Buenos Aires, septiembre de 2011.
Nube viajera (II)
―No, mamá, si el cierre centralizado del auto está roto, al bolso mejor lo pongo adelante. Seamos prácticos ―le dije. Eran las siete y media de la mañana del sábado. Estábamos en el garaje de mi casa.
―No, no, el bolso va en el baúl, porque adelante se te va a llenar de olor a perro ―me retrucó mi madre y puso el bolso en el baúl del auto.
―Pero si después no se puede abrir el baúl, ¿cómo hago para sacar el bolso?
―Sí se puede abrir, para algo está la llave, ¿no? ―dijo mi padre.
―No sé para qué me tienen que acompañar todos, incluida la perra, eh ―protesté. <<Lo único que falta es que me vean llegar Gustavo Almazán y Martín>>, pensé con miedo.
― ¿Y qué querés que hagamos? La casa de Almazán nos queda de paso a la quinta de Tío Rico y Famoso. No vamos a andar gastando plata en nafta haciendo dos viajes, Ana, la situación no está para eso. Pero si querés, la perra se queda.
―Ah, no, no, mamá, no me extorsiones, eh, ya sabés que no quiero que la perra se quede sola y encerrada todo el fin de semana. Que disfrute de la quinta ella también ―dije. <<Son las siete y media y, si salimos ahora, voy a estar en la puerta del edificio de Almazán a las ocho y cuarto, como mucho. Nadie me va a ver llegar. La hora de encuentro era a las nueve>>, concluí y me tranquilicé.
―Bueno, entonces no te quejes ―me dijo mi madre, que nunca fue muy amante de los animales―. Vos andá adelante. Yo voy atrás con la perra, así no te llena de olor y de pelos.
―Pero mejor que maneje yo, mamá, ¡por favor! ¡Hacé algo! Porque con papá vamos a llegar tarde, va a veinte por hora, ya sabés―me quejé y subí al auto. Me senté en el asiento del acompañante. Noté que mi padre ya no estaba a la vista.
―No, no, ya sabés lo que es un viaje con tu padre manejando vos, eh, él piensa que vas a chocar en cada esquina. No, no quiero eso, me sube la presión. Dejá que maneje él. Total, es temprano, tarde no vas a llegar y ese Lamazán…
―Almazán, mamá, no Lamazán ―la interrumpí.
―Bueno, es lo mismo, ese Lamazán, Almazán, o como se llame, te podría haber avisado antes del viaje a Mar del Plata, eh. Es un estúpido ―me dijo mi madre, ya sentada en el asiento de atrás del auto, junto a nuestra perra, Foca, que fue la primera en acomodarse en su lugar para emprender el viaje.
―Sí, ya sé…
― ¿Y papá qué está haciendo? ¿Por qué no viene? ¿A dónde se metió? ―pregunté, cinco minutos después.
―No sé, estará buscando algo para llevar ―respondió mi madre
― ¿Y? ¿Por qué no viene? ¿Qué está haciendo? ¡Tarda mucho!―exclamé, pasados otros cinco minutos.
―Y no sé, no sé qué está haciendo.
―Bueno, andá a ver, apuralo ―le dije con desesperación. Cada minuto que pasaba aumentaba las probabilidades de que Martín N. y Gustavo Almazán me vieran llegar en compañía de mis padres y de mi perra.
―Bueno, voy ―dijo mi madre y se bajó del auto. Entró a la casa, a buscar a mi padre.
―Ay, Foca, Foca ―le dije a mi perra―. Cada minuto que pasa aumenta más mis probabilidades de que Martín N. y Gustavo Almazán me vean llegar con ellos dos, ¿entendés? ―la perra me miró―. A vos no tengo problemas en presentarte, eh. No sos de raza y sos fea, sí, pero bueno, para mí sos hermosa y te quiero mucho, pero mis viejos…llegar con ellos…. sería grave que los vieran. ¡¿Por qué tardan?! ¡¿Por qué tardan?
―Tu padre está en el baño ―me dijo mi madre, otros cinco minutos después, cuando regresó al auto.
―Ay, no, no, ya son ocho menos diez, mamá.
―Bueno, es temprano, en media hora estamos en lo de Lamazán.
―Almazán, mamá.
―Te podría haber venido a buscar ese tipo.
― ¿Qué le pasa a papá? ―pregunté
―Nada le pasa, está en el baño, ya sabés que no tiene horario para cagar, le agarran ganas en los momentos más inoportunos ―me dijo mi madre y vi venir a mi padre hacia el auto. Reparé en su vestimenta: una remera de color celeste desteñido (el día era cálido), un pantalón bermudas (de mala calidad), de color amarillo, zapatillas de color gris, viejas (marca Acme), y medias blancas de algodón hasta los tobillos. <<Ay, no, no, ¡por favor!, Martín N. y Gustavo Almazán no pueden conocer a mi papá. ¡No! ¡No!>>, rogué al cielo.
― ¿Por qué tardaste tanto, papá?
―No tardé tanto, che, ¿qué pasa?, ¿por qué tanto apuro?
―Sí tardaste, tardaste. Ya son casi las ocho, eh. A las nueve tengo que estar, ¡y quiero estar antes!
―Y vas a estar a las nueve. Y si no que espere ese Almazán, che, qué tanto lío por ese narcotraficante. Si quiere abrir una sucursal de venta de droga en Mar del Plata[i], yo no me voy a andar apurando por él. Encima que no se decide a casarse con vos… y ojo si los siguen en la ruta. Fijate, eh. Fijate y decile a Almazán que pare y se entregue. No te arriesgues a que se arme un tiroteo. Tirate al piso cualquier cosa…
― ¡Ay, basta, papá, basta, arrancá el auto y vamos! Encima que no me dejas manejar a mí…
―No te dejo manejar porque manejas como la mierda. Encima, vas muy rápido, y yo puedo tener un infarto yendo con vos… ―me interrumpió mi padre.
Y un viaje que podía haber durado, como mucho, veinte minutos, con un conductor sin tantas ideas extrañas en su cabeza, duró cuarenta y cinco con mi padre al volante. Por eso, recién a las nueve menos cuarto nos aproximamos a la entrada del edificio de Gustavo Almazán. Vi su camioneta de frente, estacionada. Luego, noté que la puerta del baúl estaba abierta y que había gente cerca. <<Ay, no, no, ya están todos>>, pensé.
―No estaciones acá, papá, no estaciones acá, andá para adelante, para adelante, a la esquina ―le advertí a mi padre cuando nos acercábamos.
― ¿Por qué? ¿Por qué? Si acá es la entrada, no hay otro edificio en esta manzana. Qué bien que la pasan los narcos, eh, mirá adónde vive este tipo.
―¡Papá, no, no, ahí está, ahí está, ahí está, por favor, por favor, seguí para adelante, para adelante!
―¡¿Dónde?! ¡¿Dónde?! ¿Dónde está Almazán? ¿Quién es?! ¡¿Quién es?! ―exclamó mi padre, estirando su cuello hacia arriba, como E.T., y dando vuelta su cabeza para el costado derecho y pisando el freno del auto, justo cuando pasábamos por al lado de la camioneta de Gustavo.
― ¡Ay, no, no, me vieron, me vieron! Seguí para adelante, para adelante, no quiero que me vean con ustedes, dale, seguí, pisa el acelerador ―grité, nerviosa.
―¿Por qué no querés que te vean con nosotros? ¿Qué? ¿Tenés vergüenza de tus padres? ―dijo mi padre.
―Sí ―afirmé ―.Andá más adelante, no frenes acá.
― ¿Y esas chicas quiénes son? ―preguntó mi madre.
―Las novias, mamá.
― ¿Pero quién es Almazán? ¿Quién es? ¡Quiero saber! ―insistió mi padre, al mismo tiempo.
―Qué te importa, papá.
―Pero decile ―dijo mi madre.
―Es el más bajito de los dos ―dije.
―Ah, ¿ese es? No tiene pinta de narco. Hay autos adelante, yo paró acá ―dijo mi padre y el auto se quedó detenido.
―Todos tienen novia, che. ¿El otro chico quién es? ―preguntó mi madre al mismo tiempo.
―No, no, ¡más adelante!, ¡más adelante! ―ordené, también al mismo tiempo.
―Decile algo a tu hija que tiene vergüenza de nosotros ―dijo mi padre, sin prestarme atención.
―No es de nosotros, es de estar con los padres, es de eso que tiene vergüenza. A esta edad ya tendría que vivir sola. ¿Quién es el otro chico, Ana?
―Vivir sola es de puta o de gente que quiere ocultar algo. A mí no me vengan con otra cosa, eh ―dijo mi padre.
―Martín, el gerente de sistemas.
― ¿Ese que te llamó una vez y te pasó la canción de Los Beatles?
―Sí, ese, ese.
― ¿Y ahora tiene novia? ―preguntó mi madre.
―Sí, tiene. Dame las llaves del auto, papá.
―Ay, no valen mucho que digamos las novias de estos dos…―observó mi madre con desprecio.
―Pero saben hacer caída de ojos… ―acotó mi padre.
― ¡Mamá! ¡No te des vuelta! ¡No te des vuelta! ¿No ves que me vieron? ¡Por favor!
―No me ven, estamos lejos ―dijo mi madre. Ya tenía las llaves en mis manos, pero no me animaba a salir del auto.
―No, estamos a… a… ―dije y calculé la distancia mirando por el espejo retrovisor ―un cuarto de cuadra será. Pero no hay nada en el medio. Nos pueden ver. Ustedes no se bajen, eh ―les pedí a mis padres y salí del auto. Caminé hacia el baúl mirando al piso. Puse la llave en la cerradura para abrirlo y no pude hacerlo. Intenté e intenté, en vano. No podía ver a Gustavo y a Martín, pues estaba de espaldas a ellos. <<Ay, no, no, no me puede estar pasando esto, ¡No! ¡No! Que no se les ocurra acercarse, ¡por favor!>>, pensé y recurrí a mi madre―. Mamá, bajá vos, no puedo abrir.
―Una está vestida con uniforme, ¿así va a viajar? ―dijo mi madre, cuando ponía la llave en la cerradura del baúl.
―Es la novia de Almazán. Siempre está con el uniforme. Es vendedora de la empresa ―le dije. Gustavo Almazán me saludó de lejos, con un gesto de manos―. Abrí, mamá, rápido ―le ordené y devolví el saludo. Inmediatamente, me puse completamente de frente al baúl del auto y quedé de espaldas a Gustavo y al resto.
―No, está trabado esto, no abre ―dijo mi madre, haciendo fuerza con la llave.
―Ay, mamá, mamá, te voy a matar, yo te dije, te dije, al bolso lo tendríamos que haber llevado adelante.
―Para que te quede olor a perro, qué lindo, eh, encima que no enganchas nada, y que tenés que viajar con dos parejas, lo único que te falta es que te digan que tenés mal olor también.
― ¡Ay, basta, basta! ―dije y vi que la puerta del lado de mi padre se abrió.
― ¡Hola, Anita! ―escuché al mismo tiempo.
― ¡Hola! ―dije cuando me di vuelta y tuve que saludar con un beso en la mejilla a Gustavo Almazán y a Martín. Sus novias habían decidido no acercarse.
― ¿Son tus padres, Anita?
―Sí ―dije y miré a mi padre. Sentí mucho calor en la cara.
―Un gusto, Gustavo Almazán ―le dijo a mi padre y le estrechó la mano. Mi padre solo le sonrió―. Un gusto, señora ―agregó cuando se dirigió a mi madre y le dio un beso en la mejilla. Mi perra, que estaba dentro del auto, en el asiento de atrás, empezó a ladrar con furia.
―Un gusto, un gusto ―dijo mi madre.
―Mucho gusto ―dijo Martín y también le estrechó la mano a mi padre.
―Mucho gusto ―le dijo mi padre, con expresión seria.
Luego, Martín le dio un beso en la mejilla a mi madre, con una sonrisa, sin pronunciar palabra. Los ladridos de la perra se hacían sentir.
― ¿Y ese perro? ―preguntó Gustavo.
―Es mi perra ―respondí.
―Ah, qué linda… ―me dijo y se acercó a la ventanilla de la puerta trasera del auto, para verla de cerca, alejándose de mis padres y de mí. Martín lo siguió.
Gustavo estaba vestido con un pantalón marrón, zapatos náuticos y una camisa de mangas cortas. Martín, en cambio, tenía puesto una pantalón bermudas blanco, una remera marrón, usaba sandalias en sus pies, y sobre su cabeza lucía una gorrita con visera.
Mi padre puso las llaves en la cerradura del baúl. Gustavo y Martín le hacían morisquetas a mi perra cuando, a través de mi oreja izquierda, escuché las palabras de mi madre:
―Ay, qué lindos chicos que son los dos, Ana, no sabés con cuál quedarte…
Y al mismo tiempo, por mi oreja izquierda, me llegaron las de mi padre:
―¿Y qué le vamos a hacer? La perra no es boluda. Siente en el ambiente el olor a cocaína, por eso ladra. Nunca ladra la perra. Después dicen que yo digo pavadas… mirá la pinta de delincuente que tiene ese, con la gorrita y las chancletas. ¡Qué atorrante!
― ¿Cómo se llama? ―me preguntó Gustavo, en relación a mi perra, que le mostraba los dientes, enfurecida.
―Foca, Foca se llama, ¿no? ―dijo Martín.
―Sí, sí, se llama Foca ―dije. <<Ay, se acuerda del nombre de mi perra. Pero Ferni se acordaba del número de mi celular, ocho años después, así que esas muestras de memoria prodigiosa no son prueba de nada. Y está con la novia. Menos mal que me dijo que no la quiere>>, pensé con desilusión.
Mi padre dio vuelta la llave en la cerradura por enésima vez. Hizo un ruido y la puerta del baúl se abrió. Respiré aliviada y saqué el bolso de adentro.
―Bueno, ¿vamos? ―les dije a Martín y a Gustavo.
―Sí, vamos, vamos ―dijeron los dos y todos saludamos a mis padres.
―Más de ciento veinte no se puede ir en la ruta, eh ―dijo mi padre y yo deseé ser adoptada.
―Sí, señor no se preocupe. Vamos tranquilos ―le respondió Gustavo―. Se preocupa por vos tu papá, eh, te cuida ―me dijo luego, cuando caminábamos hacia su camioneta. Martín iba un paso adelante de nosotros.
―Sí, sí, me cuida ― le dije. Cargaba el bolso en una de mis manos y me molestaba sobremanera que ni Martín ni Gustavo se hubieran ofrecido a llevármelo.
―Hola, ¿qué tal? ―le dije a la novia de Gustavo y le di un beso ―. ¡Hola! Yo soy Ana ―me presenté ante la novia de Martín y también le di un beso.
― ¿Qué tal? Yo soy Carolina, la novia de Martin.
―Ah… ―le dije y puse el bolso en el baúl de la camioneta de Gustavo.
―Tincho, vos vení adelante conmigo. Que las chicas vayan atrás.
―Bueno, buen viaje ―me dijo la novia de Gustavo.
― ¿Qué? ¿Vos no venís?
―No, no, ¿no ves cómo estoy vestida? Hoy me toca trabajar.
―Ah… perdón, no sabía, pensé que…―me interrumpí y le di un beso de despedida-. Chau entonces.
Subimos a la camioneta. Me senté en el asiento trasero, en el lado izquierdo, el del conductor. La novia de Martín se había ubicado a mi lado y él, en el asiento del acompañante de adelante.
Quise cerrar la puerta moderando la fuerza, para evitar la protesta de Gustavo si daba un golpe intenso. Pasaron uno, dos, tres, seis, diez intentos y la puerta no se cerraba.
―Anita, Anita, un poco más fuerte, pero un poco más, eh, un poco…
―No, no, dejá, dejá, yo se la cierro ―dijo Martín y se bajó de la camioneta. Llegó a mi puerta y la cerró.
―Tincho tampoco regula ―murmuró Gustavo.
La camioneta empezó a andar inmediatamente después de que Martín se subiera de nuevo.
―Tincho, ¿vos trajiste otra ropa?
― Sí, sí, está en el bolso.
― ¿Y vos trabajas en la empresa? ―me preguntó la novia de Martín al mismo tiempo.
―Sí, sí, trabajo en la empresa ―le dije. <<Y me quiero quedar con tu novio. ¡Soy una hija de puta!>>, pensé.
―Porque, Tincho, así en bermudas y sandalias muy bien no estás para la inauguración, eh, perdoname que te diga.
―No, no, si ya sé, ya sé, me vestí así para el viaje nada más. Cuando llegue al hotel me cambio.
― ¿Y en qué parte de la empresa trabajás? ¿En sistemas? ―continuó con la indagación la novia de Martín.
―No, trabajo en el directorio ―le respondí. <<Pero yo lo conocía de antes. ¿Eso no me da algún derecho?>>, me pregunté.
―Ah… ―me dijo ella.
―No sé si vamos a pasar por el hotel antes, Tincho. Depende de cómo sea el viaje. Además, el padre de Anita me marcó la velocidad máxima – dijo Gustavo, con un sonrisa-. Por ahí vamos directo a la sucursal. Por eso, por las dudas, mejor cambiate cuando paremos a comer algo, ¿sí?
―Bueno…
[i] Mar del Plata es una ciudad argentina ubicada cuatrocientos kilómetros al sur de la ciudad de Buenos Aires, aproximadamente. Sus playas son bañadas por el Océano Atlántico y es el destino turístico más importante y antiguo del país.