene.

―No, no, yo no te lo digo para faltarte el respeto ni para ofenderte, eh. Perdoname si se ve así, pero no, no. Yo te lo digo porque lo veo de afuera y me doy cuenta de que te estás esforzando al pedo, porque un tipo que sale con dos mujeres al mismo tiempo, por más lindo y por más guita que tenga, nunca, pero nunca, te va a hacer bien.

―No, sí, eso ya lo sé, pero no es el caso. No te preocupes ―le dije. Bety seguía ordenando carpetas en el mueble y me miraba de reojo. <<¡Puta!>>, pensé.

―No sé, a lo mejor le sacás ventaja desde ahora y yo soy muy inocente y no me doy cuenta…

―Yo no le saco ventaja de nada, nene.  No salgo con Gustavo, ya te dije. Pero si hablás de sacar ventajas, no sé, a lo mejor querés ver en los demás algo de vos mismo ―dije y me felicité.

―No, no te entiedo, ¿qué es ver algo de mí mismo?, ¿qué querés decir con eso?

―Nada, acordate de cuándo estábamos en Riesgo Crediticio y salías con Analía Bagayo, ¿no te ascendieron de categoría por eso?

―No…no …. ― dijo y percibí un tono de sorpresa en su voz―, a mí nunca me ascendieron de categoría cuando estaba en Riesgo Crediticio. Están diciendo una cosa grave,  mirá que no es así, eh.

―Bueno, es lo que decía todo el mundo en Riesgo Crediticio, que salías con Analía Bagayo para subir categorías.

―Pero no fue así. Es una infamia lo que me estás diciendo.

―¿Y vos qué me decís, eh?

―Nada te digo, pero lo mío no fue así. Jamás me ascendieron de categoría y no salí con Analía por eso. Lo vas a ver, lo vas a ver… ―dijo y nos quedamos en silencio ―. Bueno, tengo dudas con tu famoso informe y necesito consultarte ―agregó luego―. Pero decile a Gustavo que necesito consultarte, eh, así te lucís, no te olvides.

―No, no me olvido, ahora le digo… ―le dije, burlándome.

―Ok, decile, te espero, te espero… ―me dijo y se produjo otro silencio.

―Bueno, dale, ¿Cuándo nos juntamos? ―le pregunté luego.

― ¿Ahora podés?

―No, no, estoy con una cosa urgente. Ahora no puedo

―¿Y más tarde?

―No, no, tampoco. Ya son más de la cinco y tengo que terminar algo que no sé cuánto tiempo más me va a llevar. No, hoy es imposible. Mañana a la mañana puede ser…

―No, no, mañana a la mañana tengo reunión con mi coach. No puedo.

―¿Coach?

―Sí, coach, ¿no sabés lo que es?

―Sí, sé lo que es, pero no sabía, ¿qué? , ¿los gerentes van a coaching?

―No, no, no es de la empresa, me lo pago yo porque lo necesito ―me dijo. <<Ferni tenía counselor, Martín tiene coach. Yo soy muy antigua yendo a un psiquiatra>>, pensé.

―Ah…

―Pero ya hablé con Gustavo para que me dejara hacerlo en horas de trabajo, por si le querés avisar, te digo que ya le dije, eh.

―No, no le quiero avisar.

―Bueno, te decía por las dudas… ¿y qué hacemos? ¿Mañana a las tres podés?

―Sí, sí, mañana a las tres está bien. ¿En dónde?

―No sé… ¿en mi despacho te parece?

―Sí, sí.

―Está bien, quedamos así. Te espero. Chau.

―Chau ―le dije y corté.

Seguí leyendo el expediente un rato, hasta que me di cuenta que Bety se había metido en el despacho de Gustavo Almazán, había cerrado la puerta y conversaba con él.

<<Seguro que le está contando lo que pudo escuchar de mi conversación con Martín, pero hoy va muerta, porque con una deuda de impuestos de dos millones de pesos, Gustavo no le va a dar bola>>, pensé y me quedé tranquila.

Cuando se hicieron las ocho de la noche, llamé a mi casa para avisar que iba a regresar muy tarde:

―Ah, ¡venís tarde!, entonces se te tiró un lance Almazán y salís con él, ¿no? ―me dijo mi padre, entusiasmado.

―No, no, papá, tengo que trabajar, porque Almazán está con un problema de impuestos, tiene que pagar como dos millones que no declaró y lo pescaron. No creo que esté pensando en el casamiento, eh

―Ah, entonces ya lo tienen junado. Ya saben que es narco. Empiezan por los impuestos, pero después van a llegar a la cocina de cocaína, vas a ver. Qué cagada, che, justo lo agarran ahora que se quería casar. Tenés mala suerte, eh.

―No digas más pavadas, papá, ¡basta! ―le dije y pedí al cielo que en la empresa nadie grabara ni escuchara las conversaciones telefónicas privadas de los empleados.

―Mejor renuncia ¡Renuncia ahora porque te van a agarrar a vos también por cómplice!

―Ay, no, papá, no, no, te dejo, no sé a qué hora vuelvo, decile a mamá que me deje comida, por las dudas.

―Ojo si te trae Almazán, eh, fijate que no lo siga la policía… ―siguió mi padre. Lo interrumpí cortando la comunicación sin hacer nuevos comentarios.

A las nueve de la noche descubrí con alegría que solo me quedaban leer dos hojas del expediente. Pero me faltaba terminar el resumen, que era bastante.

―Anita, ¿cómo vas? ―me preguntó Gustavo Almazán cuando se acercó a mi escritorio. Estábamos solos en el lugar, desde la seis de la tarde, pero él no se había levantado de su sillón y yo tampoco de mi silla.

―Me queda poco…

―Ah, bien, bien, sos rápida, Anita, a mí me queda la mitad todavía. ¿Y? ¿Sacaste algo en en limpio? ¿Las liquidaciones están bien?

―Hay cinco liquidaciones acá. Tres están bien, pero solamente comparadas con los datos de esta empresa, no tengo los datos de tus demás negocios. Y dos están mal.

―¿Dos mal? ¿Para menos o para más?

―No, no, para menos, para menos. Una me da doscientos cincuenta y cuatro mil pesos menos y la otra, ciento diez mil.

―Ay, Anita, Anita, gracias, gracias, ¿cómo lo viste?

―Lo comparé con las declaraciones de esta empresa, no da lo que dicen ellos, a  menos que después cuestionen otras cosas, claro, pero eso lo verás con tus contadores.

―Sí, Anita, lo veo, mañana les digo. Pero bien, Anita, bien, ya es mucha guita menos. Yo sabía, yo sabía.

―Yo creo que sí, porque son muy prolijos en Contabilidad. Por lo que venga de esta empresa está todo bien.

―Espero, Anita, espero. Tengo hambre, ¿comemos algo?

―Uy, sí, sí, yo también tengo hambre ―le dije.

―Bueno, Anita ―me dijo y sacó la billetera del bolsillo de su pantalón ―, andá a Mac Donald’s y comprá. Tomá ―agregó y me dio cien pesos.

<<¡Puto! ¿Me haces ir a mí?>>, pensé y tomé el dinero.

―Acordate de que mi Big Mac va sin pepinos, Anita, por favor ―me dijo.

―Sí, sí, me acuerdo ―le dije, resignada, y salí de la oficina.

Regresé con la comida. Nos sentamos en mi escritorio y empezamos a comer.

―Anita ―me dijo Gustavo Almazán y se metió en la boca un puñado de papas fritas―, ¿todo bien con el sistema nuevo?

―Sí, sí, todo bien.

―Ah, ¿hoy hablaste con Tincho, no?

―Sí, sí, hablé con él.

―¿Y todo bien?

―Sí, sí, todo bien.

―¿Qué te dijo?

―Nada, tenía algunas dudas. Se quería reunir hoy conmigo, pero como estaba con esto de los impuestos tuyos, le dije que no.

―Ah, sí, sí, hiciste bien, hiciste bien. ¿Pero todo bien con Tincho? ¿No discutiste con él?

―No, no discutí.

―Decime si discutís, o si tenés algún problema con alguien, eh.

―Sí, sí, te digo, pero no, no tengo ningún problema con nadie.

―Bueno, Anita ―me dijo, se puso de pie y agarró su comida―, sigo comiendo en mi escritorio, así adelanto, que a mí me queda más que a vos ―agregó y se alejó.

A las once menos cinco de la noche, terminé con el trabajo. Entré al despacho de Gustavo Almazán y le dejé el resumen sobre el escritorio.

―¿Te vas, Anita?

―Y sí, ya terminé, no sé, ¿querés algo más?

―No, no, yo también me voy, no puedo más. Sigo en mi casa. O si no, lo ves mañana vos.

―Bueno.

Salimos de la oficina juntos y en el pasillo, Gustavo Almazán me preguntó:

―¿Ahora cómo te volvés a tu casa, Anita?

―En tren ―le dije y apreté el botón para llamar al ascensor. <<Pero si me llevas, no hay problema, eh>>

―Bueno Anita, andá con cuidado. Chau ―me dio un beso―Voy al baño ―agregó y se alejó por el pasillo.

<< ¡Con los antecedentes que tiene!, ¿por qué esperaba que me llevara a mi casa? No puedo ser tan boluda>>, me dije.

Entré al ascensor y caí en la cuenta de que la empleada de Recursos Humanos no había vuelto a llamarme por el asunto de mi BlackBerry. <<Mañana la llamo apenas llego>>, pensé y  el ascensor se detuvo en el cuarto piso. Abrió sus puertas y entraron Gastón F. Ezequiel Z. y Claudio C., mis excompañeros de Riesgo Crediticio, que todavía terminaban su jornada a las once de la noche.

Varias veces me los había cruzado en la empresa y los había saludado con un “Hola”, sin darles un beso. Esta vez ellos hicieron lo mismo. Después de la expresión de sorpresa que sus rostros adoptaron al verme ahí a esa hora, solo me dijeron “Hola” y entraron al ascensor. Se quedaron cerca de la puerta y me dieron la espalda.

―Ay, ay, cuando las cosas se abren, se abren… ―dijo Claudio C. ,riéndose.

―En la medida justa para que pasen otras… ―agregó Marcelo F.., también riéndose.

―¿Pero estará bien abierta? ―preguntó Claudio C.

Seguro, no, eso ya está, olvidatele respondió Marcelo.

―Y se ve, ¿no? Muchos cambios. Se ve que hay buena abertura. La del ascensor digo yo, eh, no sé ustedes, porque va y viene bien por el agujero ―dijo Gastón F., quien había sido mi amigo cuando trabajábamos en Riesgo Crediticio, pero luego, nunca tuvo reparos en reírse o burlarse de mi virginidad tardía.

―Sí, yo también hablaba del ascensor, eh. ¿ o de qué otra abertura se puede hablar acá? ―preguntó Marcelo F. y las puertas se abrieron, porque habíamos llegado a la planta baja. Mis excompañeros salieron del ascensor, sin saludarme. Yo dejé que se alejaran, mientras los insultaba en mi mente.

Lunes (III)

Buenos Aires, agosto de 2011.

<<Ay, ¿qué le digo? Bueno, no es para tanto, solamente es una broma, se la sigo>>, pensé.

―Jijiji, sí, sí, nos ca… casamos ―le dije tartamudeando y lo miré riéndome.

―¿Sí, Anita? ¿Nos casamos?―me preguntó sonriendo.

―Sí, sí, jijiji ―dije y bajé la vista.

―¿¡Y no le hiciste caída de ojos en ese momento!? ¡No, ya sé, no le hiciste! ¡No le hiciste! ―exclamó mi padre cuando le conté lo sucedido con Gustavo Almazán.

―Ay, papá, pero, ¡pará!, ¡pará!, que no te terminé de contar.  Y además te dije que lo miré riéndome, eso es casi una caída de ojos, ¿o no?

―¿Y qué sé yo? ― dijo mi padre.

―Pero, papá, ¡¿tanto me jodes con la caída de ojos y no sabés cómo es?!

―Me doy cuenta cuando una mujer la hace, pero no sé los pasos, no leí un manual, eh. Que te diga tu mamá.

―No, yo no hice nunca eso, no digas pavadas ―dijo mi madre.

―Qué no, vamos… ―le retrucó mi padre.

―Sabés que yo nunca te hice ninguna insinuación a vos, che, caíste solito ―le dijo mi madre, indignada.

―Bueno, habrás hecho caída de ojos con otros.

―No, no hice, ya sabés, si no me hubiera enganchado a uno mejor que vos, eh.

―Ay, bueno, mamá, entonces no me trates de boluda a mí. Soy parecida a vos.

―No, no sos parecida a mí, pero,  ¿qué pasó después?, ¿qué te dijo Almazán? Eso quiero saber ―me intimó mi madre.

―Mirá que si no nos casamos, Anita, en “The Biggest” van a decir que nadie nos regaló nada, eh ―me dijo él.

―Ah, sí, jijiji ―le dije y lo miré sonriendo.

―¿Y él que hizo? ¿Se te tiró un lance en ese momento? ―preguntó mi padre, con los ojos bien abiertos.

―Ay, no, Ana está cenando con nosotros, acá, en casa. Si Almazán se le hubiera tirado un lance hoy, ahora estaría con él ―dijo mi madre y bajó a mi padre de la nube de ilusión en la que había entrado recién.

―No sé, mamá. No me gusta Almazán, ya sabés, no me lo banco. Solamente me subiría la autoestima que se fijara en mí, solamente eso, porque es un tipo lindo, con plata, que puede tener a la mujer que quiera. Si me eligiera, sería un halago, pero no creo que yo pudiera tener una relación con él.

―Claro, vos preferís a un tipo con problemas, que no se le para ―me dijo mi madre.

―Mamá, eso es otra cosa, pero sí, antes que a Almazán prefiero a Orlando Duarte.

―Bueno, bueno, interrumpen con otras cosas y no me dejan saber qué pasó al final, ¡qué me importa Orlando Duarte!, ¿que hizo Almazán?, ¿qué hizo? Eso quiero saber ―inquirió mi padre con ansiedad.

―No dijo nada, solamente me sonrió, pero con un dejo de seriedad, que me pareció raro. Sospeché que había algo más que una broma, pero bueno, no sé, porque el tipo está de novio con una chica de veinte, divina. Y no me parece que se pueda fijar en mí―les dije a mis padres.

―¡Pero si en el mail que te mandó cuando se armó el quilombo con la ropa te lo dijo! Te dijo que le parecías atractiva. Se lo dijo a tu tía también. Ella me lo contó. El tipo te ve bien. ¡No te tires siempre abajo, por favor, Ana, por favor! ―exclamó mi madre.

―Bueno, no sé, pero me debe ver vieja, el tipo sale con una de veinte, ¿entendés, mamá?

―¡Qué tiene que ver eso!

―Bueno, pero contá qué pasó, no hagan más interrupciones ―pidió mi padre.

―Bueno, no pasó nada, nos cruzamos las miradas, los dos sonriendo y yo bajé la vista de nuevo. Es que tenía el pelo todo mal, por la lluvia, así que muy segura no estaba. Y aunque lo hubiera estado…

―Siempre la cagas con algo…―acotó mi madre.

―Bueno, mamá, pero igual avancé bastante, y falta, porque después hubo otra cosa, eh.

―¿Qué? ¿Te dijo algo más? ―preguntó mi padre.

―No, no, en ese momento no. Caminamos por el shopping un rato en silencio, hasta que mi celular sonó.

―Ah, ¿quién es el boludo que te llamó? ¡Justo te interrumpió! ―exclamaron mis padres al mismo tiempo.

―No, nadie importante, alguien de la empresa ―mentí.

Mis padres habían sabido que Martín N. , hacía dos años, me había acompañado una vez en el tren y luego me había llamado y hecho escuchar la canción “Something” por teléfono. También habían creído que él, después, no se había acercado más a mí. Nunca les conté lo que realmente había pasado, pues no quise que se enteraran que Samuel me había metido en un gran lío con un mensaje de texto ni que Martín supuestamente había tenido algo que ver con Verónica ni que ella le había hablado acerca de mi virginidad tardía, y mucho menos que supieran que en Riesgo Crediticio todo el mundo había conocido la noticia.

Tampoco les conté lo que había pasado con Martín desde que él había vuelto a la empresa. Por eso no les dije en esta oportunidad que la llamada que recibí cuando caminaba por el shopping junto a Gustavo Almazán, era de Martín N.:

―Hola, me están cargando, ¿no? Ustedes dos me están cargando ―me dijo Martín, enojado, con tono acusador.

―No, no, ¿qué pasa ahora? ―le pregunté.

―Gustavo me mandó un mail con un archivo que habla de procesos y Six Sigma, que es una mezcla de copia y pega de varios libros y que está hecho por Rubén G. , no por vos, eh. Son doscientas hojas que no dicen nada concreto, nada de los procesos de esta empresa.

―¿Qué pasa, Anita? ¿Quién es? ―me preguntó Gustavo Almazán

―Ah, ah, se habrá confundido ―le dije a Martín―. Es Martín, de sistemas ―me dirigí a Gustavo.

―Bueno, si lo tenés a Gustavo al lado, o encima, decile que no se confunda más, porque me hacen jugar una carrera contra el tiempo sin darme los elementos ―me dijo Martín.

―No es para tanto, ahora le digo que te lo mande bien, no te preocupes ―le dije. <<¿Por qué me dijo “encima”?>>, me pregunté.

―Pasamelo, Anita, pasamelo ―me dijo Gustavo Almazán y me sacó el teléfono de la mano.

―Tincho, querido, ¿qué pasa?… sí… ah… bueno… ahora lo busco… sí, vi la palabra “procesos” y me confundí… no, no, está bien, con eso no ibas a hacer mucho. Quedate tranquilo, Tincho, ahora te lo mando. Chau, Tincho ―le dijo Gustavo Almazán y cortó la comunicación sin hacer comentario al respecto. Luego, le envió el mail correcto a Martín.

Cuando llegamos a la caja de Mc Donald’s, me preguntó:

―¿Qué vas a comer, Anita?

―La ensalada del chef.

―¿La ensalada?

―Sí ―le dije y el teléfono de Gustavo Almazán comenzó a sonar.

―¡Uy! ―dijo al mirar el display ―. Esta llamada la estaba esperando. Pedime el combo del Big Mag, pero sin ———— ―agregó mientras se alejaba de mí unos pasos y atendió el llamado. No alcancé a escuchar las últimas palabras que pronunció. ¿Sin qué cosa me dijo? No lo sabía.

Hice el pedido en la caja y, cuando llegó el momento de pagar, miré a mi alrededor y lo vi sentado a una mesa. Seguía con el teléfono pegado a la oreja.

―¿Tuviste que pagar! ¡Y todavía no cobraste el aumento! Con toda la guita que tiene el tipo. Encima con eso…―se quejó mi padre cuando le conté el incidente.

―Bueno, ¿qué querías que hiciera? No le iba a ir con el ticket a pedirle el reintegro, ¿no? ―le dije y el enano maldito se apareció en mi mente. Él lo hubiera hecho, sin problemas.

Y después de pagar, fui con las dos bandejas, una en cada mano, haciendo equilibrio, hasta el lugar en el que estaba sentado Gustavo Almazán. Sin accidentes, pude dejarlas sobre la mesa.

―¿Sabés con quién hablaba, Anita? ―me dijo Gustavo Almazán cuando cortó la comunicación.

―No ―le dije y él sacó la tapa de pan de arriba de su Big Mac.

―Con un empresario que me ofreció un negocio que aparentemente está muy bueno, Anita, muy bueno. Quiere construir un estadio cubierto en Mar del Plata, con capacidad para veinte mil personas.

―Ah, qué bien, qué bien….

―Sí, sí, Anita, es para recitales y esas cosas, me interesa, me interesa.

<<Ay, ya me veo con qué me va a salir, voy a tener que trabajar mucho en el asunto del estadio. Va a ser peor que lo del chileno, no voy a poder dormir en meses>>, pensé.

―Anita, el Big Mac tiene pepinos.

―Sí, sí, tiene.

―Te dije que lo quería sin pepinos, Anita.

―Ah, no, no te oí, perdón.

―Anita, estás muy dispersa, ya te dije. ¿Qué te pasa?

―No, no, nada, pero siempre comés el Big Mac con pepinos, no sabía, no te oí…

―Sí, sí, lo como siempre con pepinos, pero tengo acidez  y mi mamá me dijo que me estoy alimentando mal, así que empiezo por suprimir los pepinos, ¿son ácidos los pepinos, no?

―No sé…

―Bueno, Anita, yo tampoco sé ―me dijo y volcó el contenido de un sobre de mayonesa en la hamburguesa ―, pero cuando tenga acidez de nuevo me voy a acordar de vos ―agregó y mordió el Big Mac.

―Bueno, los hubieras saca… ―no me salió el “do.”

―Anita ―dijo cuando terminó de masticar ―, este tipo de Mar de Plata es un empresario apasionado por la ciudad, tiene un montón de negocios, bares, boliches, balnearios. Fue el que me presentó al franquiciado de allá.

―Ah…

―Y ahora me ofreció poner guita en este negocio del estadio, ¿te parece bueno, Anita?

―Y no sé…

―Porque la construcción del estadio cuesta veinte millones de dólares.

―¿Eh??

―No, no, Anita, no te asustes, yo no voy a poner todo, además no tengo veinte millones de dólares. Va a haber muchos inversores más, por supuesto. Pero no sé, no sé, ahora cuando vaya a Mar del Plata, para la apertura de la sucursal, voy a ver los negocios de este tipo, quiero saber si tiene respaldo para llevar adelante el proyecto.

―Y sí, sí, eso hay que verlo antes de poner la plata.

―Sí, Anita, pero esto me prendió una lamparita, porque ahora me interesa el negocio de traer cantantes de afuera, tipo Madonna, Pearl Jam, todos esos, ¿debe dejar buena guita, no?

―Ay, no sé…

―Bueno, Anita, si no sabés, averigualo. Primero, quiero que calcules la rentabilidad que puede tener un estadio con la capacidad que te dije y después averiguá con cuánta guita se quedan los empresarios que traen cantantes extranjeros para hacer recitales en Buenos Aires.

<<Ay, ¿de dónde voy a sacar esa información?>>, pensé y dije:

―Bueno, pero no sé, nadie te va a decir cuánto gana. ¿Cómo lo averiguo?

―Anita, Anita, ese es tu problema ―dijo y se metió un puñado de papas fritas en la boca ―. Y otra cosa más ―agregó masticándolas―, México, Anita, México.

―¿México qué?

―Que México puede ser un buen país para lanzar “Empresa Pedorra Internacional”.

―Ah, ¿y  por qué?

―No sé, se me ocurrió. Lo de Chile no salió, vamos por México ahora. Así que, Anita,  necesito que averigües toda la cadena de comercialización de electrodomésticos allá, todas las empresas, todo. Hacé un estudio del mercado completo, incluyendo el negocio financiero anexo.

―Bueno, sí, sí,  lo hago, lo hago ―dije. <<¡Uy, Dios! ¿Cuánto tiempo me va a llevar hacer algo así? ¿Mi conocimiento sobre novelas mexicanas me ayudará? No creo. Mejor que me olvide de poder aprobar alguna materia de la facultad este año>>, pensé con una sensación de frustración.

―Lo más rápido que puedas, Anita ―siguió hablando mientras masticaba otro pedazo de Big Mac ―.Y ahora vamos a “The Biggest”. El video institucional, Anita, ¿qué me decís de eso?

―Ah, no, no sé ―dije. <<Siempre le suena el teléfono a cada rato. ¿Por qué hoy no le suena? Que le suene, por favor, así me deja de joder>>, rogué al cielo.

―Tenemos que hacer cosas para los giles, Anita.” The Biggest” colabora con Unicef, nosotros vamos a colaborar con Greenpeace, ¿es más cool, no? Los mato con eso.

―Y no, no, no sé, no me parece, estamos en un país subdesarrollado, hay gente que pasa hambre, y preocuparse por el medio ambiente dándole plata a Greenpeace, no sé, me parece que hay cosas más urgentes.

―¿Y las generaciones futuras, Anita?

―Pero si en un país hay ahora chicos desnutridos o sin educación, la verdad es que las generaciones futuras no me importan. Es mi visión, por ahí estoy equivocada, pero me parece así.

―No, no, está bien, pero queremos que Empresa Pedorra deje de ser una marca orientada a un público de clase media baja, Anita, y a la gente de clase media alta les va eso del medio ambiente, es cool, ya te dije, así que vamos por Greenpeace.

―Bueno, no sé, no me parece. Si vas a donar plata, no sé, construí una escuela, algo más necesario.

―No, Anita, ¿yo? , ¿donar plata? No, Anita, ¿vos te crees que la plata que dona “The Biggest” a Unicef es de ellos?

―Y sí, ¿ de quién es entonces?

―No, no, Anita, ahí debe haber algún curro. No, en Empresa Pedorra vamos a hacer que le gente, si quiere, done a Greenpeace una parte del vuelto de las compras que nos hagan. Y si compran con tarjeta “Pedorra Gold”, les podemos ofrecer que donen diez pesos y sorteamos una moto entre los que donaron, ¿te parece?

 <<No, no me parece, ¿pero para qué insistir?>>, pensé y dije:

―Bueno, sí.

―Son para los giles esas cosas, Anita, yo no voy a poner un mango ―dijo y se puso otro puñado de papas fritas en la boca ― ¿Y viste todo lo que hace “The Biggest” con los empleados, las fiestas, las actividades?

―Sí, sí, vi, vi.

―Bueno, Anita, vamos a hacer una fiesta para toda la empresa.

<<Ay, no, no, eh, no, yo no voy a organizar una fiesta, ni se te ocurra>>, pensé.

―Ah, ¿y en dónde? ―pregunté.

―No sé, Anita, alquilaremos un boliche, no sé, después lo veo con Bety a eso. Pero lo de las actividades, lo del incentivo a los empleados que hacen en “The Biggest”, ¿qué te parece, Anita? ―me preguntó y su teléfono comenzó a sonar. Miró el display y apretó un botón. No atendió la llamada. Algo muy raro en él.

―Bueno, hay algunas empresas que dan cursos en horas de trabajo, de fotografía, de pintura, baile, ya lo sabía, no es la única “The Biggest.”

―Sí, Anita, yo también lo sabía, son más boludeces para giles, pero no vamos a ser menos que “The Biggest”, eh. Se me ocurrió hacer una encuesta entre todos los empleados para que ellos propongan qué tipo de actividades de recreación o qué recomiendan que hagamos para que trabajen más contentos. Que en Empresa Pedorra elijan los empleados, ¿no, Anita?

―Sí, sí, eso está bien.

―Y “The Biggest, una empresa generadora de bienestar”, ¿qué tenemos nosotros para decir de eso, Anita?

―Ah, no sé, no sé… ―dije. <<¿Por qué no atendió la llamada? ¡No lo aguanto más! No me va a dejar comer>>, pensé.

―Nosotros no tenemos frase así, Anita. Hay que hacer una. Igual, no me gusta la frase de “The Biggest”, le falta algo, es muy fría. Y yo quiero algo sensible, con más sentimiento. Nosotros tenemos que ser más sentimentales, Anita, que la gente vea que somos mejor gente. Se me está ocurriendo que sería bueno que la frase nuestra fuera con la palabra “corazón”, ¿no?. “Empresa Pedorra, tenemos un gran corazón”, o algo así, Anita, ¿no?

―Es muy trillado.

―¿Te parece?

―Sí, me parece.

―Bueno, pero algo así quiero. Habría que contratar a un buen publicista para que haga la frase.

―Sí…

―O no, porque esos también laburan para la giles, Anita, ¿no?

―Ay, no sé, no tengo la menor idea.

―Porque a cualquiera se le puede ocurrir una buena frase, ¿no?

―Sí, eso puede ser.

―Ah, ah, Anita, me viene, me viene… ―dijo y miró hacia arriba.

―¿Qué te viene? ―pregunté alarmada. <<¡Uy, no, no, este tipo va a tener un ataque de algo!>>, me imaginé.

―La idea, Anita, la idea me vino ―dijo, me miró, y me tranquilicé.

―Ah…―<<Está loco, está loco>>, me dije.

― Es buena, escuchá: ¿si hacemos un concurso entre los empleados? El que hace la mejor frase para la empresa, de cinco o seis palabras como máximo, incluyendo “corazón”, gana, ¿te parece?

―Sí, sí, está bueno, está bueno.

―Y podemos abrir los sobres, elegir al ganador en la fiesta. Y no gasto un peso, Anita, bah, solo gasto en la fiesta.

―Bueno, pero un premio le vas a tener que dar al que gane el concurso de la frase.

―Ah, sí, sí, un premio, bueno, en eso puedo ser generoso, ¿una notebook?

―Sí, sí, está bien, está bien una notebook, buena idea.

―Sí, Anita, buena idea.

―Y lo de México lo querés rápido, ¿ para cuándo más o menos? ―volví a la cuestión porque estaba preocupada. La carga de trabajo me estaba superando ―. Así me organizo…

―Hacé lo que puedas, Anita, no te preocupes. Yo quiero todo rápido, pero la verdad es que tendría que parar un poco, tantos negocios no me dejan tiempo para nada más y ahora me tengo que ocupar también de resolver el problema familiar.

―¿Por qué? ¿Qué problema familiar tenés? ―pregunté intrigada.

―El problema familiar que tengo es el casamiento, Anita, formar una familia, ya estoy grande ―dijo y me miró a los ojos.

―Ah, ah… ―dije. <<Este tipo ve al casamiento como un problema más que tiene que resolver>>, observé.

Gustavo Almazán subió las cejas, como invitándome a decir algo más:

―Eh… bueno… entonces te vas a casar con Sabri , ¡qué bien! ―dije.

―No, no, Anita, no, ni loco me caso con Sabri, no va más eso.

―¿Ah? ¿No?

―No, Anita, no, es muy chica, necesito estar con una mujer más grande, que se me acerque más en edad.

―Ah, bueno, qué lástima, porque Sabri es buena chica… ―dije. <<¿Por qué me está diciendo esto?>>, pensé.

―Sí, sí, es buena Sabri, pero está en la boludez, en ir a cumpleaños de amigas, en estar conectada a Facebook todo el día. No, no va, no va la cosa con ella. No me gusta.

―Pero siguen juntos todavía ―afirmé.

―No, o sí, o más o menos, Anita, pero no, no voy a seguir la relación. Lo que pasa es que ella no quiere cortar y como yo no tengo otra cosa… si la tuviera sería diferente…

―Ah…

―¿Y vos estás de novia, Anita?

―No, no…. ―dije―. Ahora no ―agregué, como si alguna vez lo hubiera estado.

―Estuviste bien, estuviste bien ―me dijo mi madre al respecto―. ¿Ves que a veces podés no ser tan boluda? Muy bien estuviste. Que Almazán piense que estás sola, pero que es una excepción, una cosa del momento. No que nunca enganchaste a un tipo.

―Ah… ―me dijo Gustavo Almazán y volvió a subir las cejas y a mirarme a los ojos ―A mí me gustaría tener muchos hijos, cinco por lo menos, me gustan las familias grandes, ¿a vos, Anita? ―agregó luego.

―¿A mí?? Eh… no sé, sí, también, pero tengo treinta y uno. Al menos que los tenga muy seguidos, me parece que ya la edad no me da para tener muchos hijos.

―No, Anita, tenemos ―dijo―, tenés ―se corrigió y se pasó la servilleta por la boca― tiempo, hoy en día hasta los cuarenta y cinco una mujer puede tener hijos.

<<¿Este tipo está pensando en mí para casarse?>>, me pregunté asustada.

―Sí, sí, eso sí, hoy en día se estiró la edad fértil de la mujer, pero no sé, por un lado me gustaría tener muchos hijos, pero por el otro, bueno, ya tengo casi dos carreras universitarias, y tener muchos hijos supondría dedicarme de lleno a ellos, dejar de lado todo ―le dije.

―Ah, sí, sí, Anita, sí, con muchos hijos tenés que vivir para ellos, ¿pero qué problema te hacés por eso?

―Que tengo que trabajar. Aplicar, hacer algo con lo que estudié.

―No, no, pero si tu marido trabajara y tuviera plata, ¿para qué vas a trabajar vos también? ―me dijo mirándome a los ojos y me asusté más de lo que ya estaba.

―Eh… bue… bueno, en ese caso, no sé… ―le dije y bajé la vista. Clave el tenedor en la ensalada.

― ¿Por qué, Anita?, ¿no te gustan las cosas de la casa?, ¿cocinar no te gusta?

―No, no, no hago nada, no me gusta ―dije sin mirarlo. <<Si buscas una sirvienta, conmigo vas muerto>>, pensé.

―Ah…

―Además, me sentiría frustrada si me quedara en mi casa cuidando chicos solamente. Me gustaría trabajar.

―Ah, sí, sí, estudiaste mucho, claro, no, no, claro, claro, haber hecho tanto esfuerzo para nada, no, claro, no, para ser ama de casa no lo hiciste.

―Y no, no ―le dije, de nuevo, sin mirarlo. Comí un poco de ensalada. Se produjo un silencio.

―¡Sos una boluda! ¡Una boluda! ¡No le hiciste caída de ojos en ese momento! El tipo se te tiró un lace, hasta te propuso casamiento y vos nada, nada ―se quejó mi padre -.Que tu novia es buena, que estudié, que la casa no me gusta, que quedarme con los chicos, no – agregó, imitándome.

– Bueno, papá, le dije la verdad, ¿qué querés?

―No se le tiró un lance, no digas más pavadas, no sé para qué le dijo esas cosas. Un tipo no le va a hablar de casamiento así, de entrada. No, no fue un lance ese ―dijo mi madre sobre las palabras de mi padre.

―No, no, claro, no, mamá tiene razón.

―No, no tiene razón ―dijo mi padre, exaltado ―. No entienden nada ustedes dos. Almazán ve todo como un negocio, el casamiento también. Y lo propuso así, como hace él, como un negocio, un contrato. Pero se le tiró un lance. Ya está enganchado Almazán. Lo tenemos en la red. Hay que sacarlo. Nos vamos para arriba.

―Ay, ¿vos te crees que Almazán te va a dar plata a vos, papá?

―No, ni yo se la voy a aceptar, pero está bueno que te cases con un tipo con plata, ¿no? Aunque si es narco, de ricos no vamos a presidiarios, en fin, no sé…

―Bueno, ¿pero después qué? , ¿qué pasó?

―Nada, mamá, el tipo es un idiota.

―Anita ―me dijo luego de un rato de silencio que él había usado para beber de un sorbo toda la gaseosa que tenía en el vaso ―, ¿te falta mucho para terminar la ensalada?

―¿Eh?… no, no, si estás apurado, vamos, la dejo.

―Bueno, sí, vamos ―me dijo y se puso de pie.

Caminamos hasta el estacionamiento en silencio. Me subí a la camioneta y cerré la puerta de un golpe certero.

―Anita, ya te dije, regulá, regulá, tan fuerte, no ―se quejó.

―Bueno, perdón, no sé cómo cerrarla si no hago fuerza ―le dije.

―Anita, no, despacio al cerrar, despacio, no tenés que hacer fuerza, no es necesario ―me dijo y no volvió a dirigirme la palabra en todo el viaje de regreso a la empresa.

Y el resto del día se la pasó de reunión en reunión, hasta que se hizo tarde y nos quedamos solos en la oficina. Él estaba en su despacho y yo, en mi escritorio.

―¡Anita! ¡Anita! ―me llamó.

<<¡Uy! ¿Este me dirá algo más del casamiento? ¿Qué hago si me dice algo más?>>, me pregunté.

―Sí ―le dije y me acerqué.

―Cerrame la puerta, Anita, me viene correntada de aire ―me pidió.

<<¿¡Y por qué no te levantas y te la cerrás vos, que estás más cerca, gusano?!>>, pensé, pero hice lo que me dijo.

Me llamó solamente para que le cerrara la puerta, como si yo fuera su esclava –les dije a mis padres.

―Es un pelotudo. Y todos te tocan a vos, che, eso es lo peor ―me dijo mi madre.

―No, es que el tipo se sintió rechazado, es eso. Ella no le dio pie, no se lo dio. Pero, ¡ojo!, ¡ojo!, te va a volver a decir algo Almazán, vas a ver, vas a ver…―vaticinó mi padre.

Lunes (II)

Buenos Aires, agosto de 2011.

―Te dejo. Chau ―le dije a Carla y corté abruptamente la comunicación.

―Anita, vamos, dale, ¿la sucursal en donde viste el video es la del shopping que queda cerca de tu casa, no? ―me preguntó Gustavo Almazán.

―Sí, sí, es esa ―le respondí y me puse de pie. Mi teléfono interno sonó. Atendí.

―Hola.

―Hola. Estoy esperando tu mail con el famoso informe de los procesos ―me dijo Martín de mala manera.

―Ah, ah, sí, sí, ya te lo mando.

―Bueno, chau.

―Chau ―y corté.

―Esperá que tengo que mandar un mail ―le dije a Gustavo Almazán y lo envié.

Luego, salimos de la oficina. Cuando llegamos a la puerta de la empresa:

―Está lloviendo, Anita, ¿tenés paraguas?

―No, no tengo.

―Yo tampoco. Subí y pedile uno a Bety. Ella siempre tiene.

<<¡Pero yo tengo que subir de nuevo! ¿¡Por qué no te buscas a otra que te haga de sirvienta, idiota!?>>, pensé, e hice lo que me pidió.

Regresé con el paraguas a la entrada de la empresa. Gustavo Almazán me lo sacó de las manos, lo abrió en la vereda, y empezamos a caminar las dos cuadras que nos separaban del lugar adonde estaba estacionada su camioneta, la despampanante BMW X6.

Él caminó a paso veloz, más ligero que yo, y no me cubrió con el paraguas. Por suerte no llovía mucho, pero mi pelo, aunque estuviera recogido, sufrió lo mismo. <<Lo odio, lo odio con toda mi alma! ¡Este tipo no puede ser más desconsiderado! Deja que me moje>>, pensé.

Cuando llegamos a la camioneta, como siempre lo hacía, él subió primero y luego lo hice yo, en el lugar del acompañante. Después de diez intentos, logré cerrar la puerta. El estacionamiento no era cubierto y no pude evitar que algo de agua (muy poca) cayera sobre el interior del vehículo.

―Anita, tardaste mucho en cerrar y se mojó un poco el apoya brazos de tu puerta ―me dijo Gustavo Almazán cuando se detuvo en el primer semáforo.

―Ah, sí, sí, pero no importa, no me apoyo ―le dije.

―No, no, sí importa ―me dijo y entró a una estación de servicio cuando el semáforo se puso en verde―. Ahora lo secamos ―agregó cuando estacionó. Sacó de la guantera un trapo y se bajó de la camioneta. Abrió la puerta de mi lado y comenzó a secar el apoya brazos.

<<¡Qué amable de su parte!  No es tan desconsiderado como suponía. A veces tiene buenos gestos como este>>, pensé.

―Ay, pero no era necesario, no era para tanto, no me iba a mojar tanto ―le dije conmovida.

―No, no, Anita, hay que estar atento a estas cosas, porque si uno no lo seca rápido, por ahí queda la macha. Me arruina el interior de la puerta ―me dijo mientras pasaba el trapo― Ahí está bien seco ya ―agregó cuando terminó y la cerró.

<<Ah, ah, ah, no era por mí la amabilidad, era por la camioneta, ¿cómo no se me ocurrió?, ¡qué tipo repugnante!>>, pensé. <<Igual tengo que agradecer que no me haya hecho pasar el trapo a mí o que no me lo haya pasado a mí también>>

―Anita ―me dijo cuando retomamos el viaje―, te pido por favor que estés atenta al sistema nuevo. Fijate lo que va haciendo Tincho, que te lo muestre, porque no quiero que me venga como hoy, con todo armado y resulta que está todo mal, eh.

―Bueno, bueno, le digo que me vaya mostrando los avances.

―Sí, sí, ocupate de eso y rápido, no hay tiempo. Dos semanas nada más tenemos antes de que abra la sucursal de Mar del Plata ―me dijo y bostezó.

Yo también bostecé al rato.

―¿Estás cansada, Anita? ―me preguntó.

―No, no ―le dije.

―¿No? ¿Pero anoche te acostaste tarde, no?

―Sí, sí, un poco.

―Ah, ¿qué hiciste?

―Nada, fui a cenar ―le respondí. <<No me preguntes más, porque vos no me contás qué hacés los fines de semana con tu novia y yo no te voy a hablar acerca de mi salida con Orlando Duarte”

―Ah… ¿rica la comida?

―Sí.

―¿Qué comiste?

―Pastas.

―¿Y adónde?

―En un restaurante, se llama “La V.”

―Ah, no, no lo conozco.

<<Me imagino, si vos solamente comés en Mc Donald’s>>, pensé y mi celular sonó. Atendí.

―Hola.

―Hola, Ana, ¿me estás cargando? ―me preguntó Martín.

―No, no ―le dije sin entender.

―Me mandaste el mail y no me adjuntaste el archivo ―aclaró.

―Ah, ah, ¿no? ―le dije. Solía pasarme.

―No, no está el archivo.

―Ah, bueno, me olvidé. Perdón.

―¡Mandámelo ya! ―me intimó.

―No, pero ahora no puedo, no estoy en la empresa.

―Sí, sí, ya sé, ya sé que no estás en la empresa, que saliste con Gustavo, Bety me lo dijo. Perdoname la interrupción, ¿pero no tenés el informe en otro mail para mandármelo desde el BlackBerry?

―No tengo BlackBerry todavía. Ya te dije una vez. Cuando vuelva a la empresa te lo mando.

―¿Qué pasa, Anita? ―me preguntó Gustavo.

―Nada, que me olvidé de adjuntar en el mail a Martín el archivo con el informe de los procesos ―le dije.

―Ah, bueno, yo lo tengo en mis mails, ahora se lo mando cuando lleguemos ―dijo Gustavo Almazán―. ¡Quedate tranquilo, Tincho! ―gritó cerca de mi teléfono.

―Ahora en un rato te lo manda Gustavo ―agregué yo.

―Ok ―dijo Martín y cortó.

Chau ―le dije a la nada.

―Medio cabrón este Tincho, ¿no?―me dijo Gustavo Almazán.

―¿Eh? No, no sé…

―¿Cómo no sabés? ¿Vos no trabajaste con él?

―Sí, sí, pero mucha relación no tuve.

―¿No?

―No.

―Hoy, cuando le dije que el sistema estaba mal, se puso como loco, yo pensaba que me iba a pegar ―me dijo Gustavo Almazán riéndose ―. Encima es grande, hace fierros…

<<¡No! ¡No! ¡Martín no va al gimnasio! ¡No puede ir al gimnasio! ¡No hace fierros! ¡Noooo!>>, deseé.

―Ah…

―Son todos putos los que van al gimnasio, Anita. Yo una vez fui a uno y salí corriendo. ¡Uh! ¡Cada maraca había!

<<Y los que tiene autos importantes la tienen chiquita>>, pensé, pero dije:

―Ah, mirá, no sabía… ― y ya no hubo más diálogo en el viaje.

Cuando llegamos al shopping, Gustavo buscó en su BlackBerry un viejo mail con el informe de los procesos de la empresa y se lo envió a Martín.

Entramos a la tienda “The Biggest” y vimos el video institucional. Muchos empleados trabajando felices en sus escritorios, actividades al aire libre, fiestas, acciones de beneficencia para Unicef. “The Biggest, una empresa generadora de bienestar” , mostraba un cartel en las pantallas entre escena y escena.

―¡Qué hijos de puta! ¡Qué hijos de puta, Anita! ―exclamó Gustavo Almazán.

―Bueno, no es para tanto.

―Tenemos que hacer un video nosotros, Anita, urgente, urgente. ¿Cómo no se me ocurrió? Hasta es buena carta de presentación con los inversores.

―Sí… ―le dije y vi que Luis Felipe Sandoval, mi gran amor del colegio secundario, abría una heladera que estaba en exposición. Mi respiración se entrecortó y mi corazón empezó a latir más rápido.

―Ya, ya, Anita, ¿quién hará estos videos? Hay que buscar, Anita, hay que buscar a alguien que los haga ―me dijo Gustavo Almazán y  vi que Lucrecia Treviño, la esposa de Luis Felipe Sandoval, que lucía más delgada que la última vez que la había visto, le hacía un gesto de negativa moviendo su cabeza.

Gustavo Almazán empezó a caminar por la tienda, miraba todo, con mucho detalle. Yo lo seguía, pero mirando con mucho detalle a Luis Felipe Sandoval, que ni se había percatado de mi presencia en el lugar. ¿Por qué habría de hacerlo?

Lucrecia Treviño puso sus manos sobre un coche de bebé. <<¡Uh!¡Tuvieron otro hijo más! Ya van tres…>>, observé con un poco de angustia.

―Anita, Anita, de esto no me dijiste nunca nada ―me dijo Gustavo Almazán, que estaba fuera de mi campo visual.

―¿De qué? ―le pregunté sin mirarlo, porque estaba atendiendo a la imagen familiar de Luis Felipe Sandoval.

―Listas de casamiento, Anita. ¿Cómo es esto? Nosotros no lo tenemos.

―¿Qué? ―le pregunté y me di vuelta, para dirigirle la atención.

―Esto, Anita ―me señaló un cartel, en el que leí: “Hacé tu lista de casamieto en “The Biggest.””

―Ah, ah, no lo había visto.

―¿No lo habías visto, Anita? ―me dijo enojado ―.¿Yo vengo una vez y lo veo y vos que venís siempre nunca lo viste?

―Y no, no, no lo vi,  lo habrán puesto hace poco.

―Anita, Anita, estás dispersa, dispersa. No se te pueden pasar estas cosas. Vení, vamos ―me dijo y me tomó de un brazo, para arrastrarme hacia un mostrador de atención.

―Queremos averiguar por una lista de casamiento ―le dijo Gustavo Almazán al empleado de “The Biggest”.

―Sí ―le dijo el empleado y nos dio una solicitud ―¿Cuándo es el casamiento? ―preguntó y Gustavo Almazán arqueó una ceja y me miró.

―El diecinueve de octubre ―le dijo al empleado ―.Pero quiero saber cómo es el sistema.

―Bueno, el sistema es sencillo. Las personas que les quieran hacer un presente vienen acá, eligen un electrodoméstico, lo compran, pero no se lo llevan, queda registrado en la cuenta de ustedes. ¿Ustedes son los que se casan, no? ―preguntó.

―Sí, sí, nosotros, nosotros dos ―le dijo Gustavo Almazán.

―Bueno, pasada la fecha del casamiento, el día después o cuando ustedes quieran, ven los regalos que están acreditados en su cuenta. Nosotros no acreditamos objetos, acreditamos la plata de cada regalo, así pueden elegirlos a su gusto. Por ejemplo, les regalan una televisión, pero ustedes no la necesitan y entonces eligen otra cosa que adquieren con el dinero de su cuenta, ¿se entiende?

―Sí, sí, se entiende perfecto, perfecto. ¿Y cómo es el procedimiento? ¿Qué hay que hacer ahora? ―preguntó Gustavo Almazán.

―Llenen la solicitud y listo, ya lo publicamos ahí ―nos dijo señalando una pantalla, en la que en letras grandes, se detallaban los próximos casamientos―.Lo que sí, necesito el documento de alguno de ustedes.

―Anita, ¿tenés documento?

―No, no tengo ―le dije.

―¿No tenés? ―se quejó Gustavo y sacó su documento de un bolsillo de su pantalón.

―Bueno, le saco una copia y ya se lo traigo. Mientras tanto, llenen la solicitud ―dijo el empleado y se alejó con el documento de Gustavo Almazán en sus manos.

―Anita, no quería dar mi documento, ¿a ver si se dan cuenta de que soy el dueño de la competencia?

<<Ay, no, no, vos los tenés como competencia, ellos ni te registran, no te preocupes>>, pensé.

―No, no creo ―dije.

―No sé, Anita, no sé. Igual, ya estoy acá. Llenala, Anita, llenala ―me dijo Gustavo Almazán señalándome la solicitud.

―¿Para qué? Si ya sabemos el procedimiento ―le dije.

―Anita, llenala, dale, por ahí hay otra cosa después y la quiero saber.

―Bueno, pero tengo fea letra, casi no escribo con la mano últimamente ―le dije y tomé una lapicera que había sobre el mostrador.

―Ay, Anita, Anita, qué complicadas que son las cosas ―me dijo suspirando y me sacó la lapicera de la mano―. A ver cómo es esto… ―agregó mirando la solicitud.

“Apellido y nombre completo de la novia”, leí.

―Anita, ¿tu apellido cómo era?

<<¿No sabés mi apellido todavía, imbécil? ¡Soy un poste para vos! ¡Te odio! ¡Sos el tipo que me arruina la autoestima todos los días desde hace meses!>>, pensé y dije:

―Golk, G O L K es mi apellido.

Gustavo Almazán lo escribió. Luego completo otros datos, hasta llegar a un ítem:

“Lugar de destino de la luna de miel”

―¿Adónde nos vamos de luna de miel, Anita? ―me preguntó sonriendo.

―Ah, no sé… ―le dije riéndome.

―Dale, decí uno ―me dijo Gustavo Almazán.

― Cartagena.

―¿Cartagena, Anita?

―Y sí, qué sé yo…

―¿Conocés?

―No.

―¿Y de dónde lo sacaste?―me preguntó

―Ay, no sé, me gusta, lo vi en televisión. Es conocido igual, eh.

―No sé… ―me dijo y escribió “Cartagena” en la solicitud.

Cuando el empleado de la tienda regresó, le devolvió el documento a Gustavo y se llevó el papel firmado por los dos.

Mientras esperábamos en el mostrador,  busqué a Luis Felipe Sandoval con la mirada, pero ya no lo encontré.

―¿Ves, Anita? Así se averiguan las cosas. Tenés que estar más atenta cuando venís. ¿Cómo es que nosotros no tenemos todavía este servicio de las listas de casamiento? Perdí plata con esto, Anita. Imaginate que si uno forma la lista mucho antes del casamiento, la plata de los regalos se va acumulando, y como no tenemos que entregar la mercadería, yo puedo trabajarla, sacarle intereses, ¿entendés?

―Bueno… no sé, no lo vi ―le dije. <<Será porque tengo una negación con los casamientos>>, pensé―. Igual está Marketing, ¿no? ―me defendí―. Ellos son lo que se tendrían que ocupar de estas cosas.

―No, Anita, no, si te mando a vos es por algo, eh. Te tenés que ocupar y bien, porque yo confío en vos y al final, ¿qué?

―Bueno…

―¿Día de semana se casan? ―nos interrumpió el empleado cuando nos devolvió una copia de la solicitud sellada.

―¿Qué?  ―le preguntó Gustavo Almazán.

―Es que el 19 de octubre es un miércoles.

―Ah, bueno, pero sí, sí, nos casamos un miércoles ―le dijo Gustavo Almazán.

―Bueno, ya están sus nombres y la fecha publicada ―nos dijo y señaló una pantalla.

“Enlace Golk-Almazán. 19 de octubre de 2011”, se leía.

 <<Le voy a decir a mi papá que venga y lo vea. Le cumplí el sueño>>, pensé.

―¿Adónde está Mc Donald’s acá, Anita? Tengo hambre ―me dijo Gustavo Almazán al salir de la tienda “The Biggest”

―En el tercer piso ―le dije y subimos por una escalera mecánica.

―Bueno, Anita, nos casamos pronto, eh… ―me dijo riéndose, mientas caminábamos por un pasillo del shopping, luego de un rato de silencio.

―Ah… jijiji ―le dije mirando al piso.

―¿Eh, Anita? ¿Nos casamos? ―insistió, riéndose.

Lunes

Buenos Aires, agosto de 2011.

Llegué a la oficina cerca del mediodía. Vi la espalda de Martín. Estaba en el despacho de Gustavo Almazán, sentado en frente de él. <<¡Uy! ¡Y yo me vine con el pelo recogido y sin maquillarme, porque me levanté de la cama tarde hoy!>>, pensé.

Sobre la mesa de la impresora, había una caja. Era la de un BlackBerry nuevo.

―Ah, bien, ¡por fin me mandaron el BlackBerry! ―le dije a Bety cuando dejaba la cartera y el abrigo en mi silla.

―No, no es tuyo. Se lo mandaron a Ernestina.

<<¡¿Al potus?! ¿Pero para qué necesita un BlackBerry “el potus”?>>, pensé y dije:

―¿A ella?, ¿para qué?,  ¿y el mío?

―No sé… ―me dijo Bety con indiferencia―. Pero no lo toques. Mirá que Ernestina todavía no lo vio. Se fue al correo.

―No, si no lo iba a tocar ―dije.

― ¡Anita!¡Anita! ―me llamó Gustavo Almazán al mismo tiempo.

― ¿Sí? Hola, ¿qué tal?―le dije cuando entré a su despacho. Saludé a él y a Martín con un beso en la mejilla.

―Anita, Anita, sentate ―me dijo Gustavo y le hice caso: me senté, al lado de Martín―. ¿Por qué llegas a esta hora?

―Porque fui a “The Biggest.”

―Ah, ¿y alguna novedad?

―Sí, una.

― ¿Cuál? ―me preguntó Gustavo Almazán.

―Tienen un video institucional, que pasan en todas las televisiones que hay en el sucursal.

― ¿Video institucional?

―Sí, presentan la historia de la empresa, las sucursales, los empleados trabajando, las acciones solidarias y otras cosas más…

― ¿Lo filmaste, Anita?

― ¿Eh? No, no, ¿con qué lo voy a filmar?

―Con el celular, Anita.

―Ah, ah, no, no se me ocurrió.

―Anita, Anita, te dormiste, Anita, ¿cómo no lo filmaste?

<<Ni se me ocurrió. Y sí, estoy dormida, ayer salí con Orlando Duarte y no pude dormir en toda la noche. Agradece que estoy acá ahora>>, pensé, pero dije:

―No, no se me ocurrió.

―Bueno, Anita, después vamos, pero ahora mirá esto ―me dijo Gustavo Almazán y me acercó la pantalla de una notebook que estaba sobre su escritorio―: ya está el nuevo sistema listo, pero solamente para proveedores, inventarios y expedición.

―Ah, ah, qué bien ―dije y miré a Martín de reojo. Noté que tenía expresión de enojado.

―No, no, bien no, Anita, no está bien ―dijo Gustavo Almazán.

―Bueno, no es que no esté bien, eh, yo lo hice con la información que me dieron ―dijo Martín con un tono un poco agresivo.

―No, Tincho, no, no te pongas así, por favor. No lo digo por vos.

―Bueno, ¿pero cómo querés que me ponga? Estás diciendo que está todo mal ―le retrucó Martín con más enojo.

<<¡Uy! A este lo van a rajar>>, pensé con miedo.

―No te estoy diciendo que está todo mal, Tincho ―le dijo Gustavo Almazán, con tono amigable―. Ya lo sé, ya me lo explicaste, nadie te dio la información de los procesos nuevos que armamos con Anita. Eso es lo que está mal.

―No, nadie me la dio ―le dijo Martín.

―Mirá, Anita ―me dijo Gustavo Almazán señalándome la pantalla de la notebook―. No están teniendo en cuenta los nuevos procesos de inventario cero que armamos. También están los depósitos, que ya no los vamos a tener, los proveedores pueden ver toda la información de los demás, ¿ves, Anita?

―Sí, sí, veo, veo.

―Los gerentes se secaron ya sabés qué con el informe que les mandaste, Anita ―me dijo Gustavo Almazán―, y le pasaron a Tincho unos procesos que no son los que quiero, son los que tuvo siempre esta empresa y no van más, pierdo mucha plata así. Por eso, ya, urgente, hay que arreglarlo, porque en dos semanas abrimos la sucursal de Mar del Plata y aunque sea quiero una parte del nuevo sistema allá, se la prometí al franquiciado.

― ¿Qué? ¿No faltaba más tiempo para abrir Mar del Plata? ―pregunté.

―No, Anita, ayer a la noche te dije lo de las plataformas de iluminación porque eso es prácticamente lo único que falta.

―Ah, ah, cierto, tengo que ver el contrato ―dije.

―No, no, dejá, ya lo arreglé, la plata la pongo yo. No importa lo que diga el contrato. Ya puso mucho el franquiciado y quiero que inauguremos en quince días. Estoy ansioso ―dijo Gustavo Almazán y atendió su teléfono, que recién había empezado a sonar―. Hola, mamá, sí… sí…

― ¿Y vas a poder tener todo listo en quince días? ―le pregunté a Martín.

―No sé ―me dijo de mala manera y no volvimos a dirigirnos la palabra mientras Gustavo hablaba con su madre por teléfono.

―Bueno, entonces, ¿en qué estábamos? Ah, sí, sí, Anita, pasale tu informe a Martín ya mismo ―dijo Gustavo Almazán cuando cortó la comunicación.

―Sí, sí, ya se lo paso por mail ―le dije.

―Y reúnanse las veces que sea necesario. Con leer el informe no te va alcanzar, Tincho, así que mejor que Anita te vaya guiando.

―Ok, ok, no hay problema ―le dijo Martín―.¿Me lo mandás ahora?―me preguntó.

―Sí, sí, ahora te lo mando.

―¿Y después arreglamos para reunirnos?

―Sí, sí, igual el informe está bastante claro, eh ―le dije. <<Uy, ¿para qué le dije así? Martín va a pensar que no me quiero reunir con él. Pero si me contestó muy mal recién, ¿para qué me preocupo? Que se vaya a la mierda. Además, esto pasó por su culpa, porque no me quiso consultar>>, pensé.

―No, no, Anita, reúnanse, reúnanse ―dijo Gustavo.

―Bueno, veo el informe y hablamos ―dijo Martín, agarró la notebook y se puso de pie―. Nos vemos ―agregó, con expresión de derrotado, y salió del despacho.

Yo atiné a salir también, atrás de él, pero:

―Anita, agarrá tus cosas y vamos ―me dijo Gustavo Almazán.

― ¿Adónde?

―A “The Biggest”, Anita, quiero ver el video que hicieron.

― ¿Ahora?

―Sí, sí, ahora ―me dijo y el gerente de administración entró al despacho.

―Bueno, en un rato ―me dijo Gustavo Almazán cuando lo vio.

―Tengo problemas con un empleado ―oí que el gerente de administración le decía cuando yo salía del despacho―, con Rubén G.

― ¿Robin?

―Sí, sí, el petiso.

― ¿Y qué le pasa al petiso?

―Dice que es mucho tener la responsabilidad de todo el departamento de Calidad y Procesos de la empresa y que quiere un aumento significativo que lo recompense por eso.

― Decile a Robin que afuera tengo una cola de gente que por lo mismo que gana él va a estar muy contenta de tener a su cargo el departamento de Calidad y Procesos de la empresa. Que no joda, porque va a seguir el mismo camino que los demás, eh.

Y no quise seguir escuchando. Tenía que aprovechar el tiempo y llamar a Carla.

― ¡No! ¡No! ¿Te dijo que no se le paraba por el azúcar y las grasas y se había mandado recién una suprema de pollo a la Maryland?―me dijo ella cuando le conté lo que me había sucedido con Orlando Duarte la noche anterior.

―Más un helado con crema y demás

― ¿Y no se lo dijiste?

―Y no, no, no me animé, no sabía qué hacer. Le dije que dejara de fumar, eso sí, y que bueno, que su problema tenía arreglo, porque tiene arreglo, me lo dijo mi papá.

―Sí, sí,  qué sé yo, eso no me importa, para vos es un bajón igual. ¿Él qué te dijo?

>>―Bueno, pero lo que fumé, lo que comí, ya está, ya lo hice. Lo que no está todavía muy claro para mí es tu negativa a tener sexo esta noche. ¿Es por mí? ―me preguntó Orlando Duarte.

―No, no, ya te dije que no es por vos,  es porque no me dan ganas cuando recién conozco a alguien. No sé… necesito más confianza, más…―me frené.

― ¿No me vas a decir que necesitás estar enamorada?

―Y sí, a lo mejor sí, sería lo ideal, ¿no? ―me animé a decirle. <<Si no le gusta que se la banque, a mí tampoco me gusta lo que se comió sabiendo el problema que tiene>>, pensé.

―Bueno, dicen que las mujeres relacionan el sexo con el amor, pero nadie hasta ahora me lo había dicho tan frontalmente como vos ―dijo y prendió un cigarrillo.

― ¿No?

―No, no, pero está bien, está bien. ¿Siempre fue así para vos?

<<Ah, ¿qué sé yo? Seguro fue así, pero a lo mejor no me di cuenta>>, pensé y dije:

―Creo que sí.

― ¿Y el petting que te dije?

―No, es que ya eso me parece lo mismo, es un gran avance, mucha intimidad. Tampoco lo haría esta noche. Te conocí ayer. Es eso.

―Sí, me conociste ayer, está bien ―dijo y dio una pitada, mirando al río ―. Igual, mejor, porque el petting, las veces que lo hice, que no fueron muchas, me hizo sentir frustrado, porque si no tengo una erección, me siento así. Se me hace inevitable.

―Me imagino ―me salió decirle.

― ¿Por qué te imaginas? ¿Para vos un hombre no vale nada si no se le para? ―me preguntó con agresividad.

―No, no, yo no quise decir eso. No, nada más me puse en tu lugar, querer más y no poder, es frustrante, eso quise decir.

―Ah… ―dijo y dio otra pitada ―. ¿Tenés ganas de salir corriendo, no?

<<¡Ay, sí, me descubriste! Seguro que se me nota>>, pensé con miedo. <<Pero no, no, no puedo ser tan hija de puta>>, me dije y afirmé:

―No, no.

―¿En serio?

―Sí, en serio ―mentí. <<¡Qué mala persona soy!¡El tipo está enfermo y yo no quiero volver a verlo por eso>>, pensé.

―Porque  a mí me gustaría volver a verte. Me gustás, ya te lo dije, y también me gusta lo que pensás sobre el sexo ―me dijo. <<No, no, no es por eso que no quiero volver a verlo. El tipo podría haber evitado comer lo que comió. Me molesta mucho esa actitud. Y además, desde antes, ya no quería saber nada con él. Si a mí lo único que me interesa en la vida en este momento es Martín, ¿a quién engaño?>>, pensé y dije:

―Bueno, gracias.

― ¿Miércoles o jueves te parece?

―Sí, sí, no hay problema.

― ¿No hay problema o querés?

―Bueno, es una manera de decir.

―Esperemos ―dijo y se produjo un silencio. Los dos nos quedamos mirando al río ―.Bueno, entonces quedamos así, te llamo y nos vemos el miércoles o el jueves a la noche, ¿está bien? ―me preguntó después de un rato y tiró el cigarrillo.

―Sí, sí, está bien.

―¿Qué te gustaría hacer?

―Y no sé, ¿a vos?

―A mí… no sé, vemos, ¿no?

―Sí.

―Mientras esté en buena compañía está todo bien, no importa lo que haga ―me dijo sonriendo y se puso de pie. Me tomó de la mano para que me parara. Empezamos a caminar hacia donde estaba mi auto―. ¿A qué hora salís de trabajar?

―A las ocho.

― ¡Eh! ¿Tan tarde?

―Sí, es que tengo mucho trabajo, ya te dije.

― ¿Pero a qué hora entrás?

―A la diez.  Este es mi auto ―le dije y lo señalé. Comencé a buscar las llaves en la cartera―. Acá están ―agregué y se las mostré.

―Bueno ―me dijo y suspiró. Me puso el pelo por detrás de las orejas y me acarició la cara ―. Es un gran gusto estar con vos. Lo único que quiero es seguir con esto. Me parece que somos compatibles ―afirmó.

―Sí, puede ser. <<Por la falta de sexo, seguro lo somos>>, pensé.

Orlando Duarte acercó su boca y me dio un beso.

―Me enamoré esta noche ―me dijo apenas el beso acabó.

―Jijiji.

―Te llamo y nos vemos.

―Bueno, espero la llamada ―mentí. <<No la espero, no la espero, ¿por qué miento?>>, pensé.

Orlando Duarte me dio otro beso.

―Nos vemos ―me dijo y yo abrí la puerta del auto.

―Nos vemos ―le dije y entré.

―Ah, me olvidaba, por favor no le digas a tu amiga lo de mi problemita. Mirá que no soy tan amigo de mi jefe, en mi laburo nadie lo sabe.

―No, está bien, no te preocupes. Chau ―le dije y él me ayudó a cerrar la puerta del coche.

―Chau ―me dijo y le di arranque.

― ¿Y qué vas a hacer ahora? ―me preguntó Carla.

―Voy a salir de nuevo. ¿Qué más puedo hacer?

―Ay, nena, pero no, no, tenés treinta y un años. ¿Te parece? ¿Desde ahora con un tipo que se le para de vez en cuando? Encima vos, justo vos…

―Bueno, ¿qué mierda querés que haga? , ¿que lo corte así? Y no sabés, no se le para de vez en cuando si hace las cosas bien.

―Pero es un bajón igual, nena.

―No puedo hacer eso, Carla. Parecés mi mamá al final.

―¿Por qué? ¿Le contaste?

―Y sí, sabés que menos de Martín, le cuento todo.

>>― ¿Y? ¿Cómo te fue? ―me preguntó mi madre, vestida con un camisón, cuando regresé a mi casa luego de la salida con Orlando Duarte. Desde que los vecinos habían sufrido el asalto, mis padres habían dejado de espiarlos.

―Mal.

― ¿Por qué?

―Porque el tipo me dijo que es diabético y que por eso tiene problemas de erección.

― ¿Qué? ¿Fuiste a un hotel con el tipo y no se le paró? ¡Pero recién lo conocés! ―exclamó mi padre.

―Ay, no, no, no fui a ningún hotel, no digas pavadas. El tipo me lo dijo sin estar en ninguna situación comprometida, eh. Hablás como si no me conocieras al final.

― ¿Eso te dijo?  ―preguntó mi madre. Estaba ida. Respiraba agitada.

―Sí, mamá, me dijo eso. Y no es muy seductor que digamos, ¿no?

―No.

―Yo no sabía que la diabetes traía esos problemas.

―Es que no, no, algunas veces, por ahí,  pero con dieta y ejercicio, las cosas van bien, van bien ―dijo mi padre.

―No, no, Ana, pero vos… no, no, tenés mala suerte, ¿por qué tenés tanta mala suerte? ¿Justo mi hija tiene que tener esta mala suerte?

― ¿Y para qué salió con el tipo ese? Ya le dije que se levante a Almazán y se deje de joder ―dijo mi padre.

― ¿Y qué sabés si se le para a Almazán? Porque a lo mejor no le da ni la hora por eso… ―dijo mi madre.

―Ay, mamá, ¡basta!, ¡basta! Y no mirés así las cosas, porque en el auto vine pensando en que yo me quejo y me quejo de mi situación, ¿y mirá lo que le pasa a este tipo? Es horrible.

―No es para tanto, si mantiene los niveles de glucemia, anda todo bien ―dijo mi padre.

―Sí es para tanto, lo es, ¿o qué? , ¿tu hija se va a esclavizar con un enfermo?

―Ay, mamá, no digas así, ¡basta!, ya te dije, ¡pobre tipo!

―Pobre tipo, pobre tipo, pero te viene a tocar justo a vos ―dijo mi madre.

―Bueno, ¿qué querés que haga?

―Sí, bueno, ya está, ahora no los ves más y listo, pero ni una te sale bien a vos, eh, ni una, che, ni una ―dijo mi madre.

―Sí, no sé, pero no creo que no lo vea más.

―¿Qué? ¿Vas a salir de nuevo?

―Y sí, sí, obvio que voy a salir de nuevo. Si me llama, voy a salir.

―Ay, no, no, con un enfermo no te vas a enganchar, eh, no ―dijo mi madre.

―No, mamá, no digas así. ¿Mirá si la enferma fuera yo? No seas así, no seas tan egoísta.

―No soy egoísta. ¡A ver cómo serían con vos si tuvieras un problema así! ¿Qué te crees?, ¿que no huirían despavoridos?

―Bueno, no sé, mamá, pero yo no lo voy a hacer.

―No, no, yo no te voy a dejar salir de nuevo con ese tipo ―me dijo mi madre―. Decile algo ―le exigió a mi padre.

―Bueno, no es tan grave. Y yo ya le dije, que se lo levante a Almazán, aunque si es narco… bueno, al final, no la pega con ninguno.

―Es surrealista ―me dijo Carla riéndose a carcajadas.

―Bueno, pero es así, ¿qué querés que haga?

―Nada, pero no salgas de nuevo. No es por la enfermedad. Es porque el tipo se mandó la suprema. Imaginate, si hace eso en la primera salida sabiendo el efecto que le hace, ¿qué esperás para cuando cumplan veinte años de casados? Se podría haber puesto las pilas para funcionar en ese momento y no tener que decírtelo, ¿no?

―Ay, no sé, Carla, no sé, a lo mejor fue honesto. No sé cómo juzgar el que me lo haya dicho.

―No sé, no sé, supongo que podría haber evitado decírtelo en años si hubiera comido lo que correspondía.

―Bueno, no sé. Y ¡Ojo! No se lo vayas a contar al tuyo, porque mirá que me dijo que por favor no diga nada, porque no son tan amigos y en su laburo nadie sabe lo que le pasa, eh.

―No, no te preocupes, no le voy a contar. Además, igual no lo voy a ver más.

― ¿Por qué? ¿Saliste ayer también?

―Sí, sí, salí ayer.

― ¿Y?

―Y nada, no, no va.

― ¿Por qué? No te gusta.

―No, no, no es eso. Sabés que a mí lo físico no me importa. Desde que conocí a Danilo que sé que eso no influye.

― ¿Qué no influye?

―Ay, nena, ¿no te acordás de que a mí Danilo me parecía horrible, un mono?

―Ah, sí, sí, me acuerdo. Pero te duró poco eso. Y Danilo no es feo.

―Sí es feo Danilo. Lo que pasa es que a vos también te envolvió. El pibe empieza a hablar y te cambia lo que ves, es eso, pero acordate de cuando lo viste por primera vez, te pareció un desastre.

―Sí, sí, hace tanto, pero sí, sí, lo que pasa es que es muy seductor Danilo. Será eso, ahora no te puedo decir que me parece feo, porque no, no. Además, es muy masculino.

―Sí, es muy masculino, y un hijo de puta también, pero bueno, no importa eso. Ayer salí con el gordito y, al final, fuimos a su departamento.

―Ay, Carla, ¿ya te lo cogiste?

―Y sí.

― ¿Pero por qué?

―Porque sí, ¿o por qué no?

―Porque era muy pronto, lo conociste el sábado. Si me decís que era porque te dieron ganas, está bien, pero siempre dijiste que aunque tuvieras a Nicolás Repetto en bolas en tu cama, no te calentarías si antes no tenés una previa de varios días con él ―dije. La referencia a Nicolás Repetto es porque a Carla siempre le gustó mucho.

―Pero no es que me dieron ganas, no, obvio que no, con un tipo que recién conozco no me van a dar ganas nunca.

― ¿Y por qué lo hacés entonces?

―Porque sí, porque los tipos insisten, insisten, y mejor hacerlo, así te dejan de joder. Porque es lo mismo, si no es el primer día, es el cuarto, ¿qué diferencia hay?

―No sé, que te den ganas. Para mí lo hacés por inseguridad.

―No, no, lo hago porque no tengo problema, son dos cuerpos desnudos, nada más que eso, ¿cuál es la complicación? Vos sola tenés complicación.

―Bueno, no sé, si lo hacés sin ganas no te entiendo, no te entiendo, pero decime qué pasó, ¿por qué no te gustó?

―Porque no se cumplió la máxima de Danilo, por eso no me gustó.

― ¿Qué máxima de Danilo?

―Ay, la máxima, ¿no te acordás?

―No, no, además tiene muchas, así que no.

―”El grado de trabajo en la cama tiene una relación inversamente proporcional al grado de atractivo físico, y/o a la cantidad de plata que tenga, y/o al tamaño del pito”, esa es la máxima.

―Ay, ¡qué hijo de puta! ―le dije riéndome―. Pero nunca le oí decir eso.

―Sí, seguro que lo oíste. No te acordás. Pero bueno, igual es al pedo, porque no se cumplió esta vez. Yo pensaba que el tipo iba a ser laburador, pero no, no, se tiró en la cama y dejó que yo hiciera.

―Bueno, pero se le paró.

―Sí, sí, eso sí, pero cuando acabó, me dijo: “Ay, discúlpame, no me pude contener”, porque se dio cuenta de que yo nada todavía. Y  esperé que me hiciera algo, porque es lo que corresponde, obvio, pero no, no, no hizo nada. Se levantó de la cama, fue al baño y después se sirvió un vaso de Coca Cola.

―Ah, bueno, un desatento.

―Sí, sí, y me joden mucho los tipos así. Pero igual, igual me di cuenta de que no estoy para empezar otra cosa. Me acuerdo todo el tiempo de F., es muy reciente. No puedo. Es una cagada, porque son duelos sin sentido, pero es así. Ahora no puedo pensar en otro ―me dijo Carla y yo vi a Gustavo Almazán parado al lado de mi escritorio, con la campera puesta, listo para salir a la calle.

El último galán (II)

Saludé a Orlando Duarte con un beso en la mejilla y él me abrió la puerta y me cedió el paso para que ingresara al restaurante.

―¿Te molesta si vamos afuera? ―me dijo cuando un mozo se nos acercó para saber qué mesa íbamos a elegir

―¿Eh? 

―Porque adentro no se puede fumar…―me aclaró.

―Bueno ―le dije. Hacía frío. Estábamos en el mes de agosto de 2011.

Nos sentamos a una mesa ubicada cerca del río. El viento hacía un remolino con mi pelo.

―¿No está bueno acá, no? 

― Y no, no, hace un poco de frío para estar afuera ―le dije.

―Sí, sí, mejor vamos adentro. De paso me hace bien estar un rato sin fumar ―me dijo y entramos de nuevo.

Nos ubicamos en otra mesa.

―Mejor acá, ¿no? ―me dijo.

―Sí, sí, mucho mejor. 

― ¿Ya conocías este lugar?

―Sí sí, vine una vez, te dije ayer ―afirmé y miré a la mesa en la que había estado sentada con Ferni hacía ya casi dos años.

Salir con el vecino de Danilo me había hecho dar cuenta de algo: que no necesitaba un hombre que me atrajera, necesitaba uno que me quisiera. Por eso llamé a Ferni. Le dije que no precisaba más tiempo, porque sabía que él era el hombre indicado para mí. Pareció ponerse contento al oír mis palabras y nos vimos esa misma noche, en el restaurante en el que ahora estaba sentada frente a Orlando Duarte.

―Hacen buenas pastas acá.

―Sí, sí, comí pastas cuando vine.

―Ay… ―me dijo Orlando Duarte sonriendo y me tomó una mano.

<<Bueno, che, ¿ya empezamos con el contacto físico?, ¿no es muy temprano todavía? Este seguro que me va a pedir coger hoy. Pero va a salir nadando por el río si lo hace>>, pensé.

―Jijiji ―me salió. Le mantuve la mirada por unos segundos, hasta que la timidez me ganó y mi vista se fue al piso. Orlando Duarte siguió tomándome la mano.

Dejó de hacerlo recién cuando el mozo se acercó y nos trajo la carta. Después de revisarla, me preguntó:

― ¿Y? ¿Qué te gusta?

―Voy a pedir unos tallarines al filetto.

―Ah, sí, yo también tendría que pedir pastas, pero muchas ganas no tengo. Me parece que me voy a quedar con una suprema de pollo a la Maryland.

―Ah, es buen plato ese. 

―Sí, sí, me gusta mucho ―me dijo―. ¿Y para tomar?

―No sé… ¿vos que tomás? 

―Gaseosa, una coca. 

<< ¡La puta madre! ¡No toma vino! ¡Cuatro puntos menos!>>, pensé.

―Ah, bueno, ¿vino no tomás? ―le pregunté para asegurarme.

―No, no me gusta ―me dijo con indiferencia ―.Pero vos tomá si querés, eh

―No, no, si vos no tomás vino, me arreglo con una gaseosa, está bien.

Le hicimos el pedido al mozo y luego Orlando Duarte volvió a tomarme una mano.

―Estás muy linda ―me dijo.

―Ah, gracias… jijiji 

―Ayer y hoy, así que concluyo que sos linda.

 ―Bueno, gracias, gracias, jijiji ―le dije mirando al piso y Orlando Duarte dejó de tomarme la mano.

Me parecía atractivo, pero yo no quería estar ahí con él. Ya me habían mostrado un muy buen plato, Martín N.,  y ahora se me iba a hacer muy difícil conformarme con otro. Pero hice el intento, traté de buscarle la vuelta a la noche, para poder llegar a una conversación interesante.

―Ella, de un día para otro, de bien que estábamos, me dijo “se me murió el amor”.

―¿Y así?, ¿de un día para otro?, ¿no notaste nada antes? ―pregunté.

―No, no, la verdad es que no, no noté nada. Teníamos algunas discusiones, pero nada grave, las lógicas de un matrimonio, supongo.

―Sí, sí, me imagino, ¿pero ella nunca te dijo por qué?

―Que se le murió el amor, solamente eso.

<<”Se me murió el amor”, ¡Qué buena explicación! Con Carla nos vamos a cagar de risa de esta frase, es una para nuestra colección>>, pensé.

―Ah, bueno, te habrás sentido descolocado ―dije para decir algo.

―Y sí, ¿qué te parece? 

―Que sí, que sí. 

―¿A vos nunca te pasó? 

―¿Eh? Bueh… qué sé yo, no así… ―dije.

―¿No querés hablar de eso? ―me preguntó.

―Es que mis historias anteriores están cerradas, ya no tiene objeto hablar de eso―mentí descaradamente, con palabras que no sabía de dónde habían salido. Hasta me dio culpa.

―Eso es bueno, muy bueno es tener las historias cerradas.

―Sí, sí, porque quedarse pensando y pensando en alguien, en lo que pasó, en lo que no pasó, no es sano ―dije, como si yo nunca me hubiera quedado pensando en alguien.

―No, no es sano, lo que pasa es que  a veces no te das cuenta de que el mal te lo hacés a vos mismo solamente, porque la otra persona ya se fue, no le interesas más, ya pasaste para ella. Es en vano seguir y seguir con lo mismo. Yo también superé lo de mi exmujer con esa visión, y me ayudó, me ayudó mucho.

―Bueno, qué bien ―dije y Ferni se me vino de nuevo a la mente. Me angustié y mi celular sonó.

―¡Hola!

―Anita, ¿cómo estás? Perdón que te llame un domingo a la noche, eh ―me dijo Gustavo Almazán.

―No, no, está bien, no importa.

―Anita, estoy acá con un problema, ¿sabés que el franquiciado de Mar del Plata no quiere poner la guita para las plataformas de iluminación de la sucursal?

―No, no sabía.

 ―¿Vos te acordás de si eso estaba en el contrato detallado? 

―Mmm… no, no, la verdad es que no me acuerdo, no.

 ―¿Y por qué no te fijas en los mails y me decís? 

―¿Ahora? 

―Sí, sí, Anita, por favor, ahora.

―Es que no tengo Blackberry, Gustavo, y no tengo acceso a los mails, pero igual me parece que no lo tenía en un mail a ese contrato, eh, está en la compu de la empresa.

―Ah…, bueno, Anita, ¿y en la tuya no lo tenés? ¿Por qué no te fijas?

―Es que no estoy en mi casa, no tengo la computadora a mano.

―¿Y cuándo volvés a tu casa?

<<Che, no es tan urgente, ¡por qué no me dejas de joder un domingo a la noche!>>, pensé.

―No sé, calculo que tarde ―dije y Orlado Duarte me lanzó una sonrisa. <<¡Uh! Ahora corto y me dice de ir a un hotel directamente>>

―¿Tarde? Bueno, Anita, bueno, no te hagas problemas, mañana, apenas llegues a la empresa, por favor, fijate en eso.

―Sí, sí, apenas llego me fijo.

 ―Un beso, Anita, divertite.

―Chau ―le dije y recordé que al día siguiente tenía que pasar por el negocio de la competencia, “The Biggest” y llegaría más tarde a la empresa.

―¿De tu trabajo te llaman un domingo? ―me preguntó Orlando Duarte y el mozo trajo la comida.

―Sí, sí, de mi trabajo, mi jefe, que bah, no es ni jefe normal, porque es el dueño de la empresa, así que es peor ―le dije.

El resto de la cena la pasamos hablando de empresas de electrodomésticos, de campañas publicitarias, y de acuerdos con bancos. Orlando Duarte sabía mucho del tema.

―Me voy a fumar un cigarrillo afuera ―me dijo cuando terminamos de comer.

Y yo me quedé sola, sentada, y volví a mirar a la mesa en la que había estado con Ferni hacía casi dos años:

―Tengo algo para vos ―me dijo, mientras hurgaba en el bolsillo de su campera.

<<Ay, ¿un anillo?, ¿Ferni me habrá comprado un anillo? Seguro que la dejó a la novia o lo va a hacer mañana y ahora me lo dice>>, pensé con ilusión en ese momento.

―Mirá, acá está ―agregó y me dio un chocolate―. Ya sé que me vas a cargar, pero soy simbólico, ya lo sabés. ¿Se conserva bien, no?

―Sí, sí, por tener ocho años está bien… ―dije desilusionada mirando el chocolate.

―Ahora quiero que lo guardes vos. Y cuando cumplamos ocho años juntos, pensé en hacer algo, tirarlo al mar, ir a la playa en donde nos conocimos y tirarlo ahí, ¿te parece?

―Sí, sí, me parece ―le dije no muy convencida―.¿Pero estás seguro de que vamos a llegar a cumplir ocho años alguna vez, Ferni? Porque todavía estás con tu novia y no sé…

―¡Ay, otra vez con eso! ―se quejó.

―Y bueno, Ferni, yo ya te dije que estoy segura de nuestra relación. Ahora te toca a vos.

―Bueno, yo pensé que en enero del año que viene podría terminar con Andrea.

―¡¿En enero?!  ―exclamé―. Pero, Ferni, ¡estamos en octubre! ¿Hasta enero del año que viene tengo que esperar?

―Y bueno, es que no sé, no le puedo decir a Andrea de un día para otro que no va más. Lo que pensé está bien, se lo voy dando a entender de a poco. Me parece que es mejor. Son muchos años, no puedo cortar todo de un momento para otro.

―¿Pero a fines o a principios de enero la vas dejar? ―le pregunté.

<<¡Qué boluda fui!¡Qué estúpida! ¡Me odio!>>, pensé cuando Orlando Duarte se estaba volviendo a sentar a la mesa.

―¿Postre? ―me preguntó.

―No, no, por mí, no.

―¿No? Porque yo me comería un heladito ―dijo y se pidió una copa con crema, nueces y helado de chocolate y dulce de leche. Yo preferí tomar un café.

Llegó el momento de pagar la cuenta y Ferni volvió a mi mente. Cuando había estado con él en ese lugar, había sacado la billetera, y Ferni, por enésima vez en nuestro segundo intento de relación, me había dejado pagar. “Si no te gustan que te dejen pagar, no des pie para que lo hagan. Me parece que lo hacés por temor a quedar mal y a un tipo no le vas a dejar de gustar por no sacar la billetera”, me había dicho una vez mi psiquiatra, la Doctora Delia Rincón, y le hice caso esta vez. No toqué mi billetera  y dejé que Orlando Duarte se hiciera cargo de la cuenta.

Salimos del restaurante y empezamos a caminar en dirección a mi auto. Orlando Duarte puso su mano sobre mi hombro y me empujó contra un costado de su cuerpo.

―Si te abrazó así, el frío se siente menos, ¿no? Podemos caminar un rato.

―Bueno ―le dije y él comenzó a tocarme el pelo mientras caminábamos.

Luego se frenó, me puso de frente a él, me acarició la cara y me dio un beso. Hacía casi dos años que no daba uno. Tal vez la falta de práctica hizo que no sintiera más que sabor a cigarrillo en su boca. Nada de placer, pero nada de rechazo.

―Me gustás mucho ―me dijo cuando terminó de besarme.

―Ah… jijiji

―¿Nos sentamos? ―me preguntó señalándome un banco de plaza que había en el lugar.

―Sí ―le dije y se vino a mi mente Ferni otra vez, porque había estado un largo rato con él en ese lugar, besándonos y manoseándonos. Recordé que en esa oportunidad hasta había estado dispuesta a ir de nuevo a un hotel con él, porque estaba caliente y porque la voz de mi mamá retumbaba en mi mente: “Si no entró, a lo mejor tenés algún problema, tenés que ir al ginecólogo, ¡tenés que ir!”. Pero Ferni no me propuso tener relaciones sexuales esa noche y yo tampoco lo hice.

Orlando Duarte volvió a besarme, pero con más intensidad. Yo le correspondí pero hasta cierto punto, pues no quería más que besos con él en nuestra primera cita.

―Me gustás mucho, ¿sabés? ―me dijo entre besos y con voz de excitado.

―Jijiji ―me salió

Y él me quiso tocar un pecho. Le corrí la mano.

―Ah, perdón ―me dijo y dejó de besarme

―No, no está bien.

―¿No te gusto? ―me preguntó.

―No, no es eso, es que para mí es muy pronto para más.

―¿Muy pronto?

―Sí, ¿qué?, ¿te parece raro?

―No, no, para nada, está bien ―me dijo.

―Ah, bueno, mejor.

―Sí, sí, mejor, para qué te voy a mentir… ―dijo con desdén.

―¿Eh?

―No, no, no es por vos.

―Ah… ―dije sin entender.

―Es que…―se frenó, subió las cejas y suspiró―. Igual esta noche solamente te iba a poder ofrecer algo así como “petting” ―me dijo―. ¿Te va?

―¿Eh? ―dije sorprendida―. No… no sé qué es eso.

―¿No sabés?

―No, no sé ―dije. <<¡Uy! ¿No será algo muy básico? Este se va a dar cuenta de mi falta de experiencia>>, pensé con miedo.

―El petting es todo menos penetración. Tocarse, besarse, pero no llegar al coito.

―Ah…

―Es una forma de placer, una forma de hacer el amor, pero sin que sea necesaria una erección. O bah, sí, o sea, hay erección, pero no se necesita, porque si no hay penetración, ¿para qué, no?

―Ah, no, no, claro.

―No entendés nada de lo que te estoy diciendo, ¿no?

―Y no, no, bah, entiendo, pero no sé de esas cosas…

―No, no, si nunca hiciste, ¿por qué vas a saber, no? Bueno, para que te ubiques: la razón de mi propuesta es que tengo un problema, soy diabético.

―Ah… ―dije. <<¿Qué me querrá decir este tipo?>>, me pregunté.

―Y la diabetes me jode en lo sexual. Tengo problemas de erección ―siguió.

<<¡No! ¡No! ¿Qué estoy escuchando? ¿Qué me dijo? ¡No! >>, pensé y pregunté:

―Pe… pe… pero no entiendo, ¿qué problemas te trae la diabetes?

―Y muchos, muchos. No es que sea impotente. Lo que pasa es que tengo que seguir una dieta. Si por cuarenta y ocho horas no como grasas ni azúcares, te puedo mantener una erección cuarenta y cinco minutos más o menos. Pero si como…

<<¿Y quién te dijo que yo iba a querer coger esta noche, pelotudo? Y si lo pensaste: ¿para qué carajo te morfaste esa suprema a la Maryland y ese helado? ¿Para venirme con este drama a mí, ahora?>>, pensé con bronca y pregunté:

―¿Y la pastillita azul? ¿No te hace efecto?

―No, no, es que cuando como grasas y azúcares me jode también la absorción del medicamento. Es lo mismo que nada. No me sirve.

<<No, no, este tipo me está mintiendo. Mi papá es médico y jamás oí que la diabetes pudiera afectar a la erección de un hombre>>, pensé y observé:

―Pero qué raro, porque mi papá es médico, y jamás me habló de esos problemas en los diabéticos.

―Es que no es muy común. La mayoría de los diabéticos no sufren de lo mismo que yo. A lo mejor retardos en la eyaculación, pero no dificultades en la erección. Somos los menos los que tenemos este problema. Yo tengo una combinación de una clase de diabetes y de otras cosas en mi organismo que me provocan eso. No sé bien qué, el médico me lo explico, pero no sé decirte con exactitud.

<<¿Por qué me tocó conocer a un asesino?, ¿Y por qué ahora a este tipo, con este drama? Estoy meada por los jinetes del apocalipsis>>, pensé y dije:

―Bueno, pero igual, si hacés dieta…

―Sí, sí, si hago dieta no hay problema. Soy un torito. Aunque, si dejara de fumar, sería mejor todavía, porque el cigarrillo tira para abajo también.

―Sí, sí. Tendrías que dejarlo. Hacer el esfuerzo ―dije. <<¡Y dejar de comer cosas que no podés, sobre todo cuando salís con una mina! >>, pensé enojada. <<¡Pero pobre tipo! Y yo me quejo de mis problemas. ¡Qué feo debe ser estar en su lugar! ¿Qué hago?>>, me dije luego.

El último galán

Buenos Aires, agosto de 2011.

―¿Y qué hacés, Ana?, ¿a qué te dedicás? ―me preguntó Orlando Duarte.

―Trabajo en una empresa.

―Ah, ¿y en qué área?

―Estoy en el directorio.

―Ah, bien ―me dijo.

―No, no tanto, no soy directora, soy… no sé, hago varias cosas: evaluación de proyectos de inversión, me ocupo de las actas, algunas cosas de marketing, muy variado. ¿Y vos?

―Yo trabajo en un banco, soy oficial de cuenta de grandes empresas.

―Ah…

―Y él es el gerente de la sucursal en la que trabajo, mi jefe ―me dijo señalando al gordito que estaba con Carla.

―Ah… ―dije y Carla me lanzó una mirada. Luego puso los ojos en blanco. Sabía que no tenía mucho tiempo.

―¿Y casada, soltera?

―No, no, soltera, soltera, ¿y vos?

―Divorciado, sin hijos.

―Ah… ―dije y pensé: <<Bien, bien, si puedo evitar a los tipos con hijos, mejor. Demasiada historia de vida para mí.>>

―¿Y cuántos años tenés?

―Treinta y uno, ¿y vos?

―Treinta y nueve ―me dijo y se produjo un largo silencio. Veía cómo el gordito le daba charla a Carla, que ahora parecía más entretenida.

―¿Y vivís por acá? ―me preguntó luego.

―No, no, vivo para el norte, bastante lejos de acá. ¿Vos?

―Yo vivo a veinte cuadras de acá ―me dijo y sonrió―.Estábamos solos con mi jefe y dijimos: “Hagamos algo el sábado”, y ahora estamos acá.

―Ah… ―dije. <<¿Qué más digo?>>, me pregunté.

―Y———————————————————–―me dijo y no lo oí.

―¿Qué? ―pregunté.

―———————————————————―repitió y no oí de nuevo.

―¿Qué? ―insistí.

―———————————————————– ―dijo y no pude adivinar ni una palabra.

―Ah… ―le dije, rendida.

―Y entonces, ¿cómo hacés? ―me preguntó.

―¿Eh?? ―dije. <<Ay, ¿qué hago ahora?, ¿qué me habrá dicho antes?>>

―Que cómo hacés para volver a tu casa―repitió.

―Ah, sí, sí, estoy con auto.

―Ah, ah, bueno, igual te llevaba si no tenías.

―No, no, pero tengo, tengo.

―¡Qué lástima! Me hubiera gustado llevar a una mujer como vos a su casa esta noche.

―Ah, gracias, jijiji ― le dije y miré a Carla. Seguía entretenida con el gordito.

Se produjo otro silencio, más largo que el anterior.

―¿Y hace mucho que te divorciaste? ―me animé a preguntarle.

―Sí, más o menos, hace dos años. ¿Y vos, hace mucho que estás sola?

<<Sí, toda la vida estuve sola. ¡A inventar un nuevo curriculum sentimental se ha dicho! A ver qué se me ocurre ahora…>>, pensé y dije.

―Y… dos años más o menos también.

―¿Y habías estado mucho tiempo de novia?

―Mmm… más o menos tres años… ―mentí sin culpa.

―¿Con el último novio estuviste tres años?

―¿Eh? ¿Con el último? Sí, sí, con el último estuve tres años.

―Ah, ¿y antes? ―me preguntó.

―¿Eh?… y antes también, tres años ― mentí más. <<Que no me pida fotos>>, rogué al cielo.

―Ah, o sea que a los tres años te cansás ―observó.

<<¡Uh! ¿Qué me dice? ¿En dónde me metí? ¿Cómo salgo de esto?>>, me preocupé.

―No, no es que me cansedije.

―¿No?

―No, no, pero a veces las relaciones se agotan― afirmé. <<¡Qué versera!>>, me acusé―. ¿Y vos? ―ataqué para salir del atolladero.

―No, yo, digamos, tuve una novia, una primera novia, desde los dieciocho hasta los veinticinco más o menos, con la que cortamos de común acuerdo. Y después, a los veintisiete, conocí a la que fue mi esposa. Dos años de novios y más o menos ocho de casados.

―Ah…

―¿Vos fumás? ―me preguntó.

―No, no fumo ―le dije.

―Ah, yo sí. ¿Te molesta el humo del cigarrillo?

―No, no me molesta, pero igual acá no se puede fumar.

―No, no, pero voy afuera un segundo y después entro de nuevo, ¿está bien?, ¿me esperás? Son dos minutos, si no te molesta…

―No, no me molesta, andá, andá. Yo aprovecho y voy al baño.

―Bueno, ya vengo ―me dijo y salió del bar.

―Carla, ¿me acompañas al baño? ―le pedí.

―Sí ―me dijo y se puso de pie.

―Y me parece re dulce el pibe, re bueno, re sensible ―me dijo Carla en el baño, mientras se pintaba los labios―.Ya me pidió conocer a Lucía, ¿no es divino? Porque ninguno me había pedido conocerla tan rápido. Y no es feo de cara, eh. Lo miré bien. Lo que pasa es que usa un modelo de anteojos muy antiguo. Y la carterita, eso no va, ¿lo viste?

―No, la carterita no la vi.

―Pero lleva carterita, fijate. Es out, out, de aparato recargado.

―Sí, sí, no, la carterita en los hombres, no va, no va. Tenés razón. Es demasiado para soportar

―Sí, sí, la carterita no va, pero eso es fácil, se la saco. También le cambio el modelo de anteojos y listo. Pero con lo del peso, no sé, lo tengo que poner a dieta. Ya me veo llevándole el tupper con zapallo hervido al trabajo. ¿Cuántos kilos tendrá que bajar? ¿Es mucho más gordo que Ferni, no?

―Y sí, sí, porque Ferni tenía diez kilos de más, quince a lo sumo, pero este me parece que tiene más ―le dije.

―Sí, sí, para mí tiene veinticinco kilos de más o treinta, ¿no?

―Y…

―¿Sabés lo que me va a decir Danilo cuando me vea con el gordo,no? Me va a gastar hasta que me muera.

―Ay, bueno, pero eso qué te importa, Carla.

―No, no, ya sé, Danilo no me importa, ¿pero mi vieja y mi hermana? Si ya me decían que F. era muy flaco y que se parecía a Fraticelli, con este no sé qué me van a decir…

―Bueno, igual falta para eso. No te estás casando todavía.

―Sí, ya sé, pero bueno, mi intuición me dice que esto va a andar bien y que las cosas van a prosperar.

―Esperemos.

―¿Y vos? ¿ Estás contenta? Está bueno el tuyo, nena

―Sí, sí, no es feo

―No es que no sea feo, es lindo. Y me da bronca, porque ya te veo la cara: no te gusta.

―No, no es que no me guste, pero ya sabés…

―Ay, no, no, Ana, ya sos grande, ¿qué?, ¿no estás entusiasmada porque estás pensando en el pelotudo de Martín?, ¿es por eso, no? Ya te conozco…

―Y bueno, ya sé, pero qué sé yo…

―Nena, todo bien, no es por matarte el mambo, porque a mí me parece que Martín algo de onda tiene, pero ahora vos estás acá y el tipo está con la novia, no está con vos, eh. Y el que encontraste hoy está bueno, está solo, te conviene.

―No, no, ya sé, ya sé, lo que pasa es que no puedo sentir entusiasmo por un tipo que recién conozco. No sé, tantas cosas pueden pasar…

―Ay, si ya tenés esa onda…

―¿Y qué querés?

Nada, que seas más positiva, boluda. Alguien tiene que haber en el mundo para vos. ¿Y por qué no puede ser este? Acordate de “Empresaria”.

―¿De “Empresaria”?

―Sí, acordate de cuando conoció a Gabriel. Ella estaba re metida con un compañero de la facultad que le tenía que sí, que no,  ¿te acordás?

―Sí, sí, algo me acuerdo.

―Y bueno, un día salió a bailar, lo conoció a Gabriel, se enamoró y a la mierda con el de la facultad. ¿Por qué a vos no te puede pasar lo mismo?

―Porque no sé… ―dije y salimos del baño.

Regresamos a la mesa. Carla  sacó de su billetera una foto de su hija y se la mostró a su candidato. Orlando Duarte, que ya se había sentado, me dijo que estaba tratando de dejar de fumar, pero que le costaba. Luego me habló de su familia y amigos y yo hice lo mismo. Su conversación no me resultaba entretenida, pero no me preocupé, pues nunca una primera charla con un hombre que había conocido en bares o boliches me había resultado entretenida.

―Bueno, la verdad es que la estoy pasando muy bien. A veces uno no tiene muchas esperanzas para un noche y pasan estas cosas, lindas cosas ―dijo y me sonrió.

―Ah… jijiji ―le dije.

―Me gustaría seguir esto, no sé, ¿qué te parece?

―Bien, bien. Está bien, jijiji

―¿Mañana?

―¿Mañana? Bueno, sí, sí, no hay problema.

―¿Querés ir a cenar? Hay un lugar muy lindo que queda cerca del río, por zona norte, cerca de tu casa…

―¿Cuál?

― “La V.”

―Ah, sí, sí, lo conozco ―<<Fui con Ferni una vez>>, pensé.

―Pero tené cuidado, Ana, acordate de lo que te pasó con Antonio Lombardo. No me gusta que salgas con tipos que conociste en la calle ―me dijo mi madre al otro día.

―No lo conocí en la calle, lo conocí en un bar.

―Es lo mismo.

―Bueno, pero voy con el auto, mamá. Además, él me dijo que me pasaba a buscar y yo le dije que no, que nos encontrábamos directamente en el restaurante.

―¿Y eso qué tiene que ver? Si después nos enteramos de que es un asesino serial, un psicópata, ¿no viste todo lo que está pasando?

―Yo no sé por qué no te dejas de joder con tipos que conocés así, ¿para qué vas a salir con ese tipo hoy? No entiendo, por qué mejor no te dedicas a levantarte a Almazán y te casás con él, en vez de perder el tiempo con un atorrante que sale a bares ―dijo mi padre.

―¡Ay, papá, con lo que me hizo Almazán! ¡Y todavía lo querés para mí!

―No sé, ¿qué te hizo?preguntó mi padre como si no lo supiera.

―Me hizo cambiar de ropa, acordate.

―Bueno, sí, sí, estuvo mal, te basureó, no sé por qué no lo mandaste a la mierda y renunciaste ―me dijo.

―¿Pero en qué quedamos, papá? ¿Querés que lo mande a la mierda o que me case al final?

―Que te cases, pero vos sos tan boluda, no le hacés caída de ojos… ―me dijo mi padre cuando yo cerraba la puerta de mi casa.

Subí a mi auto y emprendí el viaje hacia el lugar de encuentro con Orlando Duarte.

<<Seguro que le voy a tener que dar un beso hoy>>, pensé. <<¿Y hace cuánto que no doy un beso?>>, me pregunté e hice memoria. <<Casi dos años, ¿no? Bueno, yo muchas veces pasé varios años sin dar besos ¿Pero quién fue el último esta vez? ¿Ferni? No, no, fue el vecino de Danilo. Pero no, no, me parece que fue Ferni. ¿Cuándo salí con el vecino de Danilo de nuevo? Fue en el medio de lo de Ferni, sí, fue en el medio…>> concluí y mi mente se fue a octubre de 2009.

Dos días después de haber ido con Ferni a comer panqueques al bar “Carlitos”, recibí un mensaje de texto en mi celular: <<Hermosa, cuándo nos vemos?>>. Supe que me lo enviaba Rodrigo Prado, el vecino de Danilo. No entendía cómo el tipo se atrevía a contactarme de nuevo, varias semanas después de la salida espantosa que habíamos tenido. Por eso le respondí, sin titubear: “Nunca. Estás primero en el ranking de la peores citas de mi vida”. “EH!!! Qué mala onda!”, me contestó. “Es la única que tengo con vos”, le escribí. “Pero decime cómo lo arreglo. Qué hice tan mal?”, me preguntó. “Todo mal hiciste, nene. Ni siquiera un café me invitaste. Rata!”, le envié con gozo. Y ese día no volví a recibir a mensajes, pero al otro, muy temprano, leí: “Puede que haya estado mal. Dejamelo reparar”. No le respondí, pero insistió: “Te invito a una buena salida, con cena, tragos, lo que quieras”. “Como se nota que no tenés ninguna boluda disponible”, le respondí. Por escrito podía ser frontal. “No es así, me gustaste, pero tenía muchos dramas. Dame otra oportunidad”. De nuevo, no contesté. “Dale, no te veo por el edificio últimamente, pasó algo?”, “Salgamos de nuevo. Dejame disculparme”, siguió insistiendo por mensajes de texto. Pero recién alcanzó su propósito cuando, cansado de escribir y de no obtener respuestas, me llamó. Estuvo tan atento y educado, se desparramó en tantos pedidos de perdón,  que me convenció y acepté salir con él una vez más.

Me pasó a buscar con su auto por la puerta de la empresa a las seis de la tarde. Me llevó a tomar algo a un lugar muy fino y me contó todos los problemas de su vida: que sus padres se habían separado cuando era chico, que su madre luego se había casado con otro hombre y no le prestó más atención, que se llevaba muy mal con su exmujer y madre de su hijo, y que le costaba pensar en tener una familia, porque nunca había tenido una serio.

Luego de tres horas escuchándolo, salimos del lugar y nos subimos a su auto. Intentó darme un beso. El vecino de Danilo me atraía físicamente, también en sus gestos y en su voz, pero su vida, sus visiones y sus valores parecían ser muy diferente a la míos. Me asustaba.  Por eso no quise besarlo. Pero insistió y, al final, le di el gusto.

Él se portó mucho mejor que en nuestro primer encuentro. Sus besos fueron más dulces y placenteros. Demasiado placenteros. Habían logrado excitarme mucho y sorprenderme a mí misma por mi reacción. ¿Cómo podía calentarme tanto solo con unos besos? Todo lo que en las semanas anteriores había sucedido con Ferni había sido mi despertar sexual. Sin duda, alguna represión se había liberado en mi mente. Lo supe en ese momento, porque estaba caliente, muy caliente, como nunca lo había estado en una situación así. Y las sensaciones que me provocaba el vecino de Danilo con sus besos eran mucho más fuertes e intensas que las que me había provocado Ferni. La atracción física, ausente con uno y presente con el otro, jugaba su papel y me mostraba las diferencias.

Cuando el vecino de Danilo puso una de sus manos sobre mis pechos, se la saqué.

―¿Por qué? ―protestó.

―Porque no, no quiero avanzar más que esto ―le dije nerviosa.

―¿Y por qué no querés avanzar más que esto? 

―Porque no, porque no me da para acostarme con un tipo en estas condiciones.

―Bueno, pero para que lleguemos a acostarnos falta. Te estaba tocando un pecho recién…

―Sí, sí, pero bueno…

―Además, ¿qué condiciones necesitás?

―Mmm…

―¿Es por lo que te propuse la otra vez: acostarnos y después ver, no?, ¿no te van esas cosas?

―No, no me van.

―¿Por qué?

―Porque no, no me van. Necesito saber que me van a llamar al otro día –me animé a decirle.

―Bueno, si hoy lo hacemos, te prometo que mañana te llamo seguro ―me dijo riéndose.

<<No, ni loca lo hago con este tipo. No es para mí. El que es para mí es Ferni, en familia, en valores, en estilo de vida, es el único que me puede dar la clase de afecto y seguridad que necesito>>, pensé y dije:

―No, pero no, no.

―Pero si tenés ganas, no entiendo para qué te privas ―me dijo.

<<¡Uy, este se dio cuenta de que estoy hirviendo! ¡Qué vergüenza!>>, pensé.

―No, pero no, no ―dije.

―Yo, hoy, no te puedo prometer un compromiso. La verdad es esa, recién nos conocemos, no sabemos lo que puede pasar…

―Es que es eso, recién nos conocemos, yo no puedo así. Necesito conocerte más.

―Bueno, conoceme más ―me dijo y, a pesar de mis negativas, logró llevarme a cenar.

Insistió en tener relaciones después de la comida, pero no pudo con mi negativa, y no le dejé más alternativa que depositarme en mi casa, con la promesa de vernos otra vez.

En los días que siguieron el vecino de Danilo me sorprendió, pues me envió varios mensajes y me llamó muchas veces. Yo jamás lo atendí. Me escapé, por miedo. Si lo hubiera visto de nuevo, tal vez habría terminado en su cama. Quizás, hasta enamorada. Y lo evité, evité todo lo que hubiera sucedido, porque pensaba que no era el hombre indicado. Necesitaba que me quisieran y mi mente no creía en el vecino de Danilo, solo podía creer en Ferni, a pesar de todo lo que ya me había hecho.

<<Bueno, pero ahora mejor que me olvide de lo que pasó, de lo que hice o no hice, ya hace dos años de todo eso>>, pensé cuando llegué al restaurante y vi a Orlando Duarte esperándome en la entrada.

Cuando no pagan (III)

Buenos Aires, agosto de 2011.

―Aparte, ese Martín va al gimnasio, se nota eso, no te conviene ―me dijo Danilo.

―¿Y qué tiene que ver que vaya al gimnasio? ―preguntó Carla.

―Tiene que ver ―dije―. A mí los tipos que van al gimnasio no me gustan, ya sabés, pero no me parece que Martín vaya, bah, no sé, tiene su buena espalda, pero no creo que sea de gimnasio.

―Sí es de gimnasio, Ana, además tiene músculos en los brazos. No sé ahora, pero cuando lo vi los tenía ―dijo Danilo.

―No, no, lo que pasa es que es alto, grandote, y tiene brazos anchos, pero no creo que sea de gimnasio ―insistí.

―Ay, Ana, ¡mirá la cara que ponés! ¡Estás horrorizada! ―me dijo Carla.

―No, no estoy horrorizada. Ya sabés que no me gustan los tipos con el cuerpo trabajado, nunca me gustaron y no me parece que Martín tenga el cuerpo así. Nada más, es por eso mi cara ―le dije. En realidad, me angustiaba pensar que Martín era un tipo de gimnasio. Tenía un gran prejuicio en contra de los hombres que hacían un culto de su cuerpo.

―Va al gimnasio, Ana, y un tipo que va al gimnasio ya sabés por qué va ―insistió Danilo.

―Para levantar minas en el gimnasio, sí,  ya sé ―le dije resignada.

―No, no solo para levantárselas en el gimnasio, para levantárselas en todos lados. Un tipo que va al gimnasio es un tipo al que le gusta tener muchas mujeres, es una fija esa―afirmó Danilo.

―¡Ay, Danilo, no digas pavadas! Vos no vas al gimnasio y te gusta tener muchas mujeres, eh ―le dijo Carla.

―No digo pavadas, nena, a mí no me gusta tener muchas mujeres, ¿qué decís? ―dijo Danilo y metió en la boca de su hija un cuchara llena de puré.

―¿Qué digo? ¡Encima preguntás! No, no, es mucho esto. Perdón, me había olvidado de que eras un hombre de una sola mujer, perdón, perdón―le dijo Carla riéndose a carcajadas.

―Que haya tenido mis cositas no quiere decir que me guste tener muchas minas, eh. Uno puede tener sus momentos ―dijo Danilo.

―Sí, sus momentos. Vamos, nene, ya nos conocemos ―le dijo Carla.

―No, se ve que no me conoces todavía. Además, en vez de preocuparte por mí, mejor preocupate por lo que está haciendo tu novio ahora, porque todavía no me dijiste qué carajo hacés un sábado a la noche sin él y queriéndote ir de joda con Ana.

―No tengo más novio ―le dijo Carla.

―¿No? ¿Por qué? ¿Qué pasó? ―le preguntó Danilo.

Yo sabía lo que había pasado. Carla me lo había contado la noche anterior, pero iba a tener que volver a escucharlo mientras disfrutaba la comida: costillitas de cerdo con arvejas, morrones, huevos y papas fritas.

―Me dejó ―le dijo Carla.

―¿Te dejó? ¿Cuándo te dejó? ―inquirió Danilo e introdujo otra cucharada de puré en la boca de Lucía, mientras le limpiaba la cara, que estaba llena de restos de comida.

―Hace dos días.

―¿Y por qué?

―Porque sí, porque me dejó, no me quiere ―le dijo Carla, molesta.

―¿Y así te lo dijo, así de una?

―No, no, ya venía diciéndome algunas cosas y yo no me di cuenta o no sé…

―¿Qué cosas te dijo?

―Ay, no, nene, ¿para qué querés saber?

―Porque quiero saber, obvio.

―Bueno, no sé, muchas cosas, yo también me mandé una cagada, pero bueno, no creo que haya sido eso.

―¿Qué cagada te mandaste, Carla? ―pregunté, porque de eso ella no me había hablado la noche anterior.

―Nada, una boludez. ¿Viste que lo conocí por una página de internet?

―Sí.

―Bueno, después de que lo conocí, yo igual me seguí conectando a la página, para chatear con otros también.

―Pero, Carla, ¿no era que estabas enamorada de F.? ¿Por qué hacías eso? ―exclamé.

―Porque sí, porque no sabía, o sea, sabía lo que sentía yo, pero mejor tener siempre uno en la gatera, por las dudas, ¿no? Te salen con cada cosa que una no sabe al final lo que puede pasar, y yo no quiero vivir más duelos, ¿para qué, no? Si ya me di cuenta de que si salgo con otro enseguida me evito quedarme llorando. Es buena mi estrategia. Pero como F.  me descubrió, yo dejé de chatear, no pude aplicar mi método, y acá estoy, ¿ves? El tipo al final me dejó y me quedé sin repuestos.

―Bueno, Carla, pero eso no es tan fácil. No es tan fácil encontrar reemplazos enseguida ―le dije.

―¿Viviste mucho duelo por mí, no? Se nota ―dijo Danilo al mismo tiempo.

―No, nene, no viví ningún duelo por vos, fue un alivio cuando cortamos ―dijo Carla―. Y no le pongas tanto puré en la boca a la nena, no ves que escupe todo, no puede tragar tanto ―agregó y le sacó la cuchara a Danilo.

―No le pongo mucho, dejate de joder, yo sé cómo darle de comer a mi hija ―le replicó Danilo ―.¿No, Luly? , ¿no que papá te sabe dar de comer? ―agregó dirigiéndose a su hija y poniendo vos de tonto. La nena le sonrió.

―¡Pero mirá, la manchaste toda, boludo! ―se quejó Carla y comenzó a limpiar a Lucía―. Y bueno, fue así ―siguió, dirigiéndose a mí ―,F. se dio cuenta de que me había conectado varias veces cuando ya estábamos juntos, porque en la página se puede ver eso, y se enojó, no le gustó una mierda.

―Y con razón se enojó ―le dije.

―Pero yo le expliqué que no había salido con nadie, que había entrado para joder nada más. Y al final, bueno, me creyó.

―No sé si te creyó, Carla, no sé, a lo mejor el tipo se pudrió por eso ―le dije.

―No, no creo, porque estuvimos un mes re bien después, hasta que pasó lo de la comida.

―¿Qué pasó con la comida? ―preguntó Danilo.

―Nada, que una vez estábamos cenando y me dijo que comía con la boca abierta, que probara cerrarla más, pegar los labios.

―¿Eh? ¡Pero si no comés con la boca abierta, Carla! Ah, no, no, ya sé, ya sé lo que pasó: te vio chupar huesos, como vas a hacer ahora con la costillita ―le dijo Danilo.

<<Ay, ¿yo comeré con la boca abierta también?>>, me pregunté.

―No chupé huesos delante de él, nene, tan boluda no soy ―dijo Carla.

Y yo me metí una un pedazo de papa frita en la boca y uní completamente mis labios de una manera que no permitía que pasara ni un hilo de aire entre ellos.

―Ah, claro, conmigo nada más hacés esas cosas de chanchito ―le dijo Danilo en cargada.

Comencé a masticar el pedazo de papa frita  y me di cuenta que mantener los labios completamente pegados durante el proceso no era natural. La masticación se hacía extremadamente lenta y dificultosa.

―No, nene, con vos tenía más confianza, fue por eso,  y con F. seguro hubiera empezado a hacerlo en algún momento, porque yo soy así, ¿no? Si me gusta chupar los huesos, me gusta, ¿qué hay? Y además yo sé que no como con la boca abierta. Solamente no pego los labios, porque no me sale, qué sé yo, si lo hago, tengo que masticar muy lento, probé cuando él me lo dijo para dejarlo contento, pero no puedo, me pone nerviosa comer así.

En ese momento, recordé que “el potus” y Bety comían así, con los labios que parecían pegados con “La Gotita”, masticando con mucha lentitud.

―Sí, sí, no se puede, bah, no es que no se pueda, pero no es auténtico ―dije―. Lo importante o la regla de buena de educación es que no se te vea la comida en la boca, pero lo de pegar los labios lo hacen dos compañeras de la empresa, “el potus” y la secretaria de Almazán, y comen muy despacio, demasiado despacio, y te das cuenta que las muecas y la masticación no son naturales, porque estoy segura que cuando están solas no comen así. Es de falsa, de falsa es pegar los labios.

―Sí, sí, tenés razón, esa sensación me daba, que es de falsa, que es de mina falsa comer así, pero a F. le gustan las falsas, parece ―me dijo Carla.

―No es que le gusten así, ¿mirá si se va a fijar en esas cosas? Te quería preparar el terreno para dejarte, por eso te lo dijo. O será un descalificador, un tipo que le gusta criticar todo, rebajar a los que están con él ―opinó Danilo.

―No sé…―dijo Carla.

―¿Y qué más pasó?

―Otro día, dos o tres después, estábamos hablando de historia, de las mujeres, del derecho al voto, qué sé yo, esas cosas, y yo le dije, medio en broma, medio en serio, que me gustan más las sociedades de antes, machistas, y me despaché con que la liberación de la mujer no sirvió para nada, porque antes los tipos te mantenían, no tenías que trabajar, te quedabas cuidando chicos, sí, pero bueno, como casi ninguna mujer trabajaba, los hombres tampoco tenían mucha oportunidad de meterte los cuernos, de conocer minas en los laburos.  Y ahora es una mierda, porque tenés que salir a laburar, después cuidar a los chicos y encima los tipos viven rodeados de minas que cada vez se producen más y los tientan, y una también está obligada a estar siempre físicamente diez puntos. Por eso prefiero el machismo, porque ahora la vida de la mujer es más sacrificada. Porque a mí no me vengan con otra cosa. Eran mejores los tiempos machistas, eh. Y bueno, se lo dije y me miró como si fuera una loca. Me dijo que mi conformismo era exasperante y me llevó a mi casa, me depositó ―dijo Carla.

―Bueno, no tiene sentido del humor ―le dije.

―No, no tiene, un boludo el tipo ―dijo Danilo―.Te va a costar encontrar a otro como yo, qué le vas a hacer…

―Si es para encontrar a otro como vos, ni busco, ya me estoy reservando lugar en un convento ―le dijo Carla.

―Sí, hacete la superada, dale ―le dijo Danilo.

―No me hago la superada, nene.

―Bueno, ¿y después de eso te dejó? ―le preguntó él.

―Sí, más o menos, lo llamé al otro día, salimos, pero casi ni hablaba él. Así que lo encaré, le pregunté qué le pasaba y él me dijo que no sabía, que creía que me quería, pero que no me amaba.

―Ah, bueno… 

―Y yo le salí con la teoría tuya ―me dijo Carla.

―¿Qué teoría? ―preguntó Danilo.

―Que decir “te amo” en vez de “te quiero” es una costumbre que se tomaron ahora en la Argentina y que importaron de las novelas mexicanas, porque es el mismo sentimiento.  Antes no se decía tanto “te amo” como ahora ―dijo Carla.

―Sí, porque ahora cualquier pelotudo en la televisión está diciendo “Yo amo a mis hijas, a mi esposa, a mi mamá, a mis perros” y qué sé yo, y antes decían “te quiero” nada más ―agregué.

―Es para hacerse los que quieren más a los hijos y a la esposa que los demás. Por eso dicen  “te amo” con exageración. Porque vamos, ¿ahora por qué al cambio? ¿Qué? ¿Cambiaron los sentimientos? ¿Se hicieron más intensos? No. Te quieren o no te quieren, es así. Eso de te quiero pero no te amo es un boludez. No te quieren un carajo y punto. Así que se lo dije a F. directamente y se levantó de la mesa. Estábamos en un bar. Se enojó y se fue. Tuve que pagar la cuenta yo. Encima que era él el que me estaba dejando ―dijo Carla.

―Era la excusa para sacarte de encima ―le dijo Danilo.

―Bueno, no me lo digas tan así, porque duele. Y me siento mal, porque a lo mejor, si me hubiera callado un poco la boca…

―No, no, Carla, ya me dijo mi psiquiatra una vez que nada de lo que uno haga o diga va a provocar que el otro salga corriendo así nomás, menos en el principio de la relación ―le dije.

―Sí, sí, tiene razón, no es nada que hayas hecho vos, quedate tranquila ―le dijo Danilo.

―¡Ah! ¿No es nada que haya hecho o haya dicho yo? No me quedo más tranquila, eh, porque entonces no es lo que uno hace o dice, que tiene remedio, es lo que uno es, y eso no tiene remedio, es peor de soportar, te dejan por lo que sos, así de simple ―sentenció Carla y me angustié ―Al final esas cosas pasan por ser de clase media hasta en la belleza, es por eso y me da bronca, porque yo estoy convencida de que a Brad Pitt nunca lo dejaron y a Angelina Jolie, tampoco. Seguro que a esos no les pasó nunca.

―Ay, no sé, Carla, no sé si es así ―le dije―. ¿Mirá mi compañera de la facultad, Belén M.? Es muy linda, es preciosa, y el novio la dejó hace unos meses por otra que físicamente ni se le compara. Y mirá, también la novia de Almazán es preciosa, ¿y? El tipo la tiene todo el día vestida con el uniforme de vendedora, la hace trabajar los fines de semana. Encima no le compra nada, porque el otro día la vi y la piba tenía unos zapatos que daban lástima.

―Bueno, pero esa piba se levantó al dueño de la empresa, nada menos, pavada de levante se hizo. Encima es lindo, yo me bancaría cualquier cosa con ese tipo ―me dijo Carla.

―No sé, no creo… ―le dije.

―Bueno, pero después que pasó con F., ¿no te llamó más? ―interrumpió Danilo.

―No.

―Bueno, pero hace dos días nada más.

―Pero no va a volver a aparecer, estoy segura. Tenía el Facebook lleno de fotos conmigo y ayer se lo revisé y las había sacado a todas el forro ―dijo Carla―. ¿Ya no querés más, mi amor, hermosa? ―le preguntó a la nena, porque había cerrado la boca y había pronunciado un “no” quejoso cuando Carla le quiso dar más puré.

―¡Qué apuro para sacar las fotos de Facebook! ―observé.

―No, no quiere más, dejala, no la embuches ―le dijo Danilo.

―No la embucho, nene.

―Tenemos que hacer la parejita ahora ―le dijo él.

―Ay, ¿qué decís? ―se quejó ella.

―Ana, yo quiero tener otro hijo, el varoncito, ¿qué te parece?

―¿Con Ana lo querés tener? ―le preguntó Carla―. La única que te faltaba.

―No, nena, lo quiero tener con vos. Le pregunto a Ana para ver qué piensa, nada más.

―Y no sé, ¿qué querés que piense? ―le dije.

―Ella sigue enamorada de mí, ¿no? No lo quiere reconocer, pero es así ―me dijo Danilo y me miró expectante.

―Mmm… no sé… no me parece ―le dije y Danilo frunció el seño.

―No, no, no sigo enamorada, no, nene, ¿para qué le preguntas a Ana?

―Porque vos te hacés la orgullosa ―le dijo Danilo.

―No es orgullo, ya te dije, no te quiero más, ya sabés. No jodas más, buscate a otra para tener otro hijo, a mí no me mires, eh.

―Sí, sí, no te miro, no te miro, ya vas a venir a rogarme, vas a ver ―le dijo Danilo con tono desafiante ―. Y bueno, ¿a ver?, ¿adónde van a ir hoy?

―No sé, creemos que a San Telmo, hay bares por ahí ―le dije.

―¿No van a ir a bailar?

―¡¿A bailar?! ―exclamamos Carla y yo.

―Ni loca voy a bailar ―dije.

―A F. me olvidé de decirle que lo mejor de estar de novia es no tener que ir más a bailar para buscar un tipo. Con eso, lo terminaba de espantar ―dijo Carla riéndose.

―¿Pero no quieren buscar tipos ustedes dos? ―preguntó Danilo.

―Sí, pero bancarme una noche entera enun boliche para eso, no, no, me quedo soltera. Tiene que haber otros lugares para encontrar tipos estando sentada y tranquila ―le dije.

―Son dos vieja aburridas ―afirmó Danilo.

―No, no somos viejas, nunca nos gustaron los boliches, ya sabés, desde chicas fue así, Ana y yo siempre íbamos por obligación.

Terminamos la comida hablando de salidas y de épocas pasadas. Cuando llegó el momento de pagar la cuenta, Danilo tomó la factura e hizo el cálculo.

―Son ochenta y dos pesos cada unodijo.

―Bueno, pongamos ochenta y cinco cada uno y ya tenemos la propina del mozo ―dije.

―Ok ―dijeron los dos.

Salimos del bodegón y nos despedimos de Danilo y de Lucía, que se quedó con él.

―Che, ¿Danilo te da plata para Lucía? ―le pregunté a Carla cuando ya estábamos en el auto, en viaje hacia la zona de bares de San Telmo.

―Sí, una vez, hace mucho, me dio trescientos pesos.

―¿Qué? ¿No te dio más que eso desde que nació la nena?

―Y no, no, a veces compra pañales. Pero no, no, nunca me dio nada. Pero si lo oís hablar, no sabés, eh. Él dice que trabaja para su hija, que se desvive por ella. Un exagerado es…

―Sí, me imagino. Se debe hacer el padre abnegado.

―Sí, seguro, y con las minas también, seguro que se vende como el mejor padre, como un hombre de familia. Yo no quiero pensar, pero seguro que a las mujeres que conoce no les debe decir lo que me hizo. Debe armar una historia que nada que ver.

―Sí, capaz que dice que vos lo dejaste.

―Seguro. Es un chanta, un chanta. Igual no te digo que sea mal padre. Lo de la plata ahora no me preocupa, aparte la obra social de la nena se la descuentan del sueldo a él. Así que con eso se cubre y yo no necesito más por ahora. No me genera gastos la nena. No sé qué va a pasar más adelante, cuando vaya al colegio y esas cosas, ahí seguro que sí me va a tener que dar. Pero bueno, igual Danilo está siempre con Lucía. La verdad es que en eso no me puedo quejar. Yo tengo mucha libertad para dejársela cuando quiero. Nunca se niega.

―Sí, eso está bueno.

―Che, poné el cd ese de los popurrí de Lucía Méndez, que estaba lindo ―me pidió Carla y yo accedí.

Por eso llegamos a nuestro destino cantando:

“Esta es noche es mi noche ya, quiero sentirme viva una vez más. Este caso es de vida o muerte, necesito un buen amor urgentemente, aquí, en esta soledad. Necesito un buen amor, porque ya no aguanto más, ¡ay qué soledad!, ¡ay, qué soledad!!”

―Somos patéticas ―me dijo Carla cuando salimos del auto.

―Sí, ya sé, pero es divertido. ¿Están buenas estas canciones nuevas de Lucía, viste?

―Sí, sí, están buenas, pero igual somos patéticas escuchando esa música. ¿Entramos acá? ―me dijo Carla señalándome un bar.

―Sí, dale ―le dije y entramos.

―Ay, no, no, la música está muy alta, no se puede hablar acá ―me dijo Carla antes de que eligiéramos una mesa―.¿Vamos a otro?

―Sí, vamos, vamos.

Y los otros bares a los que entramos también tenían la música puesta a muy alto volumen. Por eso ya no seguimos recorriendo, entramos a uno, nos sentamos a una mesa y nos resignamos a aguantar el suplicio. Pedí un daikiri de frutilla y Carla, uno de durazno.

―Todo sea por conseguir un tipo. ¡Qué  vida de mierda! ¿A vos te parece que haya que hacer tanto esfuerzo para conseguir un tipo? ―me dijo Carla a los gritos, para que pudiera escucharla en medio del ruido.

―Sí, porque no hay casi. Son bienes escasos, por eso se valorizan tanto. Y las mujeres ahora somos la prueba de la teoría económica del deterioro de los términos del intercambio. Hacemos el papel de los países subdesarrollados. Eso explica el esfuerzo.

―Y lo peor es que tanto lío es al pedo, porque después uno está en pareja y se pudre.

―Bueno, Carla, vos hablás mucho, pero al final siempre estás en pareja, y cuando no estás, querés estar, eh, así que no te hagas la canchera.

―Es una imposición social, ¿qué querés que haga si no estoy en pareja?, ¿qué hay para hacer en la vida, a ver?

―No sé, qué sé yo ―le dije  y el mozo (un chico joven muy lindo) se acercó a nuestra mesa:

―Chicas, esos dos que están ahí en esa mesa ―nos dijo y señaló a dos hombres, uno lindo y el otro no tanto, porque estaba un poco excedido de peso―, ¿los ven?

―Sí ―le dijimos las dos.

―Bueno,  estos dos caballeros quieren invitarlas otra ronda de lo que están tomando, ¿aceptan?

―Sí ―dijo Carla ―,aceptamos.

―Ah, bueno, no te hagas rogar mucho, eh ―dijo el mozo y sonrió.

―Bueno, perdón ―le dijo Carla riéndose.

―No te preocupes, ahora les voy a decir que ustedes no querían, que tuve que insistirles ―nos dijo y se fue caminando, en dirección a la mesa de nuestros candidatos.

―Ay, uno es gordito, con anteojos, es feo, el otro está mejor, mucho mejor ―me dijo Carla. Estábamos en competencia, aunque no quisiéramos y no nos gustara reconocerlo. Las malas condiciones del mercado sentimental nos sometían a eso.

―Sí, sí, el otro está mucho mejor. Está bueno ―le dije. <<Seguro que al gordito me lo voy a tener que fumar yo>>, pensé ―.Pero el gordito es generoso, por lo menos paga, ¿no?―agregué en voz alta, para darme ánimo.

―Sí ―dijo Carla mirando a nuestros candidatos―.Uy, uy, se levantaron, vienen para acá, vienen para acá.

―Chicas, ¡qué tal!―dijeron cuando estuvieron cerca.

―Bien, bien, ¿ustedes? ―dijo Carla.

―Bien, muy bien, paseando, ¿ustedes?, ¿qué hacen hoy? ―dijo el lindo y me miró a los ojos.

―Nada, acá… jijiji.

―Tomando algo ―agregó Carla.

―¿Las podemos acompañar a tomar la otra ronda que les invitamos? ―preguntó el gordito.

―Sí, sí, pueden ―respondió Carla.

Y el gordito se sentó al lado de Carla. El lindo, a mí lado.

―¿Cómo te llamas? ―me preguntó mientras acercaba su silla para pegarla a la mía.

―Ana, ¿y vos?

―Orlando. Orlando Duarte ―me dijo (va con nombre de galán).

Cuando no pagan (II)

Subí por el ascensor hasta mi oficina. Ya no tenía los doce pesos en la mano. Martín N. me los había aceptado con completa naturalidad. <<Y claro, ¿por qué no iba a hacerlo? ¿Qué soy yo para él? Para él y para otros. Si soy una porquería, eso soy>>, me dijo una voz interior que aparecía esporádicamente, pero que, cuando lo hacía,  me era imposible controlar. <<Ni Ferni pagaba, acordate. Ahora te espera otro fin de semana vestida con trapos viejos, sin bañarte, sola y escuchando radio diez, porque la mente no te da ni para engancharte con novelas nuevas>>, siguió diciéndome esa voz mental, cuya fuente desconocía, pero que venía de una parte de mí, sin dudas.

Había mejorado en muchos aspectos, pero a veces me sentía la basura más repugnante del basurero, no importaba cómo se viera mi aspecto exterior, y mi mente iba y venía con pensamientos que acompañaban y reforzaban la sensación.

Ese viernes de agosto de 2011, cuando me senté en mi escritorio luego de devolverle el dinero del café a Martín N., no pude sobreponerme y los pensamientos negativos me ganaron la batalla. Me sentía mal, tremendamente angustiada, y, por más que luché, no pude reprimir los recuerdos del pasado que acompañaban mi estado de ánimo. Entonces, sin ya oponer resistencias, me laceré repasando las imágenes de los peores situaciones que había vivido con Ferni hacía ya casi dos años.

Buenos Aires, octubre de 2009.

―Lo voy a llamar a Ferni, porque ahora tengo una excusa buena, preguntarle por lo que pasa con su amigo Guillermo Santiesteban y “Casada”, es buena esa, ¿no?―le pregunté a Carla cuando ya estábamos acostadas y listas para dormir.

―Ay, no, no, Ana, no, esperá, ya te dije que esperaras, no seas tan ansiosa ―me dijo ella.

―Bueno, pero ya hace más de dos semanas que Ferni no me llama. Vos me dijiste que me iba a llamar en dos días y nada, ¿qué hago? Porque tengo miedo, a lo mejor la counselor le llena la cabeza en mi contra, tengo que parar eso, porque la mina le habla mal de mí, ¿mirá si lo convence?

―No, no, no lo va a convencer, dejate de joder. Además, está bien, hace más de dos semanas que Ferni no te llama, pero la abuela llamó en el medio por el asunto de ustedes, así que algo mal por vos lo debe ver a Ferni, pero igual, no te mandes a llamarlo así, porque al final no sé, no sé, Ana, a lo mejor quedás como muy desesperada.

―¿Desesperada? ¿Te parece?

―Y sí, sí, me parece. Ahora esperá, esperá. No queda otra. Y no te lo quería decir…

―¿Qué no me querías decir?

―Que no sé, Ana, no sé, Ferni no se está portando como todos esperábamos. La verdad es esa. El pibe no está moviendo ni un dedo por vos. No es por poner ejemplos, porque además no es un buen ejemplo, pero ni Danilo me hacía eso cuando estaba con la novia, nunca pasó más de dos días sin llamarme, porque un tipo que está enamorado te llama, ¿no? Dos semanas puede ser poco tiempo, pero en un enamoramiento como el de él es mucho, ¿o no?

―No sé… pero no, no, no puede ser, ¡con todo lo que me dijo!, lo del momento culmine, lo del chocolate que se guardó ocho años, el oso… y yo, encima, está bien, no hubo penetración, pero fue mucho lo que hice con él, no, no, no puede quedar todo así.

―Y bueno, ya sé, ya sé, Ana, ¿pero qué querés que te diga? No lo llames. Esperá a ver qué hace él. Ni con la excusa de lo “Casada” y Guillermo Santiesteban lo tenés que llamar, ni con eso, ¿entendiste?

―Sí, sí, entendí, entendí. Tenés razón. Y bueno, chau, tengo sueño―le dije y me di vuelta. Acomodé la almohada y me dormí. A la hora me desperté. Las palabras de Ferni, su supuesto sufrimiento cuando lo había dejado hacía ocho años, y todo lo que había pasado con él en las semanas previas me impidieron conciliar el sueño nuevamente. Carla roncaba y yo esperaba. Toda una noche despierta pasé hasta que sonó el despertador.

Cuando llegué a la empresa esa mañana, fui directo a mi sector: el archivo. Cargar números de legajos en Excel me permitió pensar, concluir, y obrar en consecuencia, desconociendo los consejos de Carla. Por eso, al mediodía, llamé a Ferni:

―Ho… hola ―le dije. <<¡Dios, lo único que me faltaba! Ahora me pongo nerviosa cuando hablo con Ferni>>, pensé.

―Hola, Ana, ¿cómo estás? ―me dijo él con un tono dulce de voz.

―Bien, bien, ¿y vos?, ¿podés hablar, no?

―Sí, sí, puedo hablar, mi novia no está. Pero yo no estoy bien, no estoy bien. Pienso todo el día en vos, no puedo parar.

―Ah, bueno, ¿y por qué no me llamaste?

―Porque no, no, si yo no puedo definir lo que siento, no te quiero molestar.

―¿Definir lo que sentís? ―pregunté con indignación.<<¿Y el chocolate, el momento culmine, el oso?>>, pensé.

―Es que son muchos años con mi novia, muchas cosas compartidas con ella…

―Bueno, no sé eso, pero vos a mí ni me querés ver… ―me quejé.

―No, no es que no te quiera ver, al contrario, me muero por verte, pero lo que pasa es que no me puedo definir y no te quiero molestar en vano, por eso no te llamo ni te busco. No te quiero lastimar.

<<¿Lastimar? ¿Qué está diciendo este pibe? ¿Qué piensa seguir con la novia y olvidarse de mí después de todo lo que pasó? Ah, no, no…>>, pensé y dije:

―Pero, Ferni, por vernos no me vas a lastimar. E igual yo no te llamaba por eso, eh.

―¿No?

―No, no, yo te llamaba por otra cosa, por mi amiga “Casada”…

―¿Por tu amiga “Casada”?

―Sí, sí, por lo de ella y lo de tu amigo Guillermo.

―Ah… ¿y qué pasa con eso?

―No sé, él despareció y ella está preocupada.

―No, no desapareció, ayer hablé con él.

―Ah, ah, ¿y no te dijo nada de “Casada”?

―No, no, nada, ¿por qué? No entiendo.

―Bueno, es complicado. Te había dicho que entre ellos dos pasaba algo, ¿no?

―¿Pero me llamaste solamente por eso? ―se quejó Ferni.

―Ay, bueno, te llamé, te llamé. Pero vos, nene, la verdad es que no sé bien qué pensar…

―Sí, ya sé que al final vas a terminar pensando mal de mí. ¿Me estoy comportando como un hijo de puta, no?

―No, no digo eso. Pero bueno, no sé, tantas cosas que me dijiste, ¿y ahora?

―No es mentira nada de lo que te dije, eh. Es más, hasta me callé cosas para no asustarte.

―¿Para no asustarme? ¿Por qué?

―Para que no te espante todo lo que siento por vos.

<<Ay, qué lindo, Ferni me quiere, ¿por qué dudé?>>, pensé.

―Bueno, pero ni me querés ver, no tenés ansiedad por verme ―le dije.

―¿Por qué? ¿Vos estás ansiosa por verme?

<<¿Por verte a vos? ¡No!, ¡por Dios! ¡No!>>, pensé. <<Pero no sé, no sé, ahora me quiero quedar con vos, quiero que me cumplas con todo lo que me dijiste, hasta con la última letra, nene>>, me dije luego.

―¿Y vos?

―Yo pregunté primero ―me dijo Ferni.

―Bueno, eso es de chicos. Pero si querés nos vemos ―le dije.

―¿Cuándo?

―Hoy, si podés.

―Sí, sí, puedo. ¿A las siete?

―No, no, más tarde, así voy a mi casa y busco el auto.

―Ah, sí, sí, porque sin auto…

<<¿Y por qué no le pedís el auto a tus viejos vos, pelotudo?>>,pensé, pero dije:

―A las nueve paso por la esquina de siempre, ¿está bien?

―Sí, sí, está bien ―me dijo él.

Y yo fui de la empresa a mi casa. Busqué el auto y les dije a mis padres y a Carla que iba a salir con Ferni porque él me había llamado. Les mentí porque sabía que reprobarían mi decisión de haber tomado la iniciativa de nuevo.

Ferni me esperó en la esquina pactada. Se subió a mi auto y me dio un beso en la boca. Luego suspiró, como si estuviera muy enamorado de mí y mi beso le hubiera devuelto el aliento.

―¿Adónde querés ir? ―me preguntó.

―No sé, a tomar algo.

―¿Y a comer no? ¿Ya comiste?

―No, no, no comí. Vamos a comer algo si querés.

―Bueno, ¿dónde te parece?

―No sé, a un lugar sencillo, quiero algo liviano, no tengo mucha hambre.

―Ah, pero yo sí tengo hambre. ¿Te gustan los panqueques?

―Sí.

―Porque hay un bar muy bueno cerca del río…

Y Ferni me dijo cómo llegar al lugar. Recorrimos varias cuadras en silencio, hasta que no aguanté más y le dije:

―Bueno, Ferni, pero yo necesito saber qué vas a hacer con tu novia, así no puedo seguir, eh.

 ―Ay, ¿tenemos que hablar de eso ahora? ―se quejó.

―Y sí, sí, tenemos que hablar.

―Pero no nos arruinemos la noche, hace muchos días que no nos vemos, disfrutemos. No hablemos de eso ahora.

―Bueno, pero…

―Al final voy a pensar que me llamaste por lo de tu amiga nada más.

―¿Eh?

―Es ahí ―me dijo y señaló el bar. “Panqueques Carlitos”, leí en el cartel―. Estacioná por acá, así no caminamos mucho.

Estacioné el auto en donde Ferni me indicó y nos bajamos. Entramos al bar y nos sentamos en una mesa. El mozo trajo la carta. Ferni pidió cuatro panqueques de gustos variados y yo, uno. Para tomar, elegimos cerveza.

―Mirá que yo de Guillermo no sé nada, eh, no hablamos de esas cosas, él jamás me contó lo que pasó con Verónica ni con el resto de tus amigas ―me dijo.

―¿No? ¿Y por qué no te cuenta? ¿No es que son amigos de tantos años? ¿No hablan de esas cosas?

―Y…―dijo Ferni y frunció el seño ―es que los hombres que llevamos una doble vida preferimos callar, será por eso ―agregó con seriedad.

<<¡¡Doble vida!! ¡Doble vida!! ¿Qué dice? Este pelotudo se cree que está en una novela, que lleva una “doble vida”? ¿Y conmigo, encima? No, no, esto es demasiado. ¡Cómo caí tan bajo, no puede ser!>>, pensé y dije:

―Bueno, Ferni, pero vos, llevar una doble vida, no sé…―le dije riéndome.

―¿Ah, no?¿ Y qué te parece esto? Yo nunca imaginé que iba a estar con dos mujeres a la vez.

<<Y yo tampoco, la verdad es que yo tampoco, Ferni, porque vos, nene, con dos minas, ¿quién lo va a creer? Sos la prueba viviente de lo mucho que está denigrado el género femenino>>, pensé y dije con bronca:

―Y bueno, Ferni, pero esto no puede ser, vas a tener que tomar una decisión.

―Sí, sí, ya sé, pero hace falta tiempo para eso.

―¿Más tiempo?

―A vos te parecerá mucho, pero para mí es poco, muy poco tiempo.

―No, no es poco tiempo, Ferni, no es poco tiempo. No digas pavadas.

―No digo pavadas. Vos no sabés lo que yo sentí cuando me dejaste. Sentí que el mundo se me acababa ahí. De verdad te lo digo.

―Bueno, ¿pero ahora qué estás haciendo? Yo estoy acá, con vos de nuevo, y no me estás demostrando eso.

―Sí, sí te lo estoy demostrando. Lo que pasa es que no valorás nada de lo que hago. Yo me estoy jugando por vos, estoy acá, hoy, con vos, cualquiera nos puede ver. Me arriesgo a que mi novia se entere de mi doble vida, y como no sabés lo que es que te dejen, te parece fácil.

―Bueno, Ferni, pero…

―Pero nada, es así, Ana, es así. No me puedo imaginar causando un sufrimiento tan grande, porque yo sufrí mucho cuando me dejaste. Ya te lo dije, por eso creo que jamás podría dejar a alguien, porque jamás podría causar un sufrimiento así.

―Ah, Ferni, pero no, no, ¿qué me estás diciendo entonces?, ¿qué nunca la vas a dejar a tu novia para no hacerla sufrir?

―No, no te digo eso, no. Es que, bueno.. ―dijo y el mozo nos trajo las cervezas y los panqueques ―Parece rico esto, eh.

―No sé… ―le dije de mala manera.

―No te pongas así. Mirá, te voy a decir algo ―dijo y comió un pedazo de panqueque ―:mi abuela tiene una corazonada ―agregó luego de haber tragado el pedazo, que había masticado muy despacio.

―¿Qué corazonada tiene tu abuela? ―pregunté y Ferni me hizo un gesto con la mano para que esperara a que terminara de masticar el otro pedazo de panqueque que se había puesto en la boca.

―Mi abuela dice que vos y yo vamos a estar de novios. Y mirá que mi abuela nunca se equivoca con sus corazonadas.

―Ah… ―le dije.

―No se equivoca, así que quedate tranquila ―me dijo luego de un rato bastante largo, que había usado para masticar y deglutir otro pedazo de panqueque.

―Pero, Ferni, no sé lo que me estás diciendo, porque una corazonada, ¿qué es?

―Un presentimiento, una premonición.

―Sí, ya sé que es un presentimiento. Pero no tiene nada que ver lo que me decís, porque, ¿qué?, un presentimiento es sobre algo en lo que no interviene la voluntad, o que no depende de nosotros, y acá todo depende de vos. ¿O qué?

―No, no es tan así. Ojalá dependiera de mí, porque mi mayor deseo es estar de novio con vos, pero no depende todo de mí desgraciadamente.

―Sí depende de vos. ¿Qué decís?

―Ya te lo dije: causarle un sufrimiento tan grande a mi novia se me hace cuesta arriba.

―Ay, Ferni, pero si tu novia no te puede ver, ¿no te das cuenta?

―No es tan así, no es tan así, o sí, bueno, pero no, no es que no me pueda ver, está apática nada más, aunque igual la corazonada de mi abuela se basa en eso, porque ella piensa que mi novia se va a ir, que en cuanto consiga un trabajo me va a dejar y entonces yo me voy a poder quedar con vos. Mi abuela me dijo que mi novia me haría un favor si me dejara porque así yo me podría quedar con vos sin problemas.

―¿Pero yo tengo que esperar a que tu novia te deje para que te quedes conmigo? Y si no te deja, ¿qué?, ¿vos la preferís a ella?

―No, no, acá no hay preferencias, no es así.  Ya sabés lo que siento por vos. Yo no podría dejar de verte. Si te pierdo de nuevo, me muero.

―¿Te morís?

―Sí, sí, me muero, creo que esta vez no lo voy a poder soportar, perderte otra vez, no, no lo quiero imaginar ―dijo Ferni y se puso un gran pedazo de panqueque en la boca ―¿Por qué no comés? Comé, dale  ―agregó luego de tragarlo.

―Sí, sí ―le dije y empecé a comer. Había creído en sus últimas palabras.

Pasamos el resto del tiempo en el bar hablando de otras cosas: trabajo, estudio y televisión. Cuando el mozo trajo la cuenta, Ferni revisó su billetera y me informó que no tenía efectivo.

―Ok, no te preocupes ―dije y saqué mi billetera.

―La próxima pago yo ―me dijo cuando le entregué la plata al mozo.

Salimos del bar y entramos al auto. Ferni me dio un beso en la boca y yo le correspondí, aunque con un poco de frialdad. Estaba convencida de que él sentía algo fuerte por mí, pero la situación no me conformaba y, tal vez por eso, adopté una actitud pasiva. Me dejé hacer. Él me tocó los pechos, el culo, y me bajó el cierre del pantalón para poner una mano sobre mi bombacha.

―¡Qué linda ropa interior que usas! ―me dijo.

―¿Qué? ―le pregunté. <<¡Pero si esta bombacha me la compró mi mamá en el supermercado! Es de algodón, gris, con pintitas negras, ¿qué tiene de especial?>>, pensé.

―Que me encanta tu bombacha. Toda tu ropa interior es relinda. Siempre tenés bombachas lindas.

―Ay, pero si son de algodón, son re simples.

―No, no, son re sensuales.

<<Uy, ¿qué ropa interior usará la novia?>>, me pregunté, e imaginé que usaría bombachas grandes, de color piel, que llegan hasta el ombligo.

―¿Vamos a un hotel?

―No, no, Ferni, no, hoy no.

―¿Por qué?

―Porque no, no, es tarde, tengo que volver a mi casa ―le dije por no decirle: <<Hoy, que te la chupe tu novia, ¡tarado!>>

―Sí, sí, es día de semana, es tarde, ya sé, pero sigamos un ratito acá, ¿sí?

―Sí ―le dije y Ferni siguió besándome en la boca y tocándome todo el cuerpo. Me gustaban las caricias. Tenía ganas de más, pero la bronca que sentía me impedía darle placer a él. Por eso dejé mis brazos muertos, reposando sobre sus hombros.

―¿Hoy qué pasa que no tenés tanto fuego como de costumbre? ―me preguntó.

―No sé, hoy no estoy inspirada ―le dije con una sonrisa tímida.

―Sí, a veces uno no está inspirado ― me dijo―.¿Y si reclinamos mi asiento y te me ponés encima?

―No, no, Ferni, no, mejor vamos ―le dije y puse las llaves en el tambor del volante. Le di arranque.

―Está bien, si es tarde, es tarde. Yo quería hacer tantas cosas. No voy a poder…

―Sí, Ferni, vos querías hacer muchas cosas, pero yo no estoy para una situación así ―le dije y el coche empezó a andar.

―Pero vos siempre supiste cómo era la situación. Es más, me dijiste que era lo mejor, porque tampoco estabas segura de lo que sentías por mí, acordate.

―Sí, sí, ya sé que te dije eso, pero bueno, no sé, se ve que hablé o pensé sin saber cómo eran las cosas.

―¿Por qué? ¿Ahora estás segura de lo que sentís por mí?

―Y no, no, la verdad es que tampoco estoy segura ―le dije y esperé que Ferni lo lamentara.

―Bueno, te entiendo ―me dijo con mucha tranquilidad ―.Entonces a lo mejor es recomendable que te tomes un tiempo para pensar en lo que te pasa conmigo, ¿no?

<<¡Un tiempo! ¿Este tipo me pide que me tome un tiempo para pensar? ¿Y así como si nada me lo dice? Cuando le pedí un tiempo hace ocho años él no hizo más que llorar y rogarme para no dejar de verme. ¿Y ahora por qué no me ruega?>>, pensé.

―Sí, sí, lo mejor es que me tome un tiempo ―le dije resignada y estacioné el auto en una esquina ―.¿Acá está bien?

―Sí, sí, estoy a dos cuadras de mi casa.

―Bueno.

―¿Y ahora qué hacemos? ¿Me llamás vos o te llamo yo?

―No sé, no sé, te llamo yo ―le dije por decir.

―Bueno, pero no nos despidamos así nomás, dame un beso ―me pidió y se lo di ―.¿Sabés qué me quedó por decirte? ―agregó luego.

―No.

―Que hace unos meses, antes de que pasara todo esto entre nosotros, cuando yo pensaba que eras imposible, soñé con vos.

―Ah…

―Y me desperté. Te juro que me quedé todo el día temblando porque era como si hubiera estado con vos realmente. No sabía que el sueño se me iba a cumplir.

―No, me imagino.

―¿Otro beso?

―Bueno ―le dije y se lo di.

―Te amo ―me dijo y salió del auto.

Sacudí mi cabeza y logré disipar el recuerdo para volver a mis tareas, ese viernes de agosto de 2011.  Pude trabajar a buen ritmo y dejar de lado el pasado, pero, cuando llegó la horade irme, volví a hundirme. Tomé el ascensor imaginando lo que me esperaba: un fin de semana sola, encerrada en mi casa, escuchando radio diez, como si tuviera setenta años. Sabía que no me bañaría ni el sábado ni el domingo y que tampoco me preocuparía por mi vestimenta ni por mi peinado. La oscuridad de mi interior se hacía notar esos días, los dos del fin de semana, aquellos en los que no tenía nada mejor que hacer más que lamentarme por mi situación. Había ensayado muchas formas de cambiar mis pensamientos, de construir esperanzas, pero todas fracasaban. Nada me convencía por más de unas horas de que la vida podía ser más linda y agradable para mí.

En el segundo piso, el ascensor se detuvo y entró Martín. Estábamos solos y volví a ilusionarme. <<A lo mejor me dice algo>>, deseé. Pero él no pronunció palabra. Solo me cedió el paso cuando las puertas del ascensor se abrieron en la planta baja y me dijo:<<Chau, buen fin de semana>>, cuando pasamos por el molinete de salida. Ya en la vereda, lo vi alejarse de la mano de su novia.

―Bueno, Ana, lo de la plata que te aceptó no quiere decir nada. Pero lo de la novia sí, encima te la muestra y ya te dijo que la quiere, así que listo, olvidate, salvo que quieras ser la amante o tener una aventura, pero sabemos que no te van esas cosas, así que apuntá a otro lado, dejate de joder con Martín ―me recomendó Danilo.

―¿Por qué? No, no, a mí no me parece, a lo mejor la novia lo estaba esperando y no le quedó otra que irse con ella delante de Ana, porque para mí el pibe algo de onda tiene. Busca acercamientos, lo que pasa es que ella no le tira un centro claro ―dijo Carla.

―Se la quiere coger nada más, se quedó con las ganas ―opinó Danilo.

Era sábado y estábamos los cuatro: Carla, Danilo, la pequeña Lucía y yo, cenando en un bodegón que quedaba muy cerca del departamento del exnovio de mi amiga. ¿Cómo había llegado ahí? Carla me había enviado un mensaje el viernes a la noche: <<Lucía ya canta Corazón de piedra. Ozazón e iera pronuncia>>, me dijo. <<Uh, qué bueno, la quiero ver>>, le respondí. <<Sí, seguro la ves. F. (el novio) me dejó ayer. Estoy muy triste. Salgamos mañana>>, me escribió ella y me sacó de mi destino habitual de fin de semana, obligándome a bañarme, a vestirme y a maquillarme para asomarme al exterior un sábado a la noche.

 

 

Cuando no pagan (I)

“Condenaron al abogado”, fue el título de la nota del diario que leí esa mañana de un viernes de agosto de 2011. Estaba tomando un café en el bar al que iba casi todos los días y esperaba que se hiciera la hora para entrar a la empresa. Siempre daba una mirada rápida a las principales noticias del diario en la pantalla de mi computadora, pero esa vez tuve que detenerme en una. Dejé de lados mis temores y enfrenté la lectura: Antonio Lombardo había sido condenado a dieciséis años de prisión el día anterior. La sensación fue contradictoria: por un lado, el alivio de saber que no iba a volver a cruzármelo por mucho tiempo y, por el otro, la tristeza que me provocaba su desgracia.

“El abogado defensor de Antonio Lombardo declaró que va a apelar el fallo, pues, a su criterio, los jueces nos tuvieron en cuenta elementos que obran en la causa y que hacen plena prueba del estado de emoción de violenta en el que se hallaba el acusado al momento de cometer el crimen”, leí, y una mano se posó sobre mi hombro derecho.

―¡Ay! ―exclamé sobresaltada y me incliné para un costado de manera brusca.

―¡Eh! ¡No te asustés! ―me dijo Martín N.―¡Hola! ―agregó y se agachó para darme un beso en la mejilla.

―No, no me asusto. Es que estaba distraída ―le dije mientras se lo daba y empezaba a sentir que los latidos de mi corazón corrían a velocidad de rotación.

―Sí, sí, ya veo. ¿Qué hacías?

―Nada, leía el diario ―dije y me pregunté: <<¿Este qué quiere? ¿Amigarse conmigo?>>

―Ah, ¿en la computadora? Yo prefiero el papel ―dijo y me mostró un diario que tenía en sus manos. <<Bueno, lo que pasa es que nuestra relación tiene que haber cambiado un poco después de la importante conversación que tuvimos>>, concluí.

―Sí, es mejor ese, pero nunca tengo tiempo de leerlo entero.

―Ah, no, yo nunca lo leo entero tampoco, pero me gusta más el papel ―me dijo y se quedó ahí, parado al lado de la mesa en la que yo estaba. <<¿Lo tengo que invitar a sentarse conmigo?>>, me pregunté.

―¡Qué raro! A vos que te gustan las computadoras…―observé.

―Y será por eso, tanta pantalla de monitor todo el día me cansa…

<<Ay, ¿qué digo ahora?>>

―Me imagino…―fue lo único que me salió.

―No, no es mi celular el que está sonando ―dijo Martín y sacó su BlackBerry del bolsillo. Yo no había escuchado sonar a ningún teléfono―. ¿No es el tuyo? ―me preguntó luego.

―¿Qué? ―pregunté confundida mientras lo miraba y luego caí: <<¡Ay, Dios, sí, es el mío! ¡La puta madre! ¡Los nervios no me dejaron escucharlo! ¡Cómo me pueden pasar estas cosas!>>, pensé―. Ah, sí, sí, es el mío, es el mío ―dije apurada y comencé a revolver la cartera buscándolo. Lo encontré y atendí:

―¡Hola!

―Anita, ya son las nueve y media y no estás acá, ¿qué pasa? ―me dijo Gustavo Almazán.

―¿Por qué? Si entro a las diez.

―Anita, no, hoy tenías que estar a las nueve y media. Viene el franquiciado de Mar del Plata, Anita, invirtió dos millones de pesos en la nueva sucursal, no te podés olvidar de esas cosas.

―No, no, pero yo no sabía.

―Anita, te mandé un mail ayer.

―Ah, ah, no, no, ¿a qué hora me mandaste el mail? No tengo BlackBerry, acordate.

―¿Cómo que no tenés Blackberry, Anita? ¿No te lo dieron todavía?

―No, no, Gustavo, todavía no me lo dieron, ¿qué querés que haga?

―¿Y adónde estás ahora?

―En el bar de la esquina. Ya voy.

―Bueno, vení ya, eh, ¡ya! Que el franquiciado debe estar por llegar y te quiero en la sala de reuniones conmigo para recibirlo.

―Bueno, bueno, voy, voy ―dije y ya no oí nada del otro lado del teléfono.

―Me tengo que ir ―le dije a Martín―, ¿el mozo dónde está? ―lo vi y lo llamé con una seña.

―¿Qué pasa? ¿Te perdiste algo importante? ―me preguntó Martín.

―Sí, viene el franquiciado de Mar del Plata ―le dije y saqué la billetera de la cartera.

―Ah, sí, el que va a abrir la sucursal psicodélica.

―Sí, ese ―le dije a Martín y le sonreí, mientras le daba un billete de cien pesos al mozo.

―¿Más chico no tenés? ―me preguntó el mozo mientras revisaba su billetera.

―No, no tengo ―le dije. Martín N. seguía ahí, parado junto a mi mesa.

―¿Nada? ―insistió el mozo―, porque a esta hora no tenemos cambio. Nada de cambio.

―Pero no tengo más chico, no tengo ―dije revisando mi billetera.

― ¿Tarjeta de débito o crédito? ―me preguntó el mozo.

<<¡Uh, no! Si tengo que esperar a que me cobre con tarjeta, voy a tardar un montón>>, pensé y Martín sacó su billetera del bolsillo del pantalón.

―¿Cuánto es? ―le preguntó al mozo.

―Doce pesos.

―No, no, dejá ―le dije, pero no me prestó atención y le entregó quince pesos al mozo―.Bueno, gra… gracias, tomá ―agregué y le di el billete de cien pesos.

―No, no, dejá, no tengo para cambiarte tanto ―me dijo Martín y tomó el vuelto que le dio el mozo.

―Bueno, entonces después cambio y te lo doy ―le dije y me puse de pie.

―Sí, no importa, no te hagas problema ―me dijo con una sonrisa que dejaba ver unos espectaculares dientes blancos y rectangulares. Mi boca había quedado muy cerca de la de él.

―Bue… bue…no, me voy. Chau ―le dije y me alejé.

―Chau.

<<Ay, le tendría que haber dado un beso para despedirme>>, pensé cuando ya estaba en la empresa, subiendo por el ascensor.

―Calculo que en un mes ya va a estar todo listo ―dijo el franquiciado de Mar del Plata en la sala de reuniones.

―¿Un mes? ―preguntó Gustavo.

―Sí, un mes. Están trabajando muy bien los decoradores ―respondió el franquiciado y yo solo pensaba en cómo conseguir cambiar mi billete de cien pesos en forma urgente para devolverle el dinero a Martín.

―Entonces tenemos que movernos rápido, Anita ―me dijo Gustavo―, porque quiero hacer un gran lanzamiento para esta sucursal. Es la más grande de la empresa. Ademas, quiero que sea la primera en usar el nuevo sistema.

―Bueno ―dije. No sabía qué era lo que iba a tener que hacer y solo pensaba en que devolverle los doce pesos a Martín era una buena excusa para buscar otro acercamiento, porque, después de todo, él había buscado uno conmigo esa mañana. <<¿Pero será así o será solo una ilusión mía?>>, pensé en ese momento.

―¿Y qué promoción vamos a hacer? ―preguntó el franquiciado.

―Yo pensé en radios locales, pero también en prensa nacional, acompañando la campaña de toda la empresa. Estamos metiéndole mucha plata a eso, pero quiero que resalten las sucursales nuevas, porque son la cara más linda de la marca ―dijo Gustavo Almazán y pensé: <<No, no es una ilusión mía. Martín me vino a saludar y buscó conversación. Si no me hubiera llamado Gustavo, a lo mejor ahora estaríamos sentados, tomando un café>>

―¿Y para la instalación de las computadoras y de todo el sistema qué hago? ―preguntó el franquiciado.

―Cuando esté toda la parte edilicia lista, te mando gente de sistemas. Ellos hacen todo eso ―le respondió Gustavo. <<Bety debe tener cambio de cien pesos>>, concluí.

Y se lo pedí cuando la reunión terminó. Bety me dijo que siempre guardaba billetes de baja denominación en un monedero especial, para cualquier imprevisto, y me dio el cambio que buscaba, mientras yo me preguntaba cómo serían sus relaciones sexuales, porque había personas que se me hacían inimaginables en esas situaciones y Bety era una de ellas.

Una vez que tuve los doce pesos en la mano, descendí por el ascensor al segundo piso. No sabía cuál era el despacho de Martín y comencé a caminar por el pasillo esperando cruzarme con alguien que me lo dijera.

Vi muchas oficinas con ventanas que daban hacia el pasillo. Observé a los que trabajaban: todos eran hombres, un spa para mis celos. <<Martín no me tendría que aceptar la plata>>, pensé y vi salir por una puerta al nuevo novio de la exnovia de Rubén G.

―Hola, perdón, ¿la oficina de Martín N.? ―le pregunté.

―La última puerta, la única de madera ―me dijo y la señaló.

<<Si me acepta la plata, no me quiere. Tengo que olvidarme de Martín si eso pasa>>, me dije y llamé a la puerta con dos golpecitos débiles.

―Sí, adelante ―me dijo su voz.

Abrí la puerta y asomé mi cabeza. Después junté coraje e hice que entrara el resto de mi cuerpo. El despacho de Martín era horrible. Sin ventanas, con las paredes llenas de machas de humedad. Había muchas computadoras e impresoras viejas arrumbadas en un rincón y él estaba sentado en un escritorio que era el único mueble que había en el lugar.

―¡Ana!, ¿qué hacés?, pasá, pasá ―me dijo sorprendido y permaneció sentado.

―Te vine a traer los doce pesos del café de hoy ―le dije mientras me acercaba a su escritorio dando pequeños y cuidadosos pasos, como si caminara sobre un campo minado. Estaba en una habitación a solas con él, sin que nadie nos pudiera ver y me sentía intimidada.

―Ah, pero no había apuro.

―Sí, pero después me olvido, por eso te lo traje ahora ―le dije y extendí la mano para entregarle el dinero. Esperaba que no lo aceptara y, tenía que reconocerlo, también esperaba que me declarara su amor.

―Ah, bueno, está bien, gracias ―me dijo y tomó el dinero.

Un calor recorrió mi cuerpo de la cabeza hasta mis pies mientras observaba cómo Martín colocaba el dinero en su billetera.

―De nada. Chau ―le dije y salí del despacho insultándome a mí misma por haber sido tan estúpidamente ilusa.

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